27 de febrero de 2014

El deseo inevitable más artístico, la pasión de los dioses o el engaño de Zeus.



La capacidad de los poetas de la mitología griega para relacionar sus intrincadas y enrevesadas leyendas fue magistral. Porque todo estaría relacionado con cosas vividas ya de antes, toda leyenda griega fue ocasionada por algo que sucedió en verdad mucho antes, aunque de otra manera, siendo así una cosmogonía genealógica muy bien urdida y con sus protagonistas totalmente entrelazados. Y con esa jerarquizada y mezclada estructura los dioses y los hombres acabarían también unidos: aquéllos engendrarían hijos de éstos que serían semidioses, unos seres que, a su vez, engendrarían otros hombres...  Pero en lo alto de la pirámide de su mundo mítico -reflejo del nuestro- existirían los grandes dioses del Olimpo. Ellos manejaban, condicionaban y alteraban la vida de los hombres. Una independiente ciudad griega de Asia Menor, Troya, obsesionaría una vez a los aqueos, los antiguos habitantes griegos de la Acaya, región helena ubicada al norte de la península del Peloponeso. A causa de ese desencuentro se desataría pronto la guerra. Y los griegos lucharían entre ellos -los aqueos contra los troyanos- para tratar de vencer unos a los otros. Pero todo eso no comenzaría solo por un deseo de poder o de gloria, no, comenzaría a causa de un famoso y artístico juicio mítico: el juicio de Paris. Comenzaría por las veleidades y bajezas propias de los dioses. La guerra de Troya fue ocasionada -¿mitológicamente solo?- por los celos de una diosa -Hera- cuando fuera rechazada por el joven Paris frente a la hermosa Afrodita.

Pero todavía había de suceder antes otra cosa que llevara a ese juicio. Fue en la celebración de la boda de los padres del gran héroe Aquiles: Peleo y Tetis. Al enlace de una diosa -la nereida Tetis era una divinidad marina- fueron invitados todos los dioses y diosas griegos. Excepto una diosa, Eris, la diosa de la discordia, que no fue invitada a la ceremonia. Su ofensa ocasionaría que se presentara en la boda con una manzana dorada y echarla al suelo con determinación, diciendo alto: ¡Que sea entregada la manzana a la mujer más bella! Al final tres diosas fueron seleccionadas: Atenea, Afrodita y Hera. Para decidir cuál de ellas era la más bella Zeus decidiría que  la eligiera Paris, un joven, mítico y troyano mortal. Y así comenzaría todo ese conflicto griego. Elegida Afrodita como la más bella, Hera sentiría una ofensa tal que juraría atormentar al troyano Paris con lo peor que pudiera: destruir su famosa y hermosa ciudad troyana. De ese modo comenzarían los dioses interviniendo en la vida de los hombres. Así comenzaría la guerra de Troya, con la hermosa excusa retórica del amor y el rapto de Helena. Y entonces los troyanos se defendieron con tanto valor y decisión que los aqueos se vieron impotentes para continuar luchando, perdidos ahora entre la duda de seguir o volverse por donde habían venido. Cuando la diosa Hera comprobó lo que pasaba sintió que toda aquella venganza acabaría en nada. Una cosa era provocar una guerra y otra diferente decidir su resultado: los dioses sólo pueden condicionar, no exactamente elegir un final. Pero para salvar las arbitrariedades o deseos de algunos dioses, Zeus trataría siempre de ser el centro de equilibrio, ser la justicia divina para ofrecer la mayor imparcialidad en las acciones de los hombres.

Que sólo la capacidad, la voluntad y el ardor ante la guerra fueran las únicas bazas para ganarla o perderla. Sin embargo Hera -Juno en la mitología romana- no podía dejar que los aqueos no vencieran. ¿Qué hacer entonces? La única forma era inhabilitar a Zeus el tiempo preciso para que los troyanos perdieran. Pero, sin embargo, éstos estaban muy decididos en defender sus costumbres, su ciudad y su destino. Los aqueos habían sido llevados a Troya por la ambición de un solo hombre, Agamenón, y estas solas cuestiones mundanas no armarían tanto el corazón y los deseos de los griegos. Esta sutil diferencia estaría haciendo que los troyanos vencieran ante la falta de moral necesaria de los aqueos, que luchaban lejos de su patria tan sólo por conquistar otro reino. Esto fue lo que la diosa Hera consiguiera cambiar venciendo a Zeus, a su dios-esposo justiciero, en una de las seducciones legendarias más famosas, hábiles y olímpicas de la Mitología. Así lo relata Homero en La Ilíada en su libro XIV.  Antes hay que aclarar que el fogoso e infiel Zeus sólo se dejaría seducir por los amables adornos de una belleza distinta.  Que Hera dejaría de ser aquella esposa zalamera y deseosa cuando ella viera cómo la engañaba con otras. Así que Hera decidió, en una de las más hábiles formas de seducción, transformarse en una muy deseada mujer, tanto como lo fuese antes o tanto como a Zeus le agradase ahora. Pero, sobre todo, tanto como necesitara hacerlo para conseguir su objetivo inconfesable. Primero debía embellecerse exageradamente, para esto necesitaría antes retirarse lo bastante de él como para no ser descubierta. Realizaría su primer engaño con la mentira de que se marcharía para ver a otros dioses. Porque debía ser ahora la sorpresa y lo inesperado para que consiguiera ella una eficaz seducción. De este modo cuando regresa embellecida el gran dios ve realmente a otra mujer, no a ella. Para ese momento Zeus no podría ya dejar de desearla y obtenerla.

Hera aturdirá a Zeus del todo, incluso lo duerme con la ayuda de Hipnos -el dios del sueño- después de una desaforada escena pasional. Y es de esa apasionada forma, con el más artístico de los deseos representados en un cuadro, como el desconocido pintor irlandés James Barry (1741-1806) llevaría a un lienzo la tórrida divina escena mitológica de dos dioses. Una escena con el momento de deseo más intenso donde los dos amantes se miran en un alarde de pasión indescriptible. Hera y Zeus se encuentran en la isla de Creta en lo alto del monte Ida. Están cercados ahora por unas nubes blanquecinas que, como sábanas de un tálamo, acogerán a los amantes en una emoción voluptuosa. Y el pintor romántico consigue una de las obras más inspiradoras de deseo de toda la historia del Arte. Apenas se abrazan ahora, son solo ahora sus dedos, solo sus dedos, los que ahora solo se tocan. Pero es sobre todo la mirada, una mirada perfecta y enfrentada de pasión desaforada, lo que de ellos más se observa. Tan cercanas están aquí sus pupilas distintas que arden sus pestañas en la más electrizante emoción.  Al final conseguirá Hera su propósito. Zeus dejará de estar despierto el tiempo suficiente como para que los aqueos cambien su destino. Otros dioses más parciales o favorables a los aqueos -como Poseidón, el hermano de Hera- aprovecharon el desgobierno divino para favorecerlos. Animarán a los griegos para que vuelvan a sentir aquella fuerza que habían dejado antes. Los reyes aqueos heridos vuelven a luchar ahora con más ahínco. Así cambiaron las cosas y los troyanos terminaron vencidos. Fue el éxito de una seducción. Y el momento más decisivo de la misma lo plasmaría el pintor irlandés en su obra Juno y Zeus en el monte Ida. Aquí se ve el engaño convertido en una conmoción pasional de dos seres aturdidos por un deseo poderoso. Es lo que el creador deseaba hacer ver en su obra: que la impostura del deseo es siempre menos poderosa que el deseo en sí mismo. Y que este último -el deseo inevitable- acabará siempre por vencer la falsedad más artificiosa ideada, convirtiendo así cualquier ardid taimado en una virtual realidad ineludible de lo que antes apenas se quisiera.

(Óleo Juno y Zeus en el monte Ida, c. 1790, del pintor irlandés James Barry, Museo Sheffield, Inglaterra; Lienzo del pintor francés François-Xabier Fabre, El Juicio de Paris, 1808, Francia.)

25 de febrero de 2014

El poder de la creación barroca: cuando su composición consigue resaltar lo que dice y como lo dice.



Los teóricos del Renacimiento, como Leon Battista Alberti (1404-1472), decían que una representación pictórica ideal no debía exceder de nueve personajes. Han habido grandes obras maestras del Arte que los han excedido, pero, sin embargo, hemos de reconocer que aquellas que manifiestan lo mismo con menos son mejores creaciones. Además, si componen una escenificación dinámica y teatral, son  personajes creíbles o argumentados, y están posicionados en un alarde de escenificación eficaz, hay que reconocer entonces que la obra El juicio de Salomón, del pintor José de Ribera, es una extraordinaria creación artística barroca. Una curiosidad de la obra es que no fue asignada al pintor Ribera sino hasta apenas hace doce años, en el año 2002. Se llevaría casi cuatrocientos años catalogada como del Maestro del Juicio de Salomón, indicando así la identidad desconocida del pintor. El primer pintor naturalista que hiciera del Barroco una forma de expresión natural con rasgos de autenticidad, crudeza y sencillez lo fue el maestro italiano Caravaggio. Pero el español José de Ribera (1591-1652) consiguió ser un avezado seguidor de ese Arte. Es cierto que Ribera ha pasado más a la historia por su tenebrismo, un oscurantismo excesivo y tendencioso en sus obras; sin embargo, su etapa de juventud en Roma -de la que es esta obra- fue menos tenebrista y más naturalista, más caravaggista que en su periodo de madurez.

Es un hábil círculo el que forman ahora los personajes en su obra. Lo comienza la madre interesada, falaz o despiadada; lo sigue Salomón, el sabio rey hebreo, aquí desconocido por su aspecto nada majestuoso ni divino, representado como un hombre vulgar vestido burdamente, ni excelso ni hierático, con un gesto hosco -nada sabio- propio de hombres mediocres o estultos. Continúa el círculo artístico con la madre virtuosa, un ser que no desea que dividan al niño. En la escenificación trata ahora -su figura retratada-, sin tocar a nadie, que las manos insensibles del sirviente no asesinen al bebé, su propio hijo cuestionado. Son sus brazos quienes delimitan la escena dramática y enlazan una magna sabiduría -la de Salomón- con la ejecución criminal ciega y decidida del sirviente patibulario. Cierran este círculo artístico los espectadores: que observan, discuten o piensan sobre el acto jurídico representado. En medio de todo ese círculo grandioso se sitúa, exánime, el otro bebé muerto, tendido y solitario, causa de la cruel, despiadada y egoísta disputa.

Otros creadores habían reflejado la salomónica escena tan inhumana. Todos excelentes lienzos, todos grandes pintores, pero sólo el lienzo de Ribera consigue una cosa diferente y clarificadora estéticamente: destacar lo importante sin resaltar (sin añadir ni decorar) otra cosa distinta a la de los propios personajes. Por esto el Barroco es sobre todo escenificación genuina, es decir, auténtica recreación dinámica sin adornos de belleza, como sí los tiene, a cambio, el Neoclasicismo, el Arte tan fatuo realizado más de un siglo después. Pero, también sin exceso de drama, como más tarde el Romanticismo desgarrador trajese al Arte. Aquí el Barroco más barroco lo obtiene Ribera solo con la sencillez del suceso y la claridad de la imagen fatídica o proverbial de los personajes. Una semblanza artística que llega a todas las mentes y comprenden todos los ojos. Pero sin tener esos ojos ahora mucho que mirar para entenderlo. Nadie puede dudar aquí, ni distraerse, ni perderse, entre los profundos mensajes de lo artístico, algo más propio de otros estilos diferentes más sofisticados. Porque esta extraordinaria composición barroca hace equilibrar, magistralmente, lo sencillo del mensaje estético con la forma grandiosa de cómo decirlo.

(Óleo del pintor español José de Ribera, El juicio de Salomón, 1610, Galería Borghese, Roma; Cuadro El juicio de Salomón, 1665, Luca Giordano, Museo Thyssen, Madrid; Obra del pintor del Barroco francés Valentín de Boulogne, El juicio de Salomón, 1625, Museo del Louvre; Óleo El Juicio de Salomón, 1649, Nicolás Poussin, Museo del Louvre; Lienzo del genial Rubens, El juicio de Salomón, 1617, Museo de Kunst, Copenhague.)

22 de febrero de 2014

Un naufragio artístico salvado entonces por la impenitente ansia tan humana de copiar.



Cuando las cosas naufragan dejarán de ser aunque sigan existiendo. Entonces vagarán por el limbo jurídico de lo impreciso o de lo indelimitado, de lo imposible, de lo insensato o de lo desaparecido sin final. De ese modo las obras de Arte creadas antes de un naufragio dejan de serlo después, incluso como si no hubiesen existido nunca. Salvo que algún día las cosas hundidas dejen de estarlo. Porque en determinadas circunstancias la tecnología permitirá recuperar del inframundo abisal de los naufragios parte de lo perecido en el pasado. Pero, ¿y antes, cuando los mares vencían con su magnitud la voluntad de los hombres de recuperar lo perdido? Por eso las obras de Arte -objetos que sólo existieron si existen aún- nunca se catalogaban después de los desastres irreversibles -no en el caso de los robos, que sí pueden ser reversibles- como objetos con algún sentido real, con un pasado, con una entidad o con un recuerdo. Sencillamente dejaban de existir y, por tanto -en el Arte-, como si nunca hubieran existido. Uno de los períodos artísticos más exitosos en la historia de Holanda fue el comprendido desde sus inicios como país hasta la invasión francesa del año 1672. Fue el momento conocido como el Siglo de Oro de la pintura holandesa.

En esos años Holanda conseguiría una sociedad tan próspera y liberal que los pintores proliferaron mucho. Tanto la economía -fueron los más activos comerciantes- como la religión -el calvinismo cambiaría las costumbres- condicionaron un tipo de hacer pintura y Arte. Ahora las escenas dejaban de ser religiosas o mitológicas para transformarse en realistas escenas cotidianas, en un reflejo de las costumbres ordinarias en los interiores de los hogares.  Esas obras abundaban y eran adquiridas no solo por ricos o pudientes, sino por cualquier persona -artesana o comerciante- que quisiese adornar las paredes de su casa con ese Arte. La calidad, sin embargo, desmerecería mucho los valores estéticos entre la abundancia de obras y temáticas -cosas vulgares y simples- de sus creaciones artísticas. Así que algunos creadores -de la escuela holandesa de Leiden, por ejemplo- comenzaron a afinar más sus trazos de estilo para hacer de sus obras ahora unas elaboradas composiciones aunque se trataran de escenas cotidianas o de costumbres tan vulgares y corrientes.

En la escuela holandesa de Leiden proliferaron algunos artistas, pero sólo unos pocos llegarían a merecer el elogio con los años. Algunos muy conocidos -como el gran Rembrandt-, pero la mayoría no lo fueron tanto. Sin embargo, sí destacaron otros pintores que no fueron tan valorados en su época y pasado el tiempo los grandes compradores de Arte -las cortes europeas- volvieran sus ojos a esas sencillas -por su temática- y tan originales obras de Arte holandesas. Uno de aquellos creadores lo fue el pintor barroco Derrit Dou (1613-1675), también conocido como Gerard Dou en el resto de Europa. Sobre el año 1648 compone un tríptico no religioso, una estructura más habitual en obras religiosas de países europeos más devotos -Italia, España o Francia-. Pero ahora llegaría a reflejar su creación algo más intimista, sugerente y humanista para el momento. Desarrollada no tanto para adoctrinar, extasiar o iluminar, sino más bien para asombrar, estimular, maravillar o educar bellamente.

Así fue como su obra Alegoría de la educación artística sorprendió entonces por su elaborada técnica del claroscuro o por la manera en que componía diferentes formas de educar un tipo de arte -en este caso artesanas actividades- con otras no menos carentes de habilidad. Pero esta magnífica obra de Gerard Dou no la veremos nunca -al menos por ahora- en el mundo. Lo que ahora vemos no lo realizó él, aunque sí compuso la original de antes, perdida ahora o inexistente para el mundo. Esta que vemos fue copiada de la suya por un pintor alemán afincado en Amsterdam, Willem Joseph Laquy (1738-1798), que la pintaría con toda seguridad antes del fatídico verano de 1771. El tríptico de Dou adquiriría tanta fama entonces -mediados del siglo XVIII- que los más poderosos compradores europeos quisieron hacerse con la obra. La amante del rey francés Luis XV, la marquesa de Pompadour, quiso regalársela al monarca galo febrilmente. Pero ignoraba ella que todavía había otra gran mujer -mucho más grande- que deseaba la obra apasionadamente. La emperatriz de Rusia Catalina II anhelaría el tríptico de Gerard Dou quizá con mayor ahínco. Esta zarina rusa se caracterizó por ser una de las mujeres más ilustradas de ese siglo y no podía dejar pasar la oportunidad de poseer una de las obras más emblemáticas de la época.

Así que cuando se celebró una subasta en Holanda en julio de 1771, el Tríptico de Dou se llegaría a cotizar por unos 14.000 florines de entonces, una cantidad que abonaría Catalina II por su deseada obra del maestro Dou. Los holandeses organizaron entonces el traslado de la obra a Rusia. El cargamento del buque fletado incluía otras creaciones y otros objetos artísticos de gran valor, y la carga, al parecer bien embalada y protegida, embarcaría en Amsterdam con destino a San Petersburgo en septiembre de ese año. Pero, sin embargo nunca su contenido llegaría a Rusia ni a ninguna otra parte. El buque holandés, el Lady María -Frau Maria o Vrouw Maria-, naufragaría a unos doce kilómetros al sudeste de la isla de Jurmo en el mar Báltico, hoy una isla de Finlandia pero por entonces territorio de Suecia. Y el Museo Nacional de Amsterdam, el Rijksmuseum -aperturado a comienzos del siglo XIX-, quiso poseer el recuerdo de aquel tríptico como de otras obras de Arte desaparecidas entonces. Todas copias de obras originales desaparecidas en aquel naufragio. Así es como hoy aparecen expuestas sus copias en ese importante museo holandés. Pero ahora con la leyenda titulada del famoso apelativo que suele añadirse a las obras que han sido copiadas: después de... La obra holandesa aquí mostrada es: Alegoría de la educación artística después de Gerard Dou del pintor Willen Joseph Laquy. Existe una obra en ese mismo museo de otro cuadro que naufragó también en aquel accidente, en este caso de otro famoso pintor holandés, Gerard Ter Borch (1617-1681). Este otro lienzo se copiaría sobre el año 1728 por un autor desconocido y se titularía en el museo de Amsterdam como Joven con perro después de Gerard Ter Borch (aunque en algunos lugares ni siquiera se especifica el después de, lo que lleva a una confusión histórica).

De aquel naufragio y de esas obras originales no se volvió a saber nada hasta el año 1999, cuando el buzo y buscador de pecios finlandés Rauno Koivusaari hallara los restos hundidos de aquel famoso velero. Así que ahora la inexistencia, de pronto, acabará por devolver a la realidad de lo inesperado aquellos objetos maravillosos, obras de Arte que un día dejaron de ser. Ahora los holandeses, los fineses, los suecos y, por supuesto, los rusos, desearán eliminar más de doscientos años de golpe para volver a aquellos años de 1771 (aunque menos a Finlandia le interese atrasar el tiempo, hay que tener en cuenta que no hace ni cien años que Finlandia existe como país). Al parecer los cuadros fueron envueltos en estuches de piel de arce y colocados en vasijas de plomo cubiertas con cera. De ser todo eso así es muy posible que el tiempo y el agua no hayan deteriorado mucho aquellas maravillosas -y ahora reexistentes- obras del Arte holandés.

(Tríptico Alegoría de la educación artística, después de Gerard Dou, realizado entre 1760-1771 por Willem Joseph Laquy, -sin embargo, la obra original fue realizada ya por el pintor del barroco holandés -de la escuela de Leiden- Gerard Dou sobre 1648, desaparecida en el naufragio del Frau Maria en octubre de 1771-, Rijksmuseum, Amsterdam; Óleo La villa a orillas del río después de Jan van Goyen -pintor holandés del barroco, 1596-1656-, obra realizada por su compatriota y coetáneo Jan van der Heyden, 1637-1712, antes de 1712, aunque el original relacionado en la aduana holandesa de 1771 aparece esta obra como del maestro Jan van Goyen, perdida en el naufragio del Frau Maria en 1771, Rijksmuseum, Amsterdam; Pintura desaparecida también en este naufragio, Joven con perro después de Gerard Ter Borch -pintor holandés del barroco, 1617-1681-, realizada por autor desconocido antes de 1771, Rijksmuseum de Amsterdam, Holanda.)



19 de febrero de 2014

Cuando también el Arte desaparece poco a poco como aquel que fenece bajo la sombría historia.



A mediados del siglo XV el Renacimiento había llevado al arte de construir palacios bellas formas con la revolucionaria y pujante arquitectura de Florencia. Plantas rectangulares y definidas, pequeños arcos de ventanas decoradas, paredes macizas, casi rústicas, con curiosos y estéticos sillares almohadillados, algo muy costoso de hacer por entonces. Así fue como el Ducado de Medinaceli construiría, en la villa guadalajareña de Cogolludo, su renacentista palacio ducal a finales del siglo XV. Una fachada extraordinaria se elevaba entonces por entre las rudas laderas castellanas según los principios clásicos de la época. Según esos principios, la belleza arquitectónica debía disponer de un cierto orden y una cierta unión dentro del organismo del que forman parte, conforme a una definida delimitación y a una colocación de todo de acuerdo con un número determinado de cosas, tal y como lo exige la armonía de la belleza. De esa forma, la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo se dividiría en dos partes iguales desde su mismo centro. A cada lado se situarían tres ventanas geminadas con el escudo nobiliario inscrito entre sus tímpanos. Esas ventanas, divididas por una pequeña columna de mármol, estaban diseñadas con pequeños arcos trilobulados decorados todavía con los elementos góticos de antes (las llamadas cardinas decorativas vegetales). También con sus grandiosos relieves superiores formando un arco conopial que enlazaba con el florón final que lo apuntara. Así que toda esa decoración mostraba aún trazas de un gótico agonizante frente al conjunto arquitectónico propio del triunfante, armonioso y espectacular Renacimiento.

El palacio de Cogolludo se construyó a finales del año 1492 cuando el reino de Castilla y León había alcanzado su máximo esplendor político. Luis de la Cerda (1442-1501) fue el V conde de Medinaceli, título castellano que le sería otorgado a uno de sus antepasados en el año 1368, un noble francés que se uniría en matrimonio con una descendiente de un malogrado infante de Castilla (el infausto Fernando, primogénito fallecido del rey Alfonso X). Un día cualquiera de un siglo después, cuando el rey Enrique IV de Castilla deseara reconocer como heredera a su hija Juana -frente a su hermanastra Isabel la futura reina Católica-, ese conde castellano, demostrando gran valor, se negaría a reconocer a Juana por las dudas sobre su legitimidad. Ante aquel gesto valiente y decidido la futura reina Isabel le otorgaría el ducado de Medinaceli, siendo el primero de su familia en ostentarlo. Fue este duque quien quiso construir el palacio en Cogolludo siguiendo el Renacimiento inspirado ya en Italia. Era nieto del marqués de Santillana -cultivado poeta castellano enamorado del arte clásico-, descendiente de la familia Mendoza y sobrino del famoso cardenal Mendoza. Los Mendoza fueron los primeros que importaron a España el gusto renacentista. En Florencia existían palacios con estas características: fachadas de sillares almohadillados, patio interior de galerías ajardinadas, jardín elevado, espacio anexo para servicios, caballerizas, capilla y dependencias propias del palacio. Tan maravilloso alojamiento suntuario fue aquel palacio de Cogolludo que el propio duque acabaría residiendo en él sus últimos años.

Cuentan las crónicas que en el año 1502 los príncipes de Castilla y Aragón, Juana y Felipe de Habsburgo, visitaron Guadalajara en su primer viaje a España desde Flandes. En otros palacios de la familia Mendoza -duques del Infantado- estuvieron alojados varias noches, pero quisieron visitar entonces el palacio de Cogolludo del que habían oído hablar de sus bellezas artísticas renacentistas. El propio chambelán flamenco del archiduque Felipe escribiría sobre este palacio: Vale siete veces cualquiera de los nuestros; es el más rico alojamiento que hay en España. Así de impresionante debía ser la maravillosa visión de aquella hermosa fachada, de sus patios, de sus galerías ajardinadas o de sus ornamentos interiores. Porque toda aquella decoración del palacio fue de estilo renacentista, pero también del estilo gótico y mudéjar. La construcción y la decoración superaban con mucho -decían las crónicas- cualquier otra edificación flamenca o castellana construida por entonces. Pero, sin embargo, toda esa maravilla del arte renacentista castellano acabaría malograda a principios del siglo XVIII. De toda aquella exquisita magnificencia decorativa, de sus artesonados, azulejería, yeserías y grandeza, sólo quedarían la estructura de su fachada y poco más. El resto moriría; acabaría como toda aquella grandeza hispana de entonces, como toda aquella gran historia gloriosa que alguna vez existiera. El último miembro de la familia de la Cerda que ostentaría el ducado fue don Luis Francisco de la Cerda y Aragón (1660-1711), IX duque de Medinaceli. Con él finalizaría la gloria del palacio castellano, fueron los años de la decadencia española de finales del siglo XVII, cuando la descendencia maldita de los reyes españoles de la dinastía austríaca acabaría por hacer estallar el reino frente a las ambiciones de otros grandes poderes europeos. Al morir sin descendencia el rey Carlos II en el año 1700, la monarquía hispánica no pudo más que hacer uso de un real testamento que otorgaba la sucesión del trono español al más poderoso reino europeo de entonces, a Francia.

Con esa decisión se precipitaría entonces una guerra, una dolorosa escisión del reino, pérdidas territoriales, y, luego, la decadencia malograda más absoluta y definitiva. Así entraría España en su postrer enfisema. Muchos nobles apoyaron la decisión real y otros aceptaron a regañadientes la influencia francesa. Pero, aunque Luis Francisco de la Cerda aceptase inicialmente al joven Felipe de Anjou -el rey español de origen francés Felipe V-, luego opinaría el duque de Medinaceli sin reservas que la excesiva influencia francesa de la corte no sería buena para España. El caso fue que, como su valeroso antepasado ya lo hiciera, no rehusó dar su opinión en unos graves hechos ocurridos por entonces en Flandes -los intereses inconfesables de ambición territorial de Francia-, ni ocultarlo ante el nuevo monarca claramente. Así que ahora el rey Felipe V -el primer rey Borbón de España- lo mandaría encarcelar por traición en el Alcazar de Segovia en el año 1710, falleciendo en el castillo de Pamplona al año siguiente el duque y su legado. Sus dos únicos hijos tenidos en dos matrimonios diferentes fallecieron antes que él. Así que el ducado de Medinaceli pasaría a uno de sus sobrinos, el cual nunca quiso residir en un palacio tan antiguo, alejado y decadente. Con su abandono de Cogolludo la población guadalajareña entraría en una completa decadencia, tanta como aquella misma que su reino habría comenzado a padecer.

Pero tiempo antes de suceder todo eso, en el año 1684, el pintor flamenco Jacob-Ferdinand Voet (1639-1689) pintaría al joven IX duque de Medinaceli en un retrato de salón en otro de sus palacios. En esta extraordinaria -y premonitoria- pintura barroca se vislumbraría ya la atmósfera decadente que el autor flamenco insinuara aún levemente en su obra. Al ser un pintor extranjero no se puede evitar pensar la audacia, suspicacia y brillantez que anticipara tener el creador ante su singular personaje retratado. Porque en esos años se comenzaría a identificar España más con su gloria pasada que con su incierto porvenir, pero, sin embargo, nadie se atrevería por entonces siquiera a mencionar o expresar algo parecido. Y en este curioso retrato barroco subyace veladamente esa sutil sensación decadentista, una sensación crítica que solo algunos extranjeros -en este caso artistas como Voet- podían acaso percibir, comprender y atreverse a expresar así en un lienzo. Pintaría por entonces Voet el retrato del duque en un escenario desolado, casi declinante, sin demasiada luz o con una palidez inquietante en su decadente lienzo barroco. Hasta una columna del fondo aparece ahora oscurecida, tenebrosamente incluso, donde parte de la misma está cubierta por una cortina encarnada, simbolizando un estremecido, sangriento y desalentado porvenir. Además observaremos la visión parcial a la izquierda de la obra de un balcón entreabierto, desnudo y sin brillo, mostrando un mar ahora reducido con unos cuantos buques atracados, muy pocos y deslucidos, casi nada enarbolados y algo escorados incluso. Reflejando así el pintor, vagamente, la por entonces terrible realidad de un poder disminuido. Y con la imagen solitaria sobre la mesa de la estancia de un antiguo casco emplumado de armadura, un símbolo deslavazado del poder imperial que España una vez fuese en el mundo, de lo que sólo fuese una vez y dejaría ya de ser entonces. Y el semblante hosco, casi entristecido, de un noble retratado con aspecto inseguro, indolente, rígido o más sorprendido que sus grandiosos antepasados de antes. Con una apostura sin fuerza, desposeída de la gracia o de la finura de un esplendor ya perdido. Y con su vestimenta ridícula, desproporcionada, decadente, muy poco a la moda, menos avanzada o menos florecida.

(Óleo Barroco del pintor flamenco Jacob Ferdinand Voet, Retrato de Luis Francisco de la Cerda, 1684, Museo del Prado; Fotografía de mediados del siglo XIX realizada por el francés Jean Laurent, Palacio de Cogolludo, entonces transformado en una fonda o posada decadente; Imagen fotográfica actual de la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo, Cogolludo, Guadalajara, España; Fotografía del palacio renacentista Medici Riccardi, siglo XV, Florencia, Italia; Fotografía del palacio renancentista Strozzi, siglo XV-XVI, Florencia.)

17 de febrero de 2014

Y el Arte, ¿prometerá ayudar a conocer lo que el mundo mantiene oculto en sus entrañas?



¿Qué buscaremos para satisfacer el deseo más inconsistente?, es decir, ¿qué haremos para colmar el deseo del que ignoramos la causa del por qué lo deseamos? Porque algo deseamos que no buscaremos realmente, o, también, que no sabremos aún que lo deseamos... ¿Qué cosa nos lo puede aclarar? En lo básico o en lo biológico -el ADN de nuestra genética- tenemos una subordinación inevitable: estamos determinados por nuestros genes más de lo que creemos. Pero, cuando vayamos avanzando en los deseos, en la sofisticación de los deseos, ¿cuál es entonces la causa de que algo nos subyugue inevitablemente? El conocimiento siempre ha sido venerado como un ejemplo de lo más deseado por el hombre. Porque es con el conocimiento con lo único que podemos llegar a saber qué es lo que hay más allá de lo que vemos ante nosotros. Y, así, por ejemplo, en su inmortal obra literaria Fausto, escribiría el gran poeta alemán Goethe lo siguiente: Me he dedicado entonces a la magia, a ver si por palabra y poderío del espíritu entiendo algún misterio; a ver si ya no tengo que decir, con amargo sudor, lo que no sé; a ver si a saber llego lo que el mundo contiene reunido en sus entrañas

Pero no, todavía no, no puede ahora Fausto más que empeñar su alma ante ese trance incierto. Si quiere conseguir lo más anhelado o deseado por él debe a cambio ahora su palabra. Sin embargo, él desea antes poder comprobarlo. Pero esto es algo imposible para los seres humanos, nunca sabremos, con anterioridad a conocerlo, lo que ahora deseamos, lo que más deseamos. Así que sólo responde afirmativamente a la petición de Mefistófeles -el acreedor endiablado- cuando no pueda Fausto soportar más, después de conocerla, la nueva e irrefrenable pasión de su deseo. Es cuando a lo largo de las cosas maravillosas -los instantes prodigiosos- que le presente aquél ante sus ojos, una sola de ellas llegue verdaderamente a doblegar ahora todo su deseo. Y, sólo entonces le dirá Fausto a Mefistófeles: Si llegase a decirle a ese solo instante que me presentas: ¡detente, eres tan bello!, podrás entonces ya cargarme de cadenas...  ¿Qué cosa podría llegar a reunir esa característica maravillosa en un solo momento? La belleza de las cosas es muy cierto que no sólo el Arte las contiene. Pero, por ejemplo, el conocimiento obliga al sujeto anheloso a seguir avanzando sin parar, hasta llegar a lo último o más fascinante por saber. Y esto es en sí mismo una gran paradoja: no lo contiene todo ese conocimiento, no puede dilucidarlo todo en un sólo momento. Siempre existirán instantes subsiguientes, momentos que, concatenados, justifiquen una parte más, cada vez más, de toda aquella belleza por descubrir.

No es entonces un único instante de Belleza, de una única belleza justificada por sí sola, sin otra cosa ni otra explicación posterior que la sostenga sino hasta ese final imposible. Pero esto, sin embargo, tan sólo el Arte es capaz de conseguirlo. Sólo el Arte puede compendiar todo en un único momento o instante de belleza. No hay otra cosa parecida en el mundo. Con la representación artística y simbólica que ofrece el Arte, la Belleza está concentrada ahora y siempre entre las cuatro aristas de la creación artística, algo que representa así todas las consecuencias y todas las causas de un único sentido comprendido en ella. Y es entonces cuando el Arte se transforma ahora en un generoso Mefistófeles. Es decir, en lo único que pueda ofrecernos, efímeramente, esa bella cosa poderosa. Y es así como todos los espíritus anhelantes o desprevenidos ante la tirana belleza sentirán ese instante faústico, ese que, por fin, será percibido y comprendido para siempre. Pero sólo es perceptible ese instante cuando algo especial o muy necesitado nos acucie mucho, cuando la belleza del momento exceda los sentidos humanos, atrofiados e incapaces, antes tan solo falsamente satisfechos. Es decir, cuando el ser que percibe se detenga ahora, involuntario, ante la luz poderosa de un impacto de belleza. Y, así, clarividente, admirado y lúcido por ello, consiga salvar la distancia que medie entre un deseo y su oculta causa poderosa.

El compositor francés Charles Gounod (1818-1893) crearía su ópera Fausto en el año 1859. De esta obra musical el pianista español Juan Bautista Pujol (1835-1898) conseguiría interpretar su propia inspirada pieza modernista, Fantasía sobre Fausto. En una ocasión el pianista tocaría su música en el salón de un pintor catalán -Sans Cabot- ante otros artistas -poetas y pintores- embelesados de sutil belleza. Entonces llegaría a inspirarle ese momento de belleza al pintor Mariano Fortuny y Marsal (1838-1874). El pintor catalán compuso entonces el lienzo Fantasía sobre Fausto, creando con su obra, anticipadamente modernista, la atmósfera mágica y etérea donde la realidad se funde con el sueño. Un espacio de la obra es un universo indeterminado, donde Mefistófeles y Fausto caminan acompañados de sus objetos amorosos, Marta y Margarita. En otra obra modernista el pintor español Luis Ricardo Falero (1851-1896) compuso su propia alegoría de aquella visión que Fausto tuviera de su deseo. Todo un gran atrevimiento para la época esa visión donde la fantasía más deseosa fuese representada por unas desnudas y voluptuosas imágenes femeninas, idealizadas ahora, sin embargo, como un lienzo alegórico de belleza. 

(Óleo Fantasía sobre Fausto, 1866, del pintor Mariano Fortuny y Marsal, Museo del Prado; Cuadro del pintor Luis Ricardo Falero, Visión de Fausto, 1880; Lienzo del pintor James Tissot, Fausto y Margarita en el jardín, 1861, Museo de Orsay, París.)

13 de febrero de 2014

La interpretación más subjetiva o la diferencia entre lo que fue inspirado y lo inspirase.



La génesis de las emociones más revolucionarias no fueron ocasionadas por una necesidad íntima de crear obras inmortales, ni por la necesidad de una introspección poética de lo más inspiradora. Fueron ocasionadas, curiosamente, por la prosaica falta de entidad nacional de algunos pueblos, es decir, por un sentido entonces -finales del siglo XVIII- más político que personal o más demagógico que intimista. El Romanticismo fue un impulso cultural que algunos europeos de hace doscientos años encontraron para desarrollar y expresar su evidente necesidad de país, de entidad cultural o identidad nacional. A principios del siglo XVII Alemania no existía más que como un conglomerado de pequeños reinos bajo el amparo del Sacro imperio romano germánico. Porque la larga guerra político-religiosa de los Treinta años (1618-1648) acabaría entonces con la promesa de una identidad nacional y cultural germana. El imperio sacro germánico se debilitaría entonces y se fortalecerían a cambio los principados, lo cual no hizo más que transformar una cierta entidad alemana en una frágil amalgama de meros fragmentos políticos separados. Aquellos años posteriores a la guerra fueron, sin embargo, de un gran desarrollo cultural europeo, entre los años 1650 y 1690, pero sería Francia quien ganaría la batalla de la cultura, de la sociedad y del refinamiento.

Así que los alemanes dejaron por entonces de mirar hacia afuera y se refugiaron en sí mismos. La retórica, el teatro, la literatura o las grandes obras de la pintura, es decir toda la cultura alemana, fue obturada o frenada de alguna forma por la gran cultura francesa imperante. Y, entonces, ¿qué hacer para sobrevivir culturalmente? Los alemanes se refugiaron en la sensibilidad de la música más que en otra actividad cultural. Por eso fue en este arte -la música- donde los germanos dieron grandes maestros. Aquella guerra de Los Treinta años fue tan dramática para las regiones del Rin que los alemanes se hicieron pesimistas y se volvieron más introspectivos. Así que el Romanticismo alemán fue entonces el inicio de una reforma emocional y cultural que hizo del hombre un ser reivindicativo más social que individualmente. Hasta llegar el Romanticismo, alrededor del año 1770, los alemanes no alcanzarían a tener una cultura tan sublime en la Literatura. Pero, como la gran literatura clásica había sido francesa, los jóvenes escritores alemanes buscaron ahora en la literatura justo lo contrario: lo fantasioso frente a lo clásico, lo irracional frente a la racionalidad francesa, la originalidad más sublime frente a la duplicación clásica de lo mismo. Es decir, que los artistas alemanes se enfrentaron de un modo particular a ese clasicismo que había hecho de Francia el primer país en generar obras excelsas. Y todo ese despegue cultural germánico tan apasionado y diferente sería lo que, años después, llevaría a la creación del estado alemán en 1870.

En esa tesitura social surgieron creadores alemanes anteriores a la creación de Alemania, pintores como Caspar David Friedrich (1774-1840), que fueron impulsores de un nacionalismo alemán muy necesitado por entonces. Por eso buscaron en el Romanticismo el sentido más inspirador para plasmar sus inquietudes artísticas. Y el pintor romántico viviría aquellos años de guerras napoleónicas -del año 1805 al 1814- como una posible salvación para su patria deseada. Sin embargo, a la caída de Bonaparte en el año 1815, las naciones europeas vencedoras decidieron que aquel imperio de opereta germánico -suprimido por Napoleón en el año 1806- continuara ahora bajo el amparo imperial austríaco. Así que artistas como Friedrich, pintores, escritores y filósofos, se dedicaron a componer obras que perfilaran el sentido genuino de lo más estéticamente romántico: esa mística sensación desasosegada e insatisfecha que marcarían especialmente los rasgos propios de esta extraordinaria tendencia cultural.

En el año 1818 el pintor alemán pinta su obra El viajero frente a un mar de nubes. Una interpretación es evidente, era la soledad de los sin patria, el desamparo, la orfandad política y cultural que sentirían los alemanes frente a los estados que salieron robustecidos del Congreso de Viena del año 1815. Un año después el pintor Friedrich compuso su obra romántica En el velero. Un hombre y una mujer se dirigen juntos en un velero con su proa orientada hacia la ciudad idealizada del fondo del encuadre. Un emplazamiento visible en la obra con las siluetas góticas y románticas que perfilaba el lugar idílico para todo espíritu sin patria. Pero ese poético mensaje es ahora más personal e íntimo que social o nacionalista: es románticamente más idealizado, o más rebeldemente individualista, que otra cosa. Así que, entonces, ¿dónde quedaría aquel mensaje tan social del Romanticismo germano? En el Arte las interpretaciones serán parte fundamental de la genialidad de cualquier creación. A veces la historia viene a racionalizar lo tan irracional de antes... Porque aunque su sentido inspirador fuese entonces el que sustentaba aquella tendencia política -la búsqueda de una patria-, la sensación inspirada que nos llega a nosotros ahora, a los espíritus indolentes que miramos sus románticas obras, será completamente distinta.

En una percibimos la inmensa soledad del ser humano frente al abismo del mundo y sus cosas. En la obra de Friedrich observamos cómo el personaje de espaldas no mira más que nubes y picos desalentadores. No verá nada más, no hay otra cosa que ver ahora más que desolación y desamparo. La Naturaleza está ofreciendo ahí su cara más inhóspita. El ser solitario tratará ahora de comprender qué puede hacer con lo que mira, un escenario tan elusivo como la evanescencia de sus nubes alejadas. Intentará el observador encontrar un horizonte donde poder fijar ahora una meta, pero no hallará más que confusión, inmensidad y vacío. En la siguiente obra titulada En el velero percibimos, sin embargo, otra cosa diferente. Aquí hay un horizonte claro, hay un final buscado y tranquilizador ante los ojos de los protagonistas. Ahora la soledad de la Naturaleza -el grandioso y poderoso mar- está compensada por la representación sosegada de una pareja unida. Ya no es un individuo solo el que se enfrenta a la tesitura desolada de la vida. Ahora un hombre y una mujer navegan juntos sin sobresaltos para llegar a conseguir el ansiado paraíso. Un destino que se vislumbra en el lejano horizonte al que el velero se dirige. Una silueta idealizada en el escenario lejano al que no dejan de mirar ambos con sus serenos y compaginados espíritus. Esos mismos espíritus unidos también por aquel mismo deseo, aquella misma emoción o aquella anhelada patria.  

(Óleos del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, En el velero, 1819, Museo Hermitage, San Petersburgo; El viajero frente a un mar de nubes, 1818, Hamburgo, Alemania.)

7 de febrero de 2014

La imagen de seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron.



La identidad en el ser humano es el germen y el sentido de su existencia. Podemos tener un rostro y unos ademanes, pero si no tenemos identidad no somos nadie. De nada nos servirán los rasgos físicos entonces sino sólo para representar con ellos una vaga imagen inconsistente. Una imago. La mayoría de las veces los pintores retratan a sus modelos más cercanos, es decir, a personajes conocidos -existentes- por ellos en un fiel reflejo de lo que es realmente su fisonomía particular. Pero, entonces, ¿y la creación artística?, es decir, ¿y la auténtica composición originada desde la idealización de los contornos artísticos existente tan sólo ahora en la mente del creador? Porque es así como la obra de Arte únicamente cumplirá dos requisitos: desarrollar una admirable textura, una combinación de colores y perfiles que dé verosimilitud y personalidad humana al retratado por un lado, y, por otro, llevar a cabo una composición obtenida, una creación real, desde la más absoluta creación anterior inexistente. Es decir, realizar algo desde la nada, desde la nula existencia anterior, algo esto que determinará totalmente la esencia propia de lo que significa ser un creador.

El singular creador que fuera El Greco compuso su obra El caballero de la mano en el pecho en el año 1580. Para ese momento histórico la corte española alcanzaba su máximo esplendor de la mano de un poder político y militar no conocido desde el imperio romano. Así que ese caballero español, que aparece retratado en ese cuadro por el más insigne pintor de esa corte, no debía ser cualquiera o no ser nadie, tendría que ser alguien y alguien además muy importante. Sin embargo, el creador no titularía su obra más que con el descriptivo gesto de un caballero con la mano en su pecho. No le dio carta de naturaleza ni le dio ningún nombre, por lo tanto, ¿quién podía ser entonces el personaje retratado? Nadie; porque no constaba -ni consta- su verdadera existencia real con ese semblante. Los retratos pictóricos con ese cariz tan realista, tan inconfundibles -el rostro aquí es perfecto y definible-, no podrían ser, sin embargo, tan arbitrarios como para no titular al retratado con un nombre, en este caso la descripción nominal de la insigne imagen de un caballero importante. ¿Se dejaría retratar así un personaje de tan alta alcurnia como para no ser su vanidad satisfecha?

Algunos críticos han imaginado, sin embargo, quién podría haber sido ese retratado por El Greco. Desde Juan de Silva y Ribera, marqués de Montemayor, hasta el gran escritor Miguel de Cervantes, pasando también por un autorretrato del propio pintor cretense. Pero no hay certeza alguna de que sean esos reales personajes los modelos efectivos de ese cuadro. Y pienso, para mayor gloria del autor, que fue una creación desde la nada, desde la magnífica y elogiosa composición originada por la única mente inspirada y auténtica del creador. Aunque la duda existirá sobre si fue o no tomada de un modelo improvisado -que no fuese un caballero el representado-, los grandes genios no necesitarán ser fieles al reflejo real de un emisor de datos existente. Otros casos en el Arte hubieron que suscitaron también dudas en los retratados. Cuando en el año 1883 el pintor Iván Kramskói (1837-1887) decidiera fijar en un cuadro el retrato de una mujer rusa, pintaría a una orgullosa dama subida ahora en su coche de caballos. Ella podría haber sido, por ejemplo, Tatiana Rostova, o también una tal Ana Odintsova, o una moscovita llamada Katerina Ivánovna... Algunos hasta pensarían que reflejaba el altivo, por desvergonzado y descarado, rostro de la famosa y novelística Ana Karenina. Pero no, no es ninguna de ellas, o tal vez fueran todas. Porque en este caso la mayor grandeza de un creador es sublimar un gesto anónimo con la certeza de su instinto creativo para culminar la representación idónea de lo que con ella quiso simbolizar.

Fue el caso también del excelso pintor manierista Tiziano. Una vez el artista veneciano quiso pintar la Belleza, así que entonces la idealizaría, no la realizaría (enfrentando aquí ahora los conceptos ideal y real). ¿Qué mayor maestría artística que componerla desde la sutil forma con la que el creador fijaría ahora su idealización de Belleza? Tal vez, por eso mismo otros creadores no quisieron hacerlo. Pintar la Belleza supone mirarla antes para saber ahora qué es ella exactamente. Cuando no se sabe muy bien qué es -o cuál belleza elegir- habrá que buscarla entonces dentro de uno mismo para plasmarla luego en un lienzo artístico. Bien está que elegirla es ya un alarde a valorar en un pintor, pero, sin embargo, ¿no es aún mayor alarde componerla sólo desde los sentidos íntimos de lo que, para el creador artístico, sea la auténtica Belleza? Esto último es mucho más arriesgado, más valorado y bastante más creativo, sin duda. Porque para un pintor supone desnudar así por completo su íntimo sentido de lo que, para él, es la auténtica Belleza. Aunque también es expresar, con el motivo iconográfico representado que sea -social, filosófico, histórico o humano-, lo que el pintor desee ahora componer con su genuina creación más imaginativa. Pero lo que desde luego no llegaremos a descubrir jamás es si existieron o no esos seres retratados, originales o modelados, anónimamente así. Pero, ahora, haciendo un mínimo ejercicio filosófico existencial, ¿no hay mayor sentido de existencia que existir creado para siempre, aunque sin vida, frente a la cantidad inmensurable de individuos que hayan tenido alguna vez un rostro vivo, pero desconocido, en la ingente y derramada senda de lo vivido anónimamente y ya desaparecido desde el más temprano inicio de los tiempos?

(Óleo de El Greco, El caballero de la mano en el pecho, 1580, Museo del Prado; Obra del pintor Rembrandt, El noble eslavo, 1632, Metropolitan Museo de Arte, Nueva York; Cuadro Mujer desconocida, 1883, del pintor ruso Iván Kramskói; Óleo del pintor italiano Salvator Rosa, Retrato de hombre, 1640, Museo Hermitage, San Petersburgo; Imagen de la obra famosa de la serie de los niños llorones, Niño llorón, del pintor italiano Bruno Amadio, siglo XX; Óleo La bella, 1536, del pintor Tiziano, Palacio Pitti, Florencia; Obra contemporánea del pintor turco Remzi Tazkiran, Joven belleza turca, actual.)

2 de febrero de 2014

La diferencia entre deseo y placer es la misma que existe entre Arte y vida.



En el amor es sincronía, en el Arte es armonía y en la vida es hartazgo (satisfacción). Sin embargo, desearíamos, a cambio, que fuese armonía en el amor, sincronía en la vida y satisfacción (culminación absoluta del deseo) en el Arte. Pero es justo lo de antes: amor-sincronía; Arte-armonía; vida-hartazgo. Porque en el amor, por ejemplo, para que exista pasión compartida o para que dos seres alcancen su culminación emocional más amorosa, debería existir identidad de acción e igualdad de inspiración, y todo eso llevado a cabo en el mismo instante o momento vital en el que ambos amantes lo precisen. Y esto no es armonía sino sincronía, que es otra cosa diferente. La armonía no es algo tanto temporal como espacial o geométrico. También es virtual por el hecho de que es algo instantáneo a la vez que permanente. No es algo la armonía que requiera cosas de afuera de ella, alimentos del exterior para satisfacerse; no, se bastará de su interior y, por tanto, no necesitará cosas de fuera de ella lejos de las que posee dentro de sí misma. Es finita e infinita en todas sus partes. Por tanto, es el Arte lo que posee armonía. Por último, la vida es necesidad a satisfacer, necesitará siempre cosas de afuera de ella. Es hacer realmente, no desear hacer. Es requerir algo siempre para completar -satisfacer- una fuerte e inevitable comezón material, algo físico que se precisará para vivir. Algo que, final e inevitablemente, nos llevará al hartazgo.

El hastío después del placer satisfecho es una realidad, es el tedio vital que surge luego de que completemos una necesidad con su adecuada parte requerida -esa parte que encaje perfecta, que se ajuste a sus requerimientos, lo que será el placer-, y similar ésta a aquélla en todos sus elementos regeneradores. El deseo es otra cosa. Es justo lo que se da antes de ese proceso. Pero, sin embargo, cuando ese proceso -necesidad y satisfacción adecuada- es intelectual o espiritual, emocional más que físico, entonces puede producir en el ser otras consecuencias diferentes al placer. Y estas otras consecuencias serán o no parecidas a la vida en función de la cualidad del artificio que produzca la satisfacción. En el Arte -el artificio más glorioso- la armonía conseguirá una especial forma de percibir la belleza de las cosas antes de que ésta acabe por generar hastío. Por eso el Arte siempre preferirá el deseo al placer. Porque es el deseo, no su satisfacción, lo que perseguirá el Arte siempre. Es un deseo inacabable, permanente pero instantáneo por su único momento representado, porque no hay otro momento, tan sólo ése. Aquí el tiempo se sublimará. Es un deseo sin goce físico, es la necesidad sin hastío, es ahora -en el Arte- la vida sin final.

Cuando el pintor realista francés Jules Breton (1827-1906) quiso expresar el contraste de la realidad gris y desolada de la vida con la belleza de un instante, no supo mejor que representarlo en el momento preciso en el que una pareja campesina dirige ahora su mirada hacia la visión maravillosa de un deseo inasequible.  Y pintaría entonces su obra Arco iris en el cielo del año 1883. El paisaje que rodea la escena es tan tenebroso, tan oscuro y descorazonador que sólo la imagen del hermoso fenómeno atmosférico -el bello arco iris- es ahora el único sentido estético que para ellos -los personajes retratados- como para nosotros -los que vemos la obra-, inspirará una emoción permanente -a pesar de su efímera sensación-, un anhelante deseo vital poderoso y profundamente interior. Esta es la magia del maravilloso sortilegio que produce el Arte en quienes lo admiren deseosos. Un deseo que nunca acabará porque la cosa representada permanecerá para nosotros siempre. Algo absolutamente sin capacidad de ser consumido por el hartazgo ni por el tedio de la insatisfacción. Porque aquí no los hay ni los habrá. A cambio, tan sólo podemos -en el Arte- desear esa Belleza, nunca poseerla. Aunque, sin embargo, la desearemos por siempre, eternamente.

El pintor belga Gustave Wappers (1803-1874) fue un representante del más épico, literario e histórico romanticismo europeo del siglo XIX. En el año 1849 compuso su obra Boccaccio en la corte de la reina Juana de Nápoles. Aunque había nacido en Florencia, el poeta medieval Boccaccio marcha a Nápoles muy joven en el año 1331 para estudiar y promocionarse. Allí conoce a su amor de juventud, la bella esposa de un cortesano del reino de Nápoles -María de Aquino-, hija bastarda de la realeza napolitana de entonces -la dinastía francesa de Roberto de Anjou-. Ella, además de introducirle en la corte, le anima a dedicarse a la Literatura. Luego volvería Boccaccio a Florencia y allí escribiría su famosa obra maestra El Decamerón, unas páginas cargadas de historias inventadas llenas de pasión y deseos frustrados o liberalizadores. Años más tarde, muy mayor el poeta, regresa de nuevo a Nápoles donde ahora la reina Juana I es su gobernante. Pero ya no recordaría el poeta florentino para nada aquellos años pasados en su maravillosa, amorosa y libre juventud.

Sin embargo, el pintor belga crea su mal titulada obra anacrónica con el más inspirado, sugestivo, armonioso y literario romanticismo. Recrea entonces una escena medieval cargada de tintes estéticos decimonónicos. En una habitación napolitana dos bellas mujeres absortas escuchan las bellas palabras inventadas de las historias no reales del poeta. Es este preciso momento plasmado en la obra la representación sublime de un instante cargado ahora con el imaginado deseo más efusivo de sus personajes. Un deseo que el pintor decimonónico expresa con los perfiles románticos de una época anterior: la medieval e inocente del poeta florentino Boccaccio. Pero, lo que en verdad visualizaremos en la obra es el gesto del deseo, no el deseo en sí. Es decir, que ese mágico instante -tan inacabado como permanente en el lienzo- es el que el pintor reflejaría en su obra con los anhelos, aún por satisfacer, de sus dos personajes femeninos. Unos gestos expresados tanto en los ojos como en los oídos de las dos jóvenes napolitanas, ahora concentradas en la deseada historia aún no satisfecha del poeta. Porque no hay en la imagen, ni lo habrá, un final. No hay satisfacción, ni siquiera hay suspiro ni sorpresa, sólo la sensación artística de haber asido el deseo por su belleza.  Lo que es el Arte.

(Óleo del pintor realista francés Jules Breton, Arco iris en el cielo, 1883; Obra del pintor romántico belga Gustave Wappers, Boccaccio en la corte de la reina Juana de Nápoles, 1849, Real Museo de Bellas Artes de Bélgica.)