7 de febrero de 2014

La imagen de seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron.



La identidad en el ser humano es el germen y el sentido de su existencia. Podemos tener un rostro y unos ademanes, pero si no tenemos identidad no somos nadie. De nada nos servirán los rasgos físicos entonces sino sólo para representar con ellos una vaga imagen inconsistente. Una imago. La mayoría de las veces los pintores retratan a sus modelos más cercanos, es decir, a personajes conocidos -existentes- por ellos en un fiel reflejo de lo que es realmente su fisonomía particular. Pero, entonces, ¿y la creación artística?, es decir, ¿y la auténtica composición originada desde la idealización de los contornos artísticos existente tan sólo ahora en la mente del creador? Porque es así como la obra de Arte únicamente cumplirá dos requisitos: desarrollar una admirable textura, una combinación de colores y perfiles que dé verosimilitud y personalidad humana al retratado por un lado, y, por otro, llevar a cabo una composición obtenida, una creación real, desde la más absoluta creación anterior inexistente. Es decir, realizar algo desde la nada, desde la nula existencia anterior, algo esto que determinará totalmente la esencia propia de lo que significa ser un creador.

El singular creador que fuera El Greco compuso su obra El caballero de la mano en el pecho en el año 1580. Para ese momento histórico la corte española alcanzaba su máximo esplendor de la mano de un poder político y militar no conocido desde el imperio romano. Así que ese caballero español, que aparece retratado en ese cuadro por el más insigne pintor de esa corte, no debía ser cualquiera o no ser nadie, tendría que ser alguien y alguien además muy importante. Sin embargo, el creador no titularía su obra más que con el descriptivo gesto de un caballero con la mano en su pecho. No le dio carta de naturaleza ni le dio ningún nombre, por lo tanto, ¿quién podía ser entonces el personaje retratado? Nadie; porque no constaba -ni consta- su verdadera existencia real con ese semblante. Los retratos pictóricos con ese cariz tan realista, tan inconfundibles -el rostro aquí es perfecto y definible-, no podrían ser, sin embargo, tan arbitrarios como para no titular al retratado con un nombre, en este caso la descripción nominal de la insigne imagen de un caballero importante. ¿Se dejaría retratar así un personaje de tan alta alcurnia como para no ser su vanidad satisfecha?

Algunos críticos han imaginado, sin embargo, quién podría haber sido ese retratado por El Greco. Desde Juan de Silva y Ribera, marqués de Montemayor, hasta el gran escritor Miguel de Cervantes, pasando también por un autorretrato del propio pintor cretense. Pero no hay certeza alguna de que sean esos reales personajes los modelos efectivos de ese cuadro. Y pienso, para mayor gloria del autor, que fue una creación desde la nada, desde la magnífica y elogiosa composición originada por la única mente inspirada y auténtica del creador. Aunque la duda existirá sobre si fue o no tomada de un modelo improvisado -que no fuese un caballero el representado-, los grandes genios no necesitarán ser fieles al reflejo real de un emisor de datos existente. Otros casos en el Arte hubieron que suscitaron también dudas en los retratados. Cuando en el año 1883 el pintor Iván Kramskói (1837-1887) decidiera fijar en un cuadro el retrato de una mujer rusa, pintaría a una orgullosa dama subida ahora en su coche de caballos. Ella podría haber sido, por ejemplo, Tatiana Rostova, o también una tal Ana Odintsova, o una moscovita llamada Katerina Ivánovna... Algunos hasta pensarían que reflejaba el altivo, por desvergonzado y descarado, rostro de la famosa y novelística Ana Karenina. Pero no, no es ninguna de ellas, o tal vez fueran todas. Porque en este caso la mayor grandeza de un creador es sublimar un gesto anónimo con la certeza de su instinto creativo para culminar la representación idónea de lo que con ella quiso simbolizar.

Fue el caso también del excelso pintor manierista Tiziano. Una vez el artista veneciano quiso pintar la Belleza, así que entonces la idealizaría, no la realizaría (enfrentando aquí ahora los conceptos ideal y real). ¿Qué mayor maestría artística que componerla desde la sutil forma con la que el creador fijaría ahora su idealización de Belleza? Tal vez, por eso mismo otros creadores no quisieron hacerlo. Pintar la Belleza supone mirarla antes para saber ahora qué es ella exactamente. Cuando no se sabe muy bien qué es -o cuál belleza elegir- habrá que buscarla entonces dentro de uno mismo para plasmarla luego en un lienzo artístico. Bien está que elegirla es ya un alarde a valorar en un pintor, pero, sin embargo, ¿no es aún mayor alarde componerla sólo desde los sentidos íntimos de lo que, para el creador artístico, sea la auténtica Belleza? Esto último es mucho más arriesgado, más valorado y bastante más creativo, sin duda. Porque para un pintor supone desnudar así por completo su íntimo sentido de lo que, para él, es la auténtica Belleza. Aunque también es expresar, con el motivo iconográfico representado que sea -social, filosófico, histórico o humano-, lo que el pintor desee ahora componer con su genuina creación más imaginativa. Pero lo que desde luego no llegaremos a descubrir jamás es si existieron o no esos seres retratados, originales o modelados, anónimamente así. Pero, ahora, haciendo un mínimo ejercicio filosófico existencial, ¿no hay mayor sentido de existencia que existir creado para siempre, aunque sin vida, frente a la cantidad inmensurable de individuos que hayan tenido alguna vez un rostro vivo, pero desconocido, en la ingente y derramada senda de lo vivido anónimamente y ya desaparecido desde el más temprano inicio de los tiempos?

(Óleo de El Greco, El caballero de la mano en el pecho, 1580, Museo del Prado; Obra del pintor Rembrandt, El noble eslavo, 1632, Metropolitan Museo de Arte, Nueva York; Cuadro Mujer desconocida, 1883, del pintor ruso Iván Kramskói; Óleo del pintor italiano Salvator Rosa, Retrato de hombre, 1640, Museo Hermitage, San Petersburgo; Imagen de la obra famosa de la serie de los niños llorones, Niño llorón, del pintor italiano Bruno Amadio, siglo XX; Óleo La bella, 1536, del pintor Tiziano, Palacio Pitti, Florencia; Obra contemporánea del pintor turco Remzi Tazkiran, Joven belleza turca, actual.)

2 comentarios:

Unknown dijo...

Si pintar un retrato, desde mi punto de vista, ya debe resultar complicado, supongo que el inventar unos rasgos, además de exaltar la creatividad del autor, nos deja con esa pequeña incertidumbre, que deja aflorar nuestra imaginación, permitiéndonos disfrutar en mayor grado con la obra.

Mi fantasía me dice que la hermosa dama es sin duda Ana Karenina.


Un saludo.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Un personaje también inventado. La creación, literaria, pictórica, cuando lo es verdaderamente, es Arte. Pero, lo es, además, cuando refleja sin sorpresas los múltiples rostros cotidianos que existen, y cruzarán, conocidos, los escenarios rutinarios de nuestra existencia.

Un abrazo agradecido.