30 de julio de 2014

Y, entonces, el mundo perdió la inocencia para siempre...



Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación...   Así comienza su famosa novela romántica Historia de dos ciudades el escritor inglés Charles Dickens. De ese desesperado modo quiso retratar el novelista británico una época que iniciaba el mayor cambio producido en la Humanidad al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Porque el mundo no volvería a ser como antes era, con su inocente mirada o sus estrictos límites humanos trazados por la vida, las costumbres o las formas con las que los hombres habían organizado su mundo. El siglo XVIII tuvo algunos conflictos bélicos entre países y territorios, pero entonces las guerras eran entre soldados y en el campo del honor, donde las batallas se ganaban o perdían sin dañar al resto de la población. Antes de eso Europa había vivido años de un gran dolor -la guerra de los treinta años del siglo anterior-, pero nunca los europeos habían tenido un alarde de tanta crueldad gratuita despiadada, forzada o desgarrada -probablemente a causa de las nuevas armas, la cantidad de personas dispuestas a la lucha y el cainismo- como la que sucumbió en Europa en la Revolución francesa y seguidamente con el impulso devastador que los ejércitos napoleónicos causaron de modo desalmado e indiscriminado contra una población civil desconcertada. 

Fue particularmente trágico en España, donde se perdería muy pronto la inocencia de su población. Un país que sufriría además como ningún otro -quizás por resistirse tanto- la fuerza poderosa y cruel de Napoleón. Tal fue la impronta traumática en los españoles que, años después de acabar el conflicto -la guerra de la independencia de 1808-, algunos pintores españoles seguirían creando escenas dramáticas que nunca antes se hubiesen siquiera atrevido a pintar. Goya, el gran maestro de todos ellos, fue el primer pintor que lo hiciera premonitorio y sagaz, el primordial, el más genial, el más anticipado y el mejor. Pero, después de él hubo seguidores suyos que quisieron emularle en estilo y fuerza. Tanto lo hicieron que algunas de sus obras han sido asignadas a Goya sin ser de él realmente. El Museo del Prado dispone desde el año 1912 dos obras de Arte, La hoguera y La degollación, que fueron donadas al museo y atribuidas por entonces a Goya. Pero desde hace unos años se mantiene que es seguro que fueron obras creadas por discípulos o seguidores de él. Sin embargo, se ignora quiénes fueron. El maestro español fue tan poderoso que ensombreció a todos sus seguidores y algunos de ellos no se atrevieron a sobresalir no firmando remedos artísticos de sus obras.

Pero, da igual, el anonimato aquí es lo de menos. Lo importante son la cronología y la grandeza, y las dos obras son incuestionables en eso:  la primera mitad del siglo XIX y la obra dispone de una gran fuerza iconográfica. Es significativo la época, primera mitad del XIX, porque es el momento pleno del Romanticismo, de la pasión irreal más ensoñadora, de la épica más gloriosa, de los destellos emocionales más subyugantes por ser estos bellos, sensibles, altruistas y sosegadores. Pero, sin embargo, hubo aún pintores que decidieron, a pesar de la bondad romántica de la tendencia,  mostrar en sus obras de Arte la poderosa crueldad bochornosa de una humanidad desengañada. De que a pesar de los momentos esperanzadores después del año 1815 -cuando Napoleón y su ejemplo despiadado acabasen para siempre-, el hombre y su mundo seguían portando aún el terrible gen del desconcierto más aterrador, de un profundo y terrible impulso criminal o de la ceguera más cruel contra los otros, sus semejantes congéneres. En definitiva, de su irracional forma de poder encarar el destino de la humanidad para conseguir así un mundo pacífico, justo y conciliador.

Y de ese modo tan desalentador pintaron -uno o varios seguidores de Goya- estas dos extraordinarias pinturas románticas expuestas en el museo del Prado. Extraordinarias porque supieron sus autores -en tan temprano momento- plasmar el oculto sentido de las acciones más violentas que encierra el oscuro y aterrador espíritu humano. ¿El espíritu humano? ¡Qué contradicción! Pero, sí, así es. Es el mismo espíritu humano que hace sentir maravillosas cosas humanas. Porque tratamos de bárbaros, monstruosos o terroríficos a estos  seres violentos cuando son iguales a nosotros. Somos humanos todos y todos llevaremos el mismo potencial entramado de vísceras, emociones, pensamientos, desesperación o maldad. Por eso el pintor -o los pintores- crearon así estas obras desgarradoras a pesar de mostrar ahora, con el sesgo del color o del semblante desdibujado, una sutil diferencia entre víctima y verdugo. Pero es sobre todo el misterio lo que rodea ahora a la impactante pintura La hoguera. En ella vemos solazar junto al fuego a unos humanos con rostros aterradores, ¿qué buscan ellos con ese fuego fatuo? Son seres que degradan su propia condición de humanos acercándose a un fuego que han alentado con el único deseo de destrucción. Es la hoguera asesina no el fuego benéfico o alentador de vida lo que adoran con sus gestos crueles y amenazadores.

¿Qué ha cambiado en el mundo? Lo peor es que a veces no hay llama ni gesto cruel que nos conmocione ya de tanto verlos. Porque llevaremos ya doscientos años de inocencia perdida y suceden las mismas cosas que seguirán sucediendo  cada día que pasa. Algo que unos creadores supieron adelantar genialmente con la pincelada aprendida de otro. Por eso da igual que sea o no de Goya la autoría de estas obras. Son obras importantes en sí mismas, son sensaciones estéticas que un pintor -un ser humano comprensivo- supo fijar en un óleo desgarrador para algún futuro autocrítico... Porque no fue reflejo de una acción histórica concreta producida y retratada de un acontecimiento real vivido entonces. No. Fue la representación simbólica de lo más inevitablemente cruel que el ser humano tiene y seguirá teniendo mientras exista. Y que el creador pictórico quiso dejar muy claro con estas obras despiadadas. Anticipadamente. Expresionistamente también. ¿Hay mayor Arte que aquel que el propio hombre hace fijado eterno para siempre con el objeto de criticarse a sí mismo?

(Óleo sobre hojalata, La degollación, de autor desconocido, seguidor de la escuela de Goya, primera mitad del siglo XIX; Misma técnica y soporte, La hoguera, autor anónimo, seguidor de Goya, primera mitad del siglo XIX, ambas obras en el Museo del Prado, Madrid.)

23 de julio de 2014

El Romanticismo desvirtuará la realidad para hacerla más acorde a la mirada.



El mejor pintor español de paisaje romántico lo fue el gallego Genaro Pérez de Villaamil (1807-1854). El Romanticismo paisajista había tenido grandes creadores en otros países europeos, como Turner o Roberts en Inglaterra, pero en España el más genuino de los románticos, el más romántico de los pintores españoles, el más inspirado y el menos conocido, lo fue Pérez de Villaamil. Pero es que además tuvo una vida romántica, se impregnaría personalmente de ese signo propio de su tiempo. Y qué mejor paisaje romántico que el más romántico de los paisajes europeos para nacer. El pintor escocés David Roberts (1797-1864) lo supo desde que hiciera sus viajes a África y Oriente medio, porque pasaría antes por España y comprendería el verdadero sentido del color en los momentos del día donde el sol está más alejado  de su cenit. Y entendería el verdadero sentido del paisaje más romántico, ese donde lo agreste y lo apacible, lo diferente, lo cercano, lo luminoso, lo misterioso, lo único y lo variado, se darán sólo en el sur de España.

En el año 1834 viajaría Roberts a Málaga camino de Gibraltar. Pero antes de llegar a su destino pasaría el pintor británico por la sierra de Ronda y los aledaños suroccidentales de su serranía. Y allí, en lo alto de un cerro elevado, se encontraría de pronto con la silueta romántica del antiguo castillo del Águila, una derruida fortaleza iniciada por los romanos y utilizada luego por los musulmanes. Pero entonces la idealizaría el pintor con sus recuerdos orientales vistos en Sevilla, en Córdoba o en otros lugares hispanos recorridos por él. El Castillo de Gaucín -el castillo del Águila- había sido en gran parte destruido durante la guerra de la independencia frente a los franceses en el año 1810. No tenía entonces ese aspecto tan soberbio que David Roberts creó en su lienzo del año 1834. Tampoco su peña era tan elevada ni tan majestuosamente romántica, ni tendría esos riscos puntiagudos que, como una bella catedral rocosa desmadejada, imprimiese un espíritu de superación entre los muros desolados de su antigua fortaleza.

Pero, como británico, querría pintar por entonces una vista del peñón de Gibraltar y de la bahía de Algeciras, dibujando además el perfil de la costa africana al fondo de la obra. Roberts, a diferencia de Villaamil, tendría influencias o intereses geopolíticos para hacer entonces de providencial guía de turismo para los viajeros de su país que visitaran España. Conocía muy bien el lugar que dibujaba ahora desde lejos, y así aparece éste límpido y despejado entre las señaladas brumas luminosas de la serranía rondeña. Pero, sin embargo, es imposible ver bien Gibraltar desde los alrededores del castillo de Gaucín con la claridad del paisaje que pintaría en su obra Vista de Gibraltar desde Gaucín. Así que, entonces, ¿cómo lo pudo hacer tan definido?, o, mejor dicho, ¿por qué lo hizo así, con esos rasgos tan claros en el paisaje? Porque no era realismo ni detalle fidedigno, ni sentido exacto de las cosas lo que primaba o importaba en el Romanticismo. Para los románticos bastaba que el paisaje mostrase atrevimiento, gallardía, belleza, pintoresquismo y misterio. Es por eso que cualquiera que vaya hoy a Gaucín y se sitúe cerca de las ruinas del castillo, comprobará que nada de lo que se ve en la obra de Roberts es acorde a las distancias reales de las imágenes que aparecen en el lienzo. Sencillamente, no existe un lugar allí desde donde se pueda ver la imagen que el pintor compuso entonces en su obra.

Genaro Pérez de Villaamil conocería a David Roberts en Sevilla durante el año 1833 y luego marcharía a Madrid para realizar su creación artística. Los pintores como Villaamil, a diferencia de Roberts, no tendrían que visitar necesariamente los lugares para imprimir el sentido romántico de lo que querían pintar. En el año 1847 el pintor español compuso su obra Vista del Castillo de Gaucín gracias a un grabado de la obra de Roberts. Tan sólo gracias a ese grabado no, el resto, la semblanza, el genio, la sutileza o la imaginación romántica lo puso el pintor de su propia inspiración. En su obra romántica Villaamil recrea desde la perspectiva de Roberts la vista de Gibraltar con el aparecido y fantasmagórico castillo en primer plano. Qué más daba entonces si era ajustado o no a la realidad de lo que representaba, nadie iría a comprobar la verosimilitud de ese paisaje en aquel mismo lugar. Y tampoco importaba, porque lo importante en el Romanticismo era la emoción que provocaba la visión subjetiva de algo objetivo, así como la semblanza del momento sugerido por una realidad ahora maleable, transformable, adaptable y sensible. 

Roberts y su colega Villaamil fijaban el paisaje con los rasgos geográficos parecidos a la realidad, aunque totalmente adimensionados en sus distancias geográficas. El peñón de Gibraltar no se aprecia así en la realidad desde la perspectiva o el lugar desde el que se ve en estas obras románticas. Y, sin embargo, todo fue pintado conforme a lo que era la imagen local real que vemos retratada. ¿Por qué fue pintado con tanto detalle ese paisaje?, ¿cómo fue posible conocer tanto los detalles geográficos que pintaban? Porque el pintor británico conocería muy bien la región y pintaría así el paisaje con sus detalles reconocidos. Pero no así el propio castillo, algo que idealizaron los pintores como en un maravilloso cuento hispano-árabe surgido de la pluma de algún escritor romántico. Una tendencia artística -el Romanticismo- inconsiderada o desdeñosa con la verdad. Inconsiderada solo con la realidad de la imagen no con el sentimiento que produce su visión emotiva. Ni los arcos de herradura, ni las puertas árabes, ni las murallas empinadas, ni la torre del almuecín existían en esos ruinosos despojos de la fortaleza árabe cuando fue visitado por el pintor Roberts. Todo fue recreado entonces, todo fue inventado y vestido de gloriosa gesta romántica. Incluso el pintor Villaamil llegaría a recrear un mundo onírico que no existiría en el Castillo de Gaucín ni siquiera en época musulmana. El resultado no obstante fue grandioso y extraordinario, del todo maravilloso y mágico gracias tanto al sueño exótico inspirado del artista como al genio creativo de su paleta romántica.

(Óleo Vista del Castillo de Gaucín, 1847, del pintor romántico español Genaro Pérez de Villaamil, Museo del Prado; Detalle del mismo cuadro, Vista del Castillo y del peñón de Gibraltar al fondo, Genaro Pérez de Villaamil, 1847, Museo del Prado; Grabado en plancha de acero de un dibujo del pintor David Roberts, Vista de Gibraltar desde Gaucín, 1834; Fotografía actual de las ruinas del Castillo del Águila, Gaucín, Málaga, España; Reproducción de la obra original de David Roberts, Vista de Gibraltar desde Gaucín, 1834, Museo de Edimburgo, Escocia.)

13 de julio de 2014

No es el verde ni el azul sino el ocre el color de nuestro mundo.



El simbolismo de algunos de los recursos artísticos utilizados en Pintura nunca los llegaremos a saber del todo. ¿Por qué el pintor barroco Jacob van Ruisdael (1628-1682) se dejaría tanto llevar por el sutil color ocre en casi todas sus obras? ¿Y por qué el ocre es amarillo?, ¿qué cosa hace a ese material inorgánico tener esa tonalidad tan utilizada en el Arte? Esta última cuestión sí puede contestarse. En un caso los materiales y la vegetación de la naturaleza -causa de los pigmentos- están hechos así, de la propia tierra que los crease. Por ejemplo, el óxido de hierro abunda mucho en la corteza terrestre y sus efectos llegarán tanto a las obras de los hombres como a las maduraciones de los vegetales. Por otro lado la combinación de hierro y oxígeno tintará de amarillo sus reflejos en la naturaleza. Los griegos lo supieron desde muy antiguo y denominaron a ese reflejo cromático con el nombre de ochros: amarillento. Desde la prehistoria los hombres habrían utilizado los pigmentos terroso-amarillentos para crear con ellos cosas dibujadas en las rocas de sus cuevas paleolíticas.

Y luego está la ventaja de la utilización de este pigmento ocre para crear con él obras de Arte. Es el ocre un pigmento muy estable y resistente además a la luz y la humedad. Nada tóxico para los artistas, algo que sería muy peligroso, sin embargo, con los antiguos pigmentos basados en el plomo, que producirían saturnismo o envenenamiento a causa de las emanaciones tóxicas de este metal. Así acabarían la vida de algunos grandes pintores de la historia. Si lo pensamos, vemos o analizamos bien esa tonalidad amarillenta -el ocre- supera con mucho la frecuencia de otros pigmentos utilizados en los lienzos artísticos creados por el hombre. El pintor simbolista austríaco Klimt lo elogiaría diciendo: Todo lo que está rodeado de oro es noble. Y es que el dorado ocre formará, más que ningún otro color, la tonalidad más representativa del mundo natural en que vivimos.

Porque la luz del sol refleja sus destellos dorados en una tierra que se alimenta de esa luz. ¿Qué si no es el proceso de oxidación que se produce cuando los rayos solares obran el misterio telúrico? Sería interminable una muestra sobre el ocre y sus usos en el Arte. Todos los pintores lo han utilizado en sus diferentes tendencias y matices a lo largo de la historia. Pero, a diferencia del simbolista Klimt, es emocionalmente sobrecogedor observar cómo el ocre se aprecia en una parte -la más significativa- de algunos conjuntos creativos compuestos por oscuras tonalidades o por brillantes azules o verdes, más propios colores del mundo figurativo artístico convencional. Porque la utilización en Pintura del ocre es una forma de señalizar, subjetivamente, algo especialmente representativo de la obra. Es la manera de destacar algo principal lo que motivará su utilización en la creación artística compositiva. Lo que, finalmente, será en el lienzo algo especialmente creativo o reseñable. Un detalle diferente y destacable, aunque no muy grande ahora en el conjunto, por ejemplo, de un misterioso, genial y rutilante paisaje barroco. El pintor deseará así hacer ver el ocre en su composición artística: brillante y especialmente destacado. Y todo ese alarde iconográfico tonal estará además representado de un modo casi primitivo...  Tan primitivo como aquellos trazos paleolíticos, arañados en la pared de una cueva por los primeros artistas rupestres, fueran ocasionados ya por entonces gracias al útil, abundante y poderoso ocre.

(Óleo del pintor del Barroco holandés Jacob van Ruisdael, Paisaje de invierno, 1670, Museo Thyssen, Madrid; Lienzo del mismo autor, Paisaje con las ruinas del castillo de Egmon, 1653, Instituto de Arte de Chicago; Óleo Paisaje con un campo de trigo, 1660, del mismo pintor Ruisdael, Museo Getty, EEUU; Fotografía Sendero de los ocres de Roussillon, Francia; Obra del pintor Gustav Klimt, Retrato de Adele Blouch-Bauer, 1907, Nueva York; Fotografía Reflejos de la luz solar al atardecer, de la web www.proyectacolor.cl; Fotografía de los acantilados arcillosos de la playa de Mazagón, Huelva, España.)

7 de julio de 2014

Un momento de fijación distraída o la genialidad universal del mundo de Dalí.



Si de los grandes creadores de Arte hay uno que debiera calificarse de genio, en el sentido que le damos modernamente al término genial, es decir, algo extraordinario o fuera de lo común, un ser muy creativo por disponer de una imaginación desbordante, este es sin duda el gran pintor Salvador Dalí. Obsesionado con la dualidad, llevaría a plasmarla en casi todas sus obras surrealistas. En este caso selecciono dos obras suyas ubicadas ambas en la Tate Gallery londinense que representan muy bien ese universo doble o ese desdoblamiento inevitable, genético, psicótico, inconsciente, natural y surrealista. Pero en estas creaciones se ve también la sutil admiración del pintor por otros grandes creadores del Renacimiento como fueron Leonardo o El Bosco. Porque se ven en las dos obras el fondo montañoso propio de las creaciones de Leonardo da Vinci, donde ahora el misterio de lo abrupto, de lo poderoso o de lo grandioso perfilaría así el límite entre los dos ámbitos de su sentido surrealista: el ámbito irreal por un lado y el real o subyacente por otro. Además, se observan también en su obra surrealista la atmósfera onírica, con la composición, la tonalidad o algunos elementos como las sombras o luces que nos recordarán a otro anticipadísimo creador renacentista: El Bosco. 

Narciso es uno de los mitos más curiosos de los antiguos poetas griegos coetáneos de Homero. Ni hijo de dioses, ni un gran héroe, ni un guerrero, ni un músico, ni un poeta, ni otra cosa que le llevara a ser reconocido por los dioses o por los demás... Salvo una cosa ahora: su irresistible belleza. No tendría Narciso nada más que ofrecer ni ofrecerse, ninguna otra cosa que le llevara a ser algo más de lo que representaba. Y tampoco era él nada más. Había nacido con una extraordinaria belleza de la ninfa Liríope y de un pequeño dios de un simple río griego -Céfiso-, el cual llevaría tan poca agua al ser castigado una vez por el gran dios del mar Poseidón. Pero Narciso, consciente de la admiración que provocaba en los demás, alcanzaría a poseer un excesivo orgullo de sí mismo, algo detestable que los griegos denominaban hybris, imperdonable por los dioses. Su castigo divino estuvo causado entonces por su propia satisfacción cuando Narciso admira ahora su propia imagen reflejada en el agua. Entonces no pudo ya dejar de hacerlo extasiado ante ella para siempre. Se olvidaría incluso de vivir... Así acabaría Narciso de olvidarse hasta de vivir, deshecho por los deseos egoístas de su propio delirio. Agarrado a una raíz del borde de las aguas se transformaría Narciso en la flor que lleva su nombre para siempre.

Interpretaciones de algunos poetas y escritores llegaron a afirmar que la imagen reflejada en el espejo-agua no era ahora sino un yo idealizado, una imagen que no se correspondería a la verdadera realidad reflejada sino a la que el sujeto desea ser. Dalí, como siempre, irá más allá y descubre ahora una disociación manifiesta para él en el mito. Una duplicación figurativa que disloca la realidad volviendo o reflejando lo mismo en otra cosa diferente, con otro sentido duplicado de lo mismo. Pero, como El Bosco, nos muestra ahora aquí Dalí otros planos, otras escenas y otras representaciones. Al fondo vemos una escultura -¿renacentista?- del perfecto Narciso clásico; más a la izquierda, una manifestación de hombres y mujeres que danzan cerca de otras aguas tratando de emular así, inútilmente, la única cualidad que sólo la belleza más insigne pueda disponer -imposible en ellos, a diferencia de Narciso- para ser reconocida y elogiada eternamente. Las dos imágenes de Narciso en el plano principal están aquí mimetizadas parcialmente. Una, con su inclinación arrodillada, ante la inmortal sensación de no poder saciar el ansia de su desahogo. Es una imagen mortecina, propia de la narcosis, de la muerte o de la desaparición de la vida ante la osadía más siniestra -como la planta conocida por sus efectos en el sueño-. Otra con la creación de la vida como una cosa ahora totalmente diferente, con una parte bella -flor del Narciso- y con otra parte demolida, representada aquí como una mano con sus dedos enfrentados sujetando ahora el huevo frágil de la propagación de la vida -incluso el pulgar agrietado lo recorren ahí unas hormigas gigantescas-.

A finales del año 1936, luego de llevar comenzada medio año la guerra civil española, Dalí compone su obra surrealista Canibalismo otoñal. Aquí vemos una pareja muy unida, sin solución de continuidad, realizar ahora el banquete más misterioso de su vida... Ambos se alimentarán de ambos, a la vez que acabarán ambos aniquilándose uno al otro. Las obras surrealistas de Dalí, como la de cualquier otro pintor de su tendencia, son creaciones que obligan a fijarse claramente en los detalles representados, elementos ahora muy necesarios para complementar su comprensión o su cercanía a ella. Sin embargo, Dalí recomendaría en uno de sus escritos que se vieran sus obras en un momento de fijación distraída, sobre todo su obra Narciso. Y tal vez sea eso lo mejor porque una fijación distraída es ahora, curiosamente, lo único que pueda hacernos ver aquí el sentido de las hormigas o de la manzana agujereada y derretida, o el soporte de sujeción de las dos cabezas unidas o la desolación de la terrible sensación de querer herir, desde la pasión más incomprensible, la única forma de poder sentir así la vida... 

(Óleos de Salvador Dalí, La metamorfosis de Narciso, 1937; Canibalismo otoñal, 1936, ambas obras en el Tate Gallery de Londres.)

1 de julio de 2014

La originalidad en el gesto y en la mirada, o la audacia artística de sus creadores.



El imperio romano entraría en una profunda crisis social, política y económica durante el siglo III. Pero fue con el emperador Diocleciano, que gobernaría Roma desde el año 284 hasta el año 305, cuando las cosas llegaron a exacerbarse en demasía. Las amenazas al imperio provenían tanto del exterior de las fronteras como del interior de las mismas. Los bárbaros del norte y del este no dejaban de azotar y presionar con sus progresos violentos. Y dentro de las fronteras la permeabilidad hacia otras religiones y costumbres -de pueblos subyugados por Roma- había llevado a hacer saltar por los aires los valores e ideales clásicos romanos, esos que tanto habrían contribuido a sostener la esencia del imperio. Así que Diocleciano (244-311) tomaría dos grandes decisiones para su principado: una dividir el imperio en cuatro zonas de influencia (Tetrarquías), con ello controlaría mejor -delegaría- las funciones de su gobierno en un imperio tan extenso; otra endurecer las medidas de homogenización religiosa. Para esto reprimiría duramente los grupos religiosos contrarios a las formas y tradiciones paganas del imperio. Porque el cristianismo ya había llegado a todos los niveles sociales y a todos los estamentos. Había cristianos en el pueblo más plebeyo y humilde pero también en la aristocracia patricia o en el ámbito militar.

Sebastián de Narbona (256-288) había nacido en la Galia romana y pronto viajaría a Italia para servir como soldado de Roma. Tanta fama alcanzaría en su carrera militar que el propio emperador le nombraría -desconociendo su fe cristiana- jefe de una cohorte de su guardia pretoriana. Descubierta su fe por otros compañeros, sería denunciado a Diocleciano, quien le llevaría a decidir ahora entre Roma y su fe. Fue martirizado y muerto en las letrinas de Roma, aunque el Arte y el mito cristiano lo llevarían mejor a ser asaeteado con las flechas lanzadas por sus mismos compañeros de milicia. El emperador Diocleciano acabaría renunciando a su trono imperial tiempo después del martirio de San Sebastián, llegando a ser el único gobernante romano que abdicase de su cargo, retirándose a las bellas y agrestes colinas de Dalmacia. La leyenda dorada -la que reflejaba la vida de los santos- había ideado el fin de San Sebastián por multitud de flechas hirientes. Unas flechas que no le producirían la muerte, luego de ser curado por unas mujeres cristianas y santas como Santa Irene. La iconografía del santo es muy conocida: su cuerpo desnudo acribillado por flechas en una grandiosa representación apoteósica. Sin embargo, el creador holandés Hendrick Ter Brugghen (1588-1629) compuso una imagen muy diferente de él. En su obra San Sebastián curado por Santa Irene, el pintor barroco llega a sorprendernos con una muy verosímil representación de su martirio.

Así de realista es la obra de Arte como fiel seguidor el pintor holandés del naturalista Caravaggio. En el Renacimiento se prefería mostrar mejor el torso desnudo del mártir romano y su fortaleza y desdén ante las flechas asesinas. Pero en este Barroco tan realista (fotográfico casi), el autor decide situar al santo abatido y macilento atendido por las firmes, serenas y asépticas figuras de dos santas laboriosas. Ni los colores ni los gestos ni el perfil de las figuras corresponden a los cánones de un modo de crear tan persuasivo o bello, ni tan grandioso o sugestivo como era este. Sin embargo, la maestría innovadora, original y audaz del artista barroco es muy elogiosa. A pesar de no existir un clásico equilibrio en la obra, la silueta diagonal del personaje principal contrasta con las otras figuras, ocultas aquí por la imagen del santo, que llena con ella todo el espacio compositivo del lienzo. Un perfil del rostro -casi sagital- hacia la izquierda del cuadro -la mujer del fondo-, llegará aquí hasta el perfil oblicuo de otro rostro -la siguiente mujer- que terminaría así con el perfil caído, vuelto a la derecha, del santo mártir romano más iconográfico. Ninguno se mira ahora aquí, ni sus miradas emocionarán nada en la percepción de la imagen sagrada. Muy realista es la obra en sus contornos, propia del naturalismo más caravaggista. Audaz en sus formas y en sus gestos, en su composición y en sus detalles, como el desanudamiento de las cuerdas que atan al árbol el brazo del santo martirizado; o como la mano de Irene sujetándole el pecho para tratar de impedir así la caída del cuerpo moribundo. El símbolo iconográfico más venerable -las flechas- seguirá siendo un elemento insalvable en la obra, lo cual no restará originalidad al conjunto ni desentonará un alarde tan realista.

La peculiaridad artística del pintor del Renacimiento Sandro Botticelli es muy reconocida en el Arte. En su obra La Madonna de la Eucaristía, también llamada la Virgen de las Espigas, muestra una mujer sagrada totalmente diferente a cualquier otra representación artística de la madre de Jesús. Su mirada no se dirige ahora hacia al niño sino hacia unas espigas que otro personaje -¿un ángel?- le ofrece satisfecho. La piedad materna de la iconografía es aquí superada por el gesto de mirar hacia otra cosa... Y este alarde fue realizado en el temprano año de 1470. La libertad creadora, la falta de prejuicios iconográficos o la total supremacía del Arte, fue una realidad histórica que solo pudo llevarse a cabo en aquellos años renacentistas. Algo no repetido después en el Arte religioso. Siglos después, cuando el pintor impresionista John Singer Sargent quiso introducirse en el mundo europeo del Arte, conocería al creador francés Paul Helleu (1858-1927), un pintor postimpresionista que había aprendido de los grandes artistas franceses del momento como hacer un impresionismo diferente. Como muestra de aprecio y agradecimiento, Sargent compuso un lienzo en homenaje a su amigo Helleu.

¿Cómo homenajear mejor a otro pintor que representándolo haciendo lo que mejor sabía hacer, pintando? El alarde fue pintarlo con lo que mejor sabía hacer el pintor Sargent, una imagen impresionista -no postimpresionista-, es decir, una imagen donde la escena general -la impresión- fuese lo más importante frente al detalle, el gesto o la esencia de lo más humano o destacable del retratado, lo que caracterizaba el estilo postimpresionista del retratado. Pero, ¿cómo hacerlo con una técnica impresionista si debía elogiar a su representado pintor postimpresionista? Paul Helleu había conocido a su mujer, Alice Guérin, cuando ésta fuera modelo suyo para un retrato. Desde entonces ambos habían compartido siempre Arte y vida. Y así es como Sargent retrataría a su colega: junto a su esposa, pero, ahora, sin mostrar el rostro de él siquiera, oculto tras su sombrero, reconocido solo aquí apenas por su barba. Pero, a cambio, retratando claramente el rostro de Alice, que no mira ahora a nada, sino a ninguna cosa definida, ni a su esposo ni a la obra ni a nada concreto en su mirada. Así, como el postimpresionismo llevará a cabo siempre expresándolo en una obra.

(Óleo de Hendrick Ter Brugghen, San Sebastián curado por Santa Irene, 1625, Allen Memorial Art Museum, Oberlin, EEUU; Lienzo La Madonna de la Eucaristía, 1470, Sandro Botticelli, Museo Isabella Stewart Gardner, Boston; Cuadro de John Singer Sargent, Paul Helleu bosqueja con su esposa, 1889, Museo Brooklyn, EEUU; Retrato de Alice Guérin, 1900, por Paul Helleu.)