2 de febrero de 2014

La diferencia entre deseo y placer es la misma que existe entre Arte y vida.



En el amor es sincronía, en el Arte es armonía y en la vida es hartazgo (satisfacción). Sin embargo, desearíamos, a cambio, que fuese armonía en el amor, sincronía en la vida y satisfacción (culminación absoluta del deseo) en el Arte. Pero es justo lo de antes: amor-sincronía; Arte-armonía; vida-hartazgo. Porque en el amor, por ejemplo, para que exista pasión compartida o para que dos seres alcancen su culminación emocional más amorosa, debería existir identidad de acción e igualdad de inspiración, y todo eso llevado a cabo en el mismo instante o momento vital en el que ambos amantes lo precisen. Y esto no es armonía sino sincronía, que es otra cosa diferente. La armonía no es algo tanto temporal como espacial o geométrico. También es virtual por el hecho de que es algo instantáneo a la vez que permanente. No es algo la armonía que requiera cosas de afuera de ella, alimentos del exterior para satisfacerse; no, se bastará de su interior y, por tanto, no necesitará cosas de fuera de ella lejos de las que posee dentro de sí misma. Es finita e infinita en todas sus partes. Por tanto, es el Arte lo que posee armonía. Por último, la vida es necesidad a satisfacer, necesitará siempre cosas de afuera de ella. Es hacer realmente, no desear hacer. Es requerir algo siempre para completar -satisfacer- una fuerte e inevitable comezón material, algo físico que se precisará para vivir. Algo que, final e inevitablemente, nos llevará al hartazgo.

El hastío después del placer satisfecho es una realidad, es el tedio vital que surge luego de que completemos una necesidad con su adecuada parte requerida -esa parte que encaje perfecta, que se ajuste a sus requerimientos, lo que será el placer-, y similar ésta a aquélla en todos sus elementos regeneradores. El deseo es otra cosa. Es justo lo que se da antes de ese proceso. Pero, sin embargo, cuando ese proceso -necesidad y satisfacción adecuada- es intelectual o espiritual, emocional más que físico, entonces puede producir en el ser otras consecuencias diferentes al placer. Y estas otras consecuencias serán o no parecidas a la vida en función de la cualidad del artificio que produzca la satisfacción. En el Arte -el artificio más glorioso- la armonía conseguirá una especial forma de percibir la belleza de las cosas antes de que ésta acabe por generar hastío. Por eso el Arte siempre preferirá el deseo al placer. Porque es el deseo, no su satisfacción, lo que perseguirá el Arte siempre. Es un deseo inacabable, permanente pero instantáneo por su único momento representado, porque no hay otro momento, tan sólo ése. Aquí el tiempo se sublimará. Es un deseo sin goce físico, es la necesidad sin hastío, es ahora -en el Arte- la vida sin final.

Cuando el pintor realista francés Jules Breton (1827-1906) quiso expresar el contraste de la realidad gris y desolada de la vida con la belleza de un instante, no supo mejor que representarlo en el momento preciso en el que una pareja campesina dirige ahora su mirada hacia la visión maravillosa de un deseo inasequible.  Y pintaría entonces su obra Arco iris en el cielo del año 1883. El paisaje que rodea la escena es tan tenebroso, tan oscuro y descorazonador que sólo la imagen del hermoso fenómeno atmosférico -el bello arco iris- es ahora el único sentido estético que para ellos -los personajes retratados- como para nosotros -los que vemos la obra-, inspirará una emoción permanente -a pesar de su efímera sensación-, un anhelante deseo vital poderoso y profundamente interior. Esta es la magia del maravilloso sortilegio que produce el Arte en quienes lo admiren deseosos. Un deseo que nunca acabará porque la cosa representada permanecerá para nosotros siempre. Algo absolutamente sin capacidad de ser consumido por el hartazgo ni por el tedio de la insatisfacción. Porque aquí no los hay ni los habrá. A cambio, tan sólo podemos -en el Arte- desear esa Belleza, nunca poseerla. Aunque, sin embargo, la desearemos por siempre, eternamente.

El pintor belga Gustave Wappers (1803-1874) fue un representante del más épico, literario e histórico romanticismo europeo del siglo XIX. En el año 1849 compuso su obra Boccaccio en la corte de la reina Juana de Nápoles. Aunque había nacido en Florencia, el poeta medieval Boccaccio marcha a Nápoles muy joven en el año 1331 para estudiar y promocionarse. Allí conoce a su amor de juventud, la bella esposa de un cortesano del reino de Nápoles -María de Aquino-, hija bastarda de la realeza napolitana de entonces -la dinastía francesa de Roberto de Anjou-. Ella, además de introducirle en la corte, le anima a dedicarse a la Literatura. Luego volvería Boccaccio a Florencia y allí escribiría su famosa obra maestra El Decamerón, unas páginas cargadas de historias inventadas llenas de pasión y deseos frustrados o liberalizadores. Años más tarde, muy mayor el poeta, regresa de nuevo a Nápoles donde ahora la reina Juana I es su gobernante. Pero ya no recordaría el poeta florentino para nada aquellos años pasados en su maravillosa, amorosa y libre juventud.

Sin embargo, el pintor belga crea su mal titulada obra anacrónica con el más inspirado, sugestivo, armonioso y literario romanticismo. Recrea entonces una escena medieval cargada de tintes estéticos decimonónicos. En una habitación napolitana dos bellas mujeres absortas escuchan las bellas palabras inventadas de las historias no reales del poeta. Es este preciso momento plasmado en la obra la representación sublime de un instante cargado ahora con el imaginado deseo más efusivo de sus personajes. Un deseo que el pintor decimonónico expresa con los perfiles románticos de una época anterior: la medieval e inocente del poeta florentino Boccaccio. Pero, lo que en verdad visualizaremos en la obra es el gesto del deseo, no el deseo en sí. Es decir, que ese mágico instante -tan inacabado como permanente en el lienzo- es el que el pintor reflejaría en su obra con los anhelos, aún por satisfacer, de sus dos personajes femeninos. Unos gestos expresados tanto en los ojos como en los oídos de las dos jóvenes napolitanas, ahora concentradas en la deseada historia aún no satisfecha del poeta. Porque no hay en la imagen, ni lo habrá, un final. No hay satisfacción, ni siquiera hay suspiro ni sorpresa, sólo la sensación artística de haber asido el deseo por su belleza.  Lo que es el Arte.

(Óleo del pintor realista francés Jules Breton, Arco iris en el cielo, 1883; Obra del pintor romántico belga Gustave Wappers, Boccaccio en la corte de la reina Juana de Nápoles, 1849, Real Museo de Bellas Artes de Bélgica.)

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