28 de enero de 2014

Y una golondrina posada sin saber por qué lo está...



Cuando el pintor español Federico de Madrazo (1815-1894) viese la obra prerrenacentista La Anunciación del pintor Fra Angélico en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, no dejaría de pensar que esa extraordinaria obra debería estar en el Museo del Prado. Director del museo madrileño desde el año 1860, dos años después conseguiría, por fin, convencer a las monjas del convento madrileño para que les cediera la maravillosa pintura en tabla del genial creador florentino. Pero, eso sí, tuvo que realizar el maestro español una copia de la misma Anunciación a cambio. En cualquier caso, Madrazo seguro habría sentido un doble placer por entonces: poder admirar en su museo del Prado la perfección, brillantez, equilibrio y belleza de la magnífica obra del gótico-renacentista italiano, y, por otro, emular al gran pintor Fra Angélico llevando a cabo la recreación de tan inspirada y genial obra maestra. Admirar así los colores, la armonía del espacio y las bóvedas de los arcos interiores ahora con un profundo azul celestial o con una correcta delineación de todas sus curvas... También, el contraste entre el escenario exterior selvático del Paraíso perdido -perdido por la primera pareja humana que, cabizbaja, abandona ahora su idílico paisaje- y el artificial recinto humano del mundo material construido, ese que es realzado aquí ante la anunciada redención misteriosa de lo divino. Todo muy elaborado y conseguido tanto en el tono dorado propio del momento pictórico como en el temple utilizado entonces como técnica, una forma de grasa animal con la que los pintores desarrollaran todavía sus obras de arte góticas.

Las alas son ahora aquí glosadas por el autor prerrenacentista desde muy diferentes representaciones simbólicas. En los ángeles y en el Espíritu santo -a través del rayo de luz-, pero, también en una pequeña golondrina ahora parada ahí. Una golondrina que, posada indolente en uno de los tirantes de los arcos tan clásicos del cuadro, sorprende ahora por su inédita y curiosa forma de aparecer en una obra de Arte. Un muy poco seguro histórico personaje bizantino del siglo IV d.C., Horápolo de Alejandría, fue uno de los primeros escritores de la Antigüedad que escribieron sobre la golondrina en los antiguos jeroglíficos egipcios. Al parecer fue quien compuso la obra Hieroglyphica, un tratado oscuro y misterioso que ofrecía explicaciones sobre algunos de los símbolos y caracteres del antiguo Egipto. Descubierto este manuscrito en el año 1416 en una isla griega, sería luego llevado a Florencia donde los humanistas de entonces lo acogieron con interés, curiosidad y anhelo misterioso. En una de las entradas de la misteriosa obra jeroglífica aparecía descrita la explicación simbólica de la golondrina. El autor comentaba que cuando los antiguos egipcios querían indicar los bienes dejados a sus hijos lo representaban con la imagen de una golondrina, pues esta ave itinerante cuando se sentía morir se arrastraría entonces por el barro y, con éste, construiría un nido para sus polluelos. En esta relación paterno-filial sacrificada vieron los florentinos del inicio del Renacimiento una reminiscencia de la Pasión y Redención cristianas. Y el nido entonces sería el personaje sagrado de María sobre el que se encarnaría un Dios que salvaría la herencia de aquellos seres perdidos de antes, esos mismos que aparecen aquí a la izquierda del lienzo ahora condenados, humillados, desolados y avergonzadamente vestidos. 

Pero la grandeza de la obra La Anunciación del pintor Juan de Fiésole (1390-1455), verdadero nombre de Fra Angélico, supo verla por entonces Federico de Madrazo cuando llegara a realizar una copia del cuadro para poder gozar del original en el Museo del Prado: su Belleza creativa tan anticipada de lo que sería el Renacimiento artístico posterior. Porque ya todo está ahí expuesto. Está la composición en diferentes espacios, está la perspectiva más hermosa ahora entre sus arcos; están también los colores, los suaves, pero también los inusuales en un suelo ahora entremezclado, más fantasiosos tal vez que reales -en un extraño entramado de colores claros, amarillos, azules o verdes- y que contrastan con el agreste tono aún más oscuro del apenas vislumbrado suelo de la estancia interior. Y también están los verdes y los marrones, los cálidos y los fríos. La naturaleza feraz y la arquitectura clásica. La fragancia natural y la elaborada simetría de los rasgos construidos por el hombre. Lo humano y lo divino. Y el rayo de luz..., un poderoso símbolo divino guiado ahora aquí por el trazo perfecto que señala así un sobrevenido punto de fuga celestial. Y los rosetones en grisalla y el friso superior y los capiteles y las columnas y los pliegues de los vestidos. Y las estrellas artificiosas de las bóvedas azules. Y sus arcos. Y la luz. Y una golondrina posada ahora sin saber por qué lo está.

(Fragmento de La Anunciación de Fra Angélico; Temple sobre tabla de Fra Angélico, La Anunciación, 1426, Museo del Prado, Madrid.)

22 de enero de 2014

La imagen como comunicación humana es, como la experiencia mística, anterior al lenguaje.





El pintor de origen suizo Johann Heinrich Füssli, también conocido como Henry Fuseli (1741-1828), iniciaría la senda del Romanticismo más innovador antes incluso que cualquier otro creador artístico lo hiciera. Se adelantaría con sus innovadoras obras a los Simbolistas, a los Expresionistas e, incluso, a los Surrealistas. Pero, sobre todo, este pintor extraordinario plasmaría en sus obras el espíritu más onírico y fabuloso que creaciones no místicas pudieran ahora llegar a expresar en una obra de Arte. ¿Qué mejor lenguaje expresivo para entender la solitaria, inesperada, balbuceante y hermosa imagen iconográfica? Porque sólo las imágenes artísticas nos sorprenderán, nos abrumarán o nos sobrecogerán, pero también nos emocionarán. Y algunas imágenes hasta nos encantarán con su belleza. Nos dejarán abrumados sin forma ahora alguna de poder expresar nada más con palabras. Es decir, sin nada más que imágenes para poder lograr entender, mínimamente, lo que traten ellas de comunicarnos sin apego. 

Es como sucediera con el misticismo, una forma de comunicación trascendente pero también sin palabras, un tipo de enlace inmaterial o de vínculo especial con otra cosa sofisticadamente inaccesible, tanto como lo pudiera ser también el Arte. En los místicos, por ejemplo, la visión que ellos tendrían en sus experiencias extáticas les produciría una especial sensación de gozo, de algo imposible de expresar con palabras. Algunos sí lo hicieron, no obstante. En mí yo no vivo ya, y sin Dios vivir no puedo; pues sin él y sin mí quedo, este vivir ¿qué será?, nos dejaría escrito el poeta místico español Juan de la Cruz en el siglo XVI. En otra ocasión, trataría este mismo santo cristiano de explicar con palabras lo que sus ojos interiores tan sólo viesen: El efecto que hacen en el alma estas visiones es de quietud, iluminación y alegría a manera de gloria, también de suavidad, de limpieza y de amor; de humildad, inclinación o de una verdadera elevación del espíritu en Dios.

Porque uno de los rasgos que más definen una experiencia mística, según el filósofo norteamericano William James (1842-1910), es la inefabilidad, es decir, la incapacidad para poder expresar algo con palabras después de haberlo experimentado. Dirá el filósofo James: El sujeto místico afirma que su experiencia desafía la expresión, que no puede darse en palabras ninguna información que explique el contenido. Por ello no puede más que experimentarse individualmente, no es algo posible de transmitir o comunicarlo a los demás. Ya en el Paleolítico medio (hace 130.000 años aprox.) el hombre primitivo conseguiría balbucear experiencias místicas mucho antes de que pudiesen transmitirlas de algún modo inteligible. El cerebro humano desarrollaría, mucho antes que otra habilidad o cosa, el mecanismo de la conciencia de la incomprensión de lo anhelado, de lo imaginado o de lo fantaseado, y esto solo lo pudo hacer el hombre con imágenes interiormente visionadas. 

El lenguaje humano estructurado fue posterior, fue la manera en que luego se pudo ya transponerle o transmitirle a otro, a un tercero, lo que íntimamente habría podido solo un sujeto inspirado antes sentir en sí mismo. Es como pintar o como tratar de describir lo que vemos en un lienzo -cualquier imagen creada en el Arte-, algo esto lo representado, sin embargo, que tan sólo consiguió otro -en este caso el pintor- poder ver antes él solo. A pesar de que es precisamente lo que hago a veces, reconozco que es innecesario hacerlo a veces. Pero hoy quiero hacerlo justo ahora sin palabras, tan sólo mostrando las maravillosas -en su acepción más genuina- creaciones de este fascinante pintor y artista romántico tan extraño. En su inenarrable obra está ya todo dicho. Disfrutémosla como se disfruta de un mundo diferente, misterioso y atractivo; de un mundo que sólo con mirarlo se consiga ahora, tal vez, aquello que el gran poeta místico español dejara escrito muchos siglos antes:

Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero,
que muero porque no muero.


(Fragmento de un verso del poeta español San Juan de la Cruz)

(Reproducción de la obra de Henry Fuseli, El íncubo abandona a las bellas durmientes, 1793. Vídeos con obras del mismo pintor romántico.)

19 de enero de 2014

El momento anterior a la tragedia, el instante creador de mil acciones, o la belleza de lo incierto.



La Literatura clásica fue siempre un motivo de inspiración para los pintores de todas las épocas. De hecho, la poesía, como la mayor representación excelsa de aquélla, sería comparada con la pintura: Así como la poesía, así la pintura, diría el famoso adagio clásico latino. Aunque, luego acabaría demostrándose esa máxima clásica más como un alarde de interpretación acomodaticia que como una realidad estética objetiva. Pero, entonces, ¿cómo es posible compendiar en el encuadre limitado de un pequeño espacio -el lienzo pictórico- la narración poética de varios momentos sucesivos ahora en un único tiempo, en un solo instante? Porque el pintor o el escultor encierran su creación en un instante único, arriesgándose a elegir el momento más idóneo o el más abierto o el más inspirado de todos. Y lo hacen así para que la imaginación de los otros, de los que vean la creación, pueda hacer el resto. La cuestión -además de elegir la creación compositiva más estética- es, entonces, ¿cuál momento o instante elegir de todos? En la tragedia -la temática más clásica-, por ejemplo, los pintores no debían mostrar nunca el mayor instante de dolor o el de más extrema pasión. Y no debían hacerlo así porque con ese instante elegido acabaría cualquier posible deducción posterior. Ya no se podría ir, imaginativamente, más allá. Estaría fijado para siempre ese sombrío -trágico- momento elaborado, haciendo su visión con el tiempo más una pantomima de su pasión que otra cosa. Perdería entonces el alarde representado su fuerza con las veces de mirarlo. Porque no sería más que un instante sin avance, una esencia definida, una realidad finalizada, sin pensamiento causado, sin ofrecer al que lo mira la oportunidad, aún, de poder decidir así otra cosa.

Medea fue quizá la tragedia griega más desoladora, la más dura, la más dramática o la más desesperadamente cruel. En ella una madre acaba con la vida de sus hijos en un paroxismo de pasión, venganza, celos y sufrimiento inevitable. Contaba la leyenda mitológica, antes de que el poeta trágico lo narrase, cómo Jasón -el héroe de los Argonautas- llega por fin a su destino, la Cólquide, el reino no griego del rey Eetes. Y ahí su hija Medea acabaría arrebatadoramente apasionada por Jasón. No puede ella apartar ya su mirada de él. La locura de amor se reflejará muy pronto en su delirio. Ante las dificultades del héroe griego por conseguir el Vellocino de oro, Medea le ayuda siempre, salvándole incluso de la muerte. Así consigue por fin Jasón su objetivo, para, pronto, acabar él luego por marcharse. Y ella también lo hará, a pesar del rechazo de su propia familia. Medea terminaría hasta matando a su hermano Apsirto cuando tratara éste de evitar su huida. Y subirá ella al fin a bordo del navío Argo para cruzar con su amado Jasón el Helesponto. Pero, se detuvieron antes de su destino final -el azar indecente- en el istmo griego del reino de Corinto. Su rey Creonte recibirá al héroe griego entusiasmado, ofreciéndole ahora incluso la mano de su hija, una hermosa y prometedora griega como él.

Así que Medea -la no griega- quedará ahora como una vulgar concubina a pesar de haber engendrado con Jasón dos hijos antes. Y aun así la nueva esposa, la hermosa griega de Corinto, trata ahora de desterrar a Medea incluso sin sus hijos. Pero, surge de pronto ya el conflicto, el pavor, el dolor y el estruendo más pavoroso de la vida, esa llama mortífera que, poco a poco, empieza a arder y no podrá ya parar ni controlarse. En el siglo IV, a.C. -cien años después de que el poeta griego Eurípides crease su famosa tragedia Medea- un pintor griego, Timómaco de Bizancio, compuso una obra pictórica con la figura estética de la trágica celosa mítica. Pero, para entonces, debía reflejar en su obra de Arte la expresión más elocuente, la que más belleza consiguiera poseer en una única escena retratada. Y este creador pictórico de la Antigüedad griega no elegiría el degollamiento de los niños, ni el sangrante instante de una espada, no, para nada en absoluto. Para él, para el primer pintor que la crease en un cuadro, la eximia hermosura de un retrato debía cumplir con el sagrado momento de lo eterno. Y eligió entonces Timómaco la indecisión, la duda espantosa o la terrible lucha interior entre la pasión y el sentido.

El gran poeta y escritor griego Eurípides en su famosa tragedia Medea relataba así ese crítico momento:  ¿Por qué me volvéis, mis hijos, la mirada hacia mí, dedicándome esa última sonrisa? ¡Oh, no, no, alma mía, no lo hagas; infeliz, no cometas tal crimen! ¡Déjales, a tus hijos perdona! Pero no, yo no voy a dejar a mis hijos que sean ultrajados. Comprendo qué crimen tan grande voy a osar; pero en mis decisiones impera la pasión, que es la mayor culpable de los males humanos... Y es justo ese preciso momento el que el pintor clásico griego elegiría para componer su inspirada escena pictórica trágica. Siglos después, la escuela romana de Pompeya elaboraría un fresco para la pompeyana Casa de los Dioscuros, una obra pictórica donde también se plasmaría ese mismo instante clásico. Medea está ahora en el fresco pompeyano de pie, a la derecha de la obra, mientras sus hijos juegan seguros al cuidado de su preceptor. Aquí aparece ahora una serena Medea con el silencio atronador más espantoso, ese mismo silencio que antecede al momento trágico de la fatídica ejecución de su crimen. Pero, sin embargo, nada hace presagiar aún que algo tan terrible se vaya a cometer, ni que se cometa.

No fue así como el gran pintor francés Delacroix expuso luego, con su Romanticismo decimonónico tan apasionado, el momento trágico elegido para retratar aquel drama clásico. En su Medea furiosa del año 1838, el extraordinario creador romántico avanzará más allá de una simple diatriba psicológica. Porque aquí describe Delacroix el instante donde toma a sus hijos una Medea decidida y les arranca los vestidos por el esfuerzo de asirlos ante su fatídica arma, un cuchillo mortal que acabará pronto con sus vidas sin remedio. La diferencia en Delacroix es el gesto; allí -en el icono clásico de Timómaco-, sin embargo, la mirada. En el Romanticismo el gesto prima siempre sobre la mirada. Un ademán, el gesto, que no sería lo que ni Timómaco ni el fresco pompeyano señalaban como la más virtuosa forma de representar una bella escena en un cuadro. Porque con el gesto es ira vengadora, pero con la mirada es meditación reflexiva. En uno -Delacroix- es el hecho inminente trágico; en el otro -Timómaco- es el instante indefinido anterior a todo eso.  Porque en la obra clásica griega se trataba de reflejar todo el drama, no la resolución final irreparable. Toda la narración trágica estaría entonces concentrada en un sólo momento, en un instante único que no muestra aún nada, esperanzador incluso, que dejará así a los que lo veamos luego la ocasión que nos enseñe que aún hay tiempo, que lo habrá, que todavía todo puede ser distinto, de pensar, de sentir, de poder decidir ahora así otra cosa...

(Óleo romántico de Eugène Delacroix, Medea furiosa, 1838, Palacio Bellas Artes de Lille, Francia; Boceto para su obra Medea y Jasón, del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, 1906; Fresco pompeyano, casa de los Dioscuros, Medea debate asesinar a sus hijos, basado en una obra anterior clásica griega, siglo I, d.C., Museo Arqueológico de Nápoles;  Obra Galería de pinturas romana, 1866, del pintor clasicista Alma-Tadema, en esta obra se observarán obras clásicas antiguas, como la Medea pintada por Timómaco en el siglo IV, a.C.; Fragmento del mismo cuadro anterior, donde se apreciará aquí ampliada la obra de Timómaco de Bizancio, una Medea que, con su mirada, recreará así la obra más conseguida de belleza, con esa sensación ahora de belleza que buscarían ya los clásicos grecolatinos -según dicen, el propio Julio César la admiraría tanto que llegaría a comprarla, por muchos talentos, para el templo de Venus en Roma.)

14 de enero de 2014

Lo tendencioso de un estilo y una época o una misma historia y sus diversas formas de contarla.



Hubo un momento en que el Arte dejaría de ser libre en el Renacimiento. Con Botticelli, por ejemplo, comprobamos que, cuando su conversión piadosa de finales del siglo XV, la mitología como pasión desbordante, pagana o reminiscente de lo más abyecto o terrenal del hombre, dejaría de ser un motivo válido para ser representado en los lienzos renacentistas. Y, entonces, ¿cómo expresar las más bajas pasiones humanas sin el ardor carnal o visceral de unos seres míticos tan depravados? Porque para el mejor simbolismo efectivo de lo más depravado del mundo los griegos idearon el centauro, un paradigma de los más bajos instintos de los hombres. Aunque algunos centauros fueron diferentes -como el centauro Quirón, por ejemplo-, la mayoría de ellos representaban las cualidades más deplorables y despreciables de los hombres. En una secuencia lineal y cronológica he querido mostrar las diferentes formas en que, a lo largo de la historia artística, los creadores han compuesto una concreta leyenda mitológica.

Deyanira fue la tercera de las esposas que tuviera el héroe legendario Hércules. Una vez tuvieron que cruzar los dos el caudaloso y peligroso río Eveno, pero sólo habría una pequeña barca donde hacerlo, teniendo para cruzar ahora el río que hacerlo de uno en uno. Así que, junto al viejo barquero, pasaría primero Deyanira para, luego, en la ribera opuesta, esperar Hércules a que el barquero fuese por él. Pero, escondido tras unos matorrales de la orilla, el terrible centauro Neso -un ser vil y desalmado- asaltaría violentamente a la ninfa Deyanira. De ese modo fue como el centauro trató de raptarla para aprovecharse de ella satisfaciendo así sus más bajos instintos animales. Porque esto no sería un rapto vengativo, ni económico, ni bélico, ni matrimonial siquiera, sólo fue el deseo más depravado y sin freno que, de seguro, sólo esos crueles y salvajes seres mitológicos tuvieran. Hércules solo pudo hacer uso de su arco para poder evitarlo, consiguiendo herir al centauro Neso desde la orilla opuesta. Neso ofreció antes a Deyanira un engaño, una túnica encarnada y ocultamente envenenada para que, cuando perdiese Hércules alguna vez por ella el deseo, éste se la pusiera y así ella volver entonces a recuperarlo. Tiempo después Deyanira haría eso cuando comprobase la pasión de Hércules por otra ninfa, pero, sin ella saberlo, esa tela maldecida acabaría abrasando ahora la piel del héroe. De esta forma moriría el semidiós olímpico, por la mano inocente y engañada de su esposa.

Desde el siglo XV hasta el XIX los pintores plasmaron en sus creaciones una determinada forma de componer la leyenda del rapto de Deyanira. También según la ideología artística de cada época, es decir, según la forma o el estilo en que el pensamiento del momento condicionara a los creadores cómo debían expresar la historia. Durante el Renacimiento -sobre todo en sus inicios- la voluptuosidad más depravada fue absolutamente irrepresentable en el Arte. Por ejemplo, Botticelli quiso dejar claro el triunfo de las virtudes humanas sobre sus manifestaciones más depravadas. Con su obra Palas y el Centauro, el pintor conminaría a este último a ser sojuzgado por una maravillosa e inteligente mujer -la diosa Palas o Atenea-, una deidad griega que posaría su mano ahora sobre la cabeza del centauro, un maldecido ser que, convencido ya, comprenderá las ventajas de ascender su parte más humana sobre la más animal o lujuriosa. Años después el gran pintor Rafael -epígono magistral del más elaborado Renacimiento- crearía un extraordinario fresco para la Villa farnesiana. Un gran fresco donde primaría la grandeza del amor más sublime triunfando sobre todas las criaturas y expresando así el triunfo platónico al que podría aspirar el hombre. Pero mucho antes de eso el pintor cuatrocentista Antonio Pollaiuolo (1432-1498) había mostrado ya la escena más embarazosa de aquel rapto mitológico. Una escena entonces impúdica que, con sus iniciales trazos prerrenacentistas, dejaría muy claro el duro sentido de la ofensa: el descarado y brutal asalto sexual a la bella Deyanira mientras Hércules, decidido, trataba de rescatarla.

Pero algo fue cambiando con los años, y las modas artísticas y sus creadores reflejaron ese cambio con el sesgo subjetivo expresado en cada narración de la leyenda. El relato mitológico dejaba claro el motivo lujurioso del rapto y los creadores debían así expresar una forma de mostrarlo. Es decir, que debían ser representadas con algunas de esas libertades artísticas con las que ellos pudieran entonces expresarlo. Continuamos ahora con el sutil Manierismo, una tendencia artística que serviría de puente entre el abnegado Renacimiento y el explosivo Barroco. En su obra El rapto de Deyanira el pintor manierista Bartholomeus Spranger nos representa ahora solo los perfiles más humanos del bestial y derribado centauro. Luego nos expone a Deyanira como una magna triunfadora de su estado, muy agradecida entre los brazos victoriosos de su héroe. Pero nada mínimamente sórdido expresado en este lienzo, como solo el Manierismo pudiera concebir crear cualquier afrenta de cualquier historia o leyenda. Después, con el barroco más clasicista del pintor italiano Guido Reni, el Arte elaboraría una escena de gran esplendor artístico, de una armonía y belleza clásicas donde la grandiosidad de la composición se erige sobre cualquier otra cosa. Sutilmente, el pintor separa aquí algo más a una exaltada Deyanira -que se acrecienta por sí sola sin acudir a nadie en su infortunio- de un ahora menos monstruoso centauro. Éste aparece incluso con un rostro y un gesto algo más embellecido, dejando la impresión del infame acto con la ambigüedad ahora de haber sido, si acaso, más una admiración hacia ella que un perverso hecho envilecido. Tal era la extraordinaria sublimidad y espectacularidad de Guido Reni y su magnífico clasicismo barroco.

Algo más tarde llegaría el siglo Prerromántico, una tendencia más suave en el Arte, más melodiosa, endulzada o acrisolada dulcemente, pero, también, emocionalmente vertiginosa. Vemos ahora dos obras de este especial momento dieciochesco, un siglo racional y frío pero que empieza a coincidir con balbuceantes formas de un cierto sentimiento explicitado, algo que, dentro de poco tiempo, arrasaría con un ferviente nuevo estilo la forma de entender el mundo y sus pasiones: el Romanticismo más desgarrador. Así es como el apasionado pintor italiano Gaspare Diziani (1689-1767) compuso su versión mitológica del rapto de una forma totalmente diferente. Con la imagen de una Deyanira que mira fijamente a su héroe, hacia su salvador y amado esposo. Y, por primera vez, incluye el pintor un cuarto personaje -un dios menor de los ríos- que representa al viejo barquero atropellado por el vil asalto del centauro. Esta es una libertad artística del momento histórico -el siglo de las luces y del humanismo más ferviente-, donde se reconocen la presencia de esos secundarios y plebeyos personajes. En la siguiente obra de otro creador del mismo siglo, Louis Jean François Lagrènèe (1724-1805), observamos también al anciano personaje abatido tras pasarle el centauro por lo alto. Aquí vemos una composición característica de ese endulzado periodo -una mezcolanza de Rococó y Neoclasicismo- con sus colores melodiosos o apagados. También apreciaremos el semblante sonrosado y doliente de una Deyanira abatida que, ahora, con su mano, se dirige hacia su héroe expresando así el gesto de una sentida pareja alejada de su esposo. Esta tendencia estilística del siglo XVIII suavizaría incluso la parte no humana del centauro, embelleciendo más aún su piel animal con un ahora suave y dulce color blanco.

Y llegamos por fin al último siglo que glosaría en un lienzo las diversas sensaciones de esa leyenda mítica del centauro y de Hércules. Del siglo XIX expongo cuatro imágenes para comprender la complejidad del Arte en esa época. Comienzo por el Academicismo correcto de Jules-Élie Delaunay (1828-1891). En su Muerte del centauro Neso, ¿qué personajes observaremos aquí? Porque no menciona el título de la obra ni el rapto ni a Deyanira, ni siquiera a un Hércules invicto. Es ahora solo la muerte del centauro lo que expresa su autor. Un gran giro en la leyenda, el mismo cambio histórico que haría por entonces, durante el año 1870, el mundo y el Arte. ¿Por qué? Pues porque el mundo había cambiado entonces por completo. El Romanticismo ya pasó, el Realismo se implantaba, pero además un Decadentismo comenzaría a enfrentarse entonces con un Academicismo pragmático y prevalente. Por tanto algo se envolvía en un nuevo y deseado gesto cultural: la pulcritud de lo verídico, es decir, de lo que debía ser representado fielmente a la realidad pero, sin embargo, sin involucrarse del todo ni sentimental, ni moral, ni política o religiosamente. 

Del mismo modo, el pintor español José Garnelo (1866-1944) trataría de contar luego con trazos más verídicos cómo debió ser la escena real de aquel rapto. Porque ahora sí que demuestra el creador español que fue un asalto sexual y motivado solo por ello. La voluptuosidad la señala el autor claramente en los personajes retratados, esos mismos seres con los que el pintor tituló su obra. El Realismo decimonónico le permitiría hacerlo sin pudor. Incluso se permite el pintor ofrecer un cierto halo retador de triunfo al centauro Neso frente a un Hércules ahora más inseguro. Por último, dos extraordinarias obras del Simbolismo de finales del siglo XIX. Porque esta maravillosa tendencia revuelve aquí por completo la leyenda y reivindicaría también la heroicidad más insigne de la misma. En su caso, Arnold Böcklin transformaría absolutamente -con su singular forma de hacer Arte- el mito de ese rapto. Ahora no vemos al gran héroe Hércules por ningún lado, solo otra cosa distinta, algo muy propio de finales del siglo XIX, un tiempo -el año 1892- donde por entonces la mujer comenzaría a enfrentarse con la masculina sociedad tradicional y su destino en ella.

De ese modo, el pintor Böcklin opone un Centauro sorprendente a una Deyanira poderosa, una mujer ahora aquí más arrogante y fuerte. El simbolismo nuevo de la imagen refleja sólo como humano el rostro de la bestia, lo demás no lo es, o lo es mucho menos. Y además indica en su rostro humano el sorprendido ademán de un fatal golpe recibido por el brazo de una fuerte luchadora, más que por el de una frágil víctima acosada por un monstruo. El otro lienzo simbolista es del pintor alemán Franz von Stuck, un creador que retoma la figura excelsa del gran héroe, un símbolo por entonces -finales del siglo XIX- del hombre más poderoso, del super-hombre nietzscheano que salvará a la humanidad de los desolados atropellos malignos o de lo más denigrante y desalmado. Y, con tantas maneras de hacerlo o de representarlo, finalmente, ¿dónde estará la verdad, si es que ésta importa algo? Porque, ¿importará la verdad? En absoluto. Realmente el Arte no está ni estará para eso. Es el Arte una parte de la verdad pero no toda la verdad. Y así los creadores supieron siempre entenderlo. Al final se tratará tan sólo de Belleza: de mensaje embellecido, de propuesta embellecida o de información embellecida. De lo que queramos que sea, pero, eso sí, solo en el Arte la expresión de un maravilloso momento embellecido.

(Obra del pintor cuatrocentista Antonio Pollaiuolo, Hércules y Deyanira, siglo XV, museo de Arte de Universidad de Yale, USA; Óleo Palas y el Centauro, 1482, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia; Fresco El triunfo de Galatea, 1511, Rafael Sanzio, Villa Farnesina, Roma; Óleo Hércules y Deyanira, 1585, del pintor manierista Bartholomeus Spranger; Lienzo de Guido Reni, El rapto de Deyanira, 1621, Museo del Louvre; Obra El rapto de Deyanira, Gaspare Diziani, c.1750; Obra El rapto de Deyanira por Neso, 1755, Louis Jean François Lagrénée, Museo del Louvre; Óleo Muerte del centauro Neso, 1870, Jules-Élie Delaunay; Obra del pintor español José Garnelo, Hércules, Deyanira y Neso, 1888, Real Academia de San Fernando, Madrid; Obra simbolista de Arnold Böcklin, Deyanira y Neso, 1892; Lienzo simbolista, Hércules y Neso, 1899, Franz von Stuck.)

10 de enero de 2014

La expresión más inútil, melancólica y frustrante por buscar y crear Belleza durante toda una vida.



Con la maravillosa forma de endulzar lo trágico que tiene el Arte, el manierista además, vemos en este lienzo del genial Tiziano (c.a.1485-1576), para ese momento histórico de exaltación de la Belleza, una de las creaciones más sórdidas, impactantes, duras y sanguinarias del pintor y del propio Manierismo. Fue al final de su larguísima vida cuando el pintor veneciano compuso esta escena tan trágica. Una imagen donde un amable sátiro -criatura mitológica alegre, pícara y atrevida- es colgado bocabajo de un árbol en un atropello violento para ser torturado con el desollamiento más despiadado de su cuerpo. Basado en una leyenda del escritor Ovidio -Las Metamorfosis-, donde nos cuenta el poeta romano el enfrentamiento entre el dios Apolo -conocido por su orgulloso alarde con la lira- y el indolente y bondadoso Marsias -un virtuoso de la más sencilla flauta-. Este agradable sátiro había adquirido con su flauta una extraordinaria confianza, llegando a realizar interpretaciones maravillosas. Fue entonces cuando el dios Apolo le retaría a una competición musical. Para ese momento decisivo, no dudaría Marsias en enfrentarse al poderoso dios Apolo. ¡Qué ingenuidad! Qué cruel destino más peligroso el de los dulces seres que, como Marsias, no verán el terrible y espantoso destino de atreverse a retar a los mismos dioses, a la cruel vida desatenta... Esa vida que a veces, ofuscada y vengativa, se ofenderá fatalmente con sus criaturas indolentes. No le bastaría al gran Apolo con ganar obligando a los jueces -en este caso Midas y unas Bacantes- a elegirle a él, decidió además atropellar con la violencia más descarada al atrevido, amable e ingenuo Marsias. En otra leyenda mítica se enfrentaría el rey Midas con la tesitura de juzgar una competencia entre dos dioses: Pan y Apolo. Algo peor aún, donde ahora solo el juzgador podría salir mal parado. Y así fue ya que el independiente y honesto Midas siempre ofrecería su opinión libremente, y en ningún caso era a favor del vanidoso Apolo. Así que ahora, frente al dios Pan, acabaría el dios Apolo ofendido para siempre y transformando luego las orejas del rey Midas en las de un pequeño burro maldiciente. Sin embargo, en el lienzo de Tiziano El castigo de Marsias Midas es ahora un juez más: ofrecerá su aplauso a Marsias mientras que las Bacantes, más simpatizantes de Apolo, se lo acabarán negando, trágicamente.

Es por lo que el dios de la razón, de la luz, de lo perfecto y lo correcto -Apolo- acabaría destruyendo a un representante de lo dionisíaco, de lo amable, de lo ingenuo o de lo confiado. Justo lo contrario de lo que simbolizaba el racional Apolo, es decir, la fuerza de la inspiración, de la emoción, de la oscuridad, de lo imperfecto o de lo desbordante, todo aquello que representaba el dionisíaco y bondadoso Marsias. El pintor Tiziano terminaría meses antes de morir este misterioso, melancólico, duro y esclarecedor lienzo manierista. Esclarecedor porque acabaría comprendiendo el propio pintor que, después de todos sus años de creación artística, nada terminaría siendo justificado en el mundo del Arte como un extraordinario alarde estético -ni siquiera uno como éste, tan artístico o tan ético- para descubrir y representar la Belleza deseada, algo tan querido, perdido y anhelado por los hombres. ¿Dónde estaría entonces esa Belleza deseada en un mundo tan carente de ella? En el cuadro manierista aparece autorretratado el propio pintor, ahora como el rey Midas sentado a la derecha. Refleja el semblante meditabundo y desolado de un ser que observa, al final de su larga vida, cómo la ilusión confiada e ingenua de algunos seres terminaría, irremediablemente, superada por los acontecimientos terribles de un mundo cruel y desatento. Y el pintor italiano utilizaría -anticipadamente, como los grandes genios- una fuerza estética poderosa con sus colores y sus trazos manieristas, ahora tornasolados, ahora abigarrados, casi expresionistas..., para poder con ellos plasmar así las terribles contradicciones o sinrazones tan absurdas de este mundo. Así es como serán fijados los rasgos estéticos en la obra manierista, con la sensación tan expresiva de querer narrar el dolor o el tormento más descorazonador de la vida.

Tan impactante fue la obra que creadores actuales se habrían inspirado en ella para componer, expresionistamente, sus homenajes al gran maestro veneciano. Porque en esta curiosa obra de Tiziano está todo lo que ofrece una alarmante anatomía de la crueldad o de lo más despiadadamente inhumano. Porque son ahora los mismos dioses, descaradamente, los que intervienen, sin embargo, en el terrible castigo infringido al bondadoso e inocente Marsias: el dios Apolo, el dios Pan y otro sagrado personaje. Luego además unos ajenos espectadores, pasivos y tranquilos, acuden a observarlo mientras sufre su terrible martirio. Por ejemplo, el rey Midas, representado en la obra como el propio pintor; también la diosa Atenea con su violín y unos diosecillos, así como algunos inocentes animales. Todos ellos miran ahora la escena aterradora sin inmutarse. Hasta el propio Marsias mirará, invertido ahora su cuerpo, hacia afuera del cuadro -hacia nosotros, hacia los que estamos ahora mirando la obra- con sus ojos inhibidos y una cierta mirada sin dolor, sin rencor incluso, sin ira, sin otra cosa más que una especial dulzura incomprensible. Esa misma sensible dulzura que, sin embargo, de las cosas inevitables y duras de la vida, se acabarán engarzando, sosegadamente, entre una inútil emoción y su evadido ánimo.

(Óleo Desollamiento de Marsias, 1576, Tiziano, Palacio Arzobispal de Kromeriz, República Checa; Cuadro del artista actual Daniel Goodman, Desollamiento de Marsias después de Tiziano; Obra Estudio sobre el desollamiento de Marsias, Tom Phillips, 1986, National Portrait Gallery, Londres; Obra Marsias desollado por Apolo, 1964, André Masson.)
 

4 de enero de 2014

El gran salto de la modernidad fue una alegoría primitivista, orientalista, rústica y natural.



Picasso no llegaría a titular sus obras justo al terminarlas, a veces tardaba hasta dos años en hacerlo. Cuando finalizó una de sus obras más emblemáticas del inicio cubista -esas mujeres desnudas y deformadas realizada en el año 1907-, no fue entonces sino un amigo y crítico -André Salmon- quien nombraría el cuadro tan modernista como Las señoritas de Avinyó. Hacía referencia con ese título a unas putas de un prostíbulo de la calle Avinyó de la ciudad de Barcelona. Pero, como fuese ese un lugar muy poco conocido, alguien empezaría a confundir el nombre de la calle barcelonesa con la palabra homófona más conocida de la ciudad francesa de Avignon. Sin embargo, ¿qué llevaría a Picasso, verdaderamente, a crear esta pintura tan absolutamente extraña para entonces? El Impresionismo había comulgado gratamente con las innovaciones técnicas y el progreso social del siglo XIX. Así fue como los pintores Manet y Monet, por ejemplo, plasmaron ciudades modernas y orgullosos ferrocarriles en sus maravillosos y sublimes cuadros impresionistas. Las grandes naciones europeas habían colonizado casi todo el mundo y trataron de influir en esos territorios, en sus gentes y su historia. Europa celebraría durante el año 1884 en Berlín una conferencia para repartirse todo el mundo colonial conocido y por conocer. Así se descubrirían entonces las veladas intenciones egoístas de la sociedad occidental en esos remansos de naturaleza virgen, pura, oriental y primitiva.

Pero también por entonces nuevos jóvenes creadores, artistas nacidos en la segunda mitad del siglo XIX, comenzaron a romper con sus maestros o con los convencionalismos -si no técnicos y académicos sí conceptuales y morales- ofreciendo ahora una nueva forma de expresión que ellos entendían como el mejor modo de representar las cosas del hombre y de su mundo. Sin embargo, no era todo eso nuevo del todo. El orientalismo, por ejemplo, fue una forma de expresar lo diferente o desconocido en Europa desde el siglo XVIII, resaltando las virtudes oníricas o fantasiosas de un mundo que, por su exotismo, conllevaría tanto una admiración como una afición -aunque más personal que social o institucional- en el mundo del Arte occidental. Lo primitivo fue utilizado como un concepto contradictorio por entonces, es decir, como una forma tanto despectiva como positiva de entenderlo. Cuando en el año 1886 llega el pintor Paul Gauguin a la región de Pont-Aven, en la costa noroccidental francesa, descubre un lugar elegido treinta años antes por otros artistas y creadores anteriores. Un lugar donde vieron el paraíso pintoresco y alejado de la avasalladora sociedad industrial, que, por entonces -mediados el siglo XIX-, podría aún representar aquellos valores puros e íntegros que ellos anhelaran tanto. En esta región francesa se desarrollaría una nueva forma de crear -La escuela de Pont Aven-, una tendencia artística que luego llevaría a otras diferentes -aunque parecidas- escuelas por toda Europa. Tendencias que tratarían de innovar con sus alardes primitivos una inspiración más natural o más cercana a las cosas simples, así como también muy alejadas de toda sofisticación, industrialización o desarrollismo.

Es por lo que el Arte Moderno surgió de una oposición a la cultura tradicional, industrializada y urbana de finales del siglo XIX europeo. El creador francés Alphonse-Etienne Dinet (1861-1929) llegaría incluso hasta cambiar de creencia religiosa -se haría musulmán- para identificarse mejor con el mundo que más le arrebataría y seducía de las regiones norteafricanas de la Argelia francesa. En sus retratos de belleza racial de las mujeres argelinas trata el pintor de conseguir describir la naturalidad y pureza de sus rasgos como la más perfecta representación de lo ideal o de lo exquisitamente natural, sin los aspectos contaminados o abyectos de la hiriente sociedad occidental de la que era originario. En Las señoritas de Avignon el creador español Picasso rompe completamente con la forma de entender la perspectiva, los contornos, el perfil y los colores usados por sus maestros. Pero, sin embargo, ¿no dejaría también traslucir además una expresión primitiva con esos semblantes tan tribales de sus señoritas retratadas? No obstante, asociaría así el pintor cubista una manera de crear innovadora con una interpretación reivindicada de esos mismos elementos. Esos elementos con los que, otros antes que él, habían comenzado a llevar a cabo -aunque de otra forma- sus creaciones artísticas innovadoras. Gauguin fue un claro precedente de esto. Su extraordinaria producción polinesia muestra la inspirada manera de vincular, por oposición, naturaleza frente a sociedad urbana por ejemplo. Es decir, poblaciones inocentes todavía puras y entregadas a su sentido natural frente a los seres depravados, obtusos y pretenciosos de la torturada y torturante sociedad industrial.

Pero, ¿no sería todo eso además una forma de utilización artística de esas culturas primitivas para realizar con ellas una manipulación ahora de su devenir histórico? Porque todo Arte es una forma de poder subliminal, de subjetivismo para ser expresado siguiendo unas pautas propias que cada creador condicionará con su obra. Sin embargo, ¿se justificará el Arte para poder ser utilizado así como un arte manipulador...? El Arte, sin embargo, es y debe ser libre en todas sus matizaciones. El Arte pictórico sólo es una expresión artística más de todas las que existen. Y el Arte, además, más allá de una visión bella o marcadamente conceptual, no tratará nunca de conseguir cambiar nada, ni de condicionar nada, por mucho que el que lo exprese lo pretenda así, o parezca que lo pretenda, de la forma ahora más condicional o manipuladora que quiera expresarlo. Sin embargo, todo eso fue el gran salto que diera por entonces el Arte clásico hacia la modernidad.

(Óleo La siesta, 1933, del pintor Marius Buzon, Francia; Obra Las señoritas de Avignon, 1907, Picasso, Museo de Arte Moderno, Nueva York; Cuadro Escena en el jardín de un serrallo, 1743, Giovanni Antonio Guardi, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Óleo En el borde de la Rambla, 1890, Alphonse-Etienne Dinet, Museo de Reims, Francia; Pintura de Paul Gauguin, Visión tras el sermón, 1888, Galería Nacional de Escocia; Obra Los dioses y sus fabricantes, 1878, Edwin Long, Inglaterra; Obra de Van Gogh, Retrato de Père Tanguy, 1887, Museo Rodín, París; Óleo Mata Mua -Érase una vez-, 1892, Paul Gauguin, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)