1 de noviembre de 2013

Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar.



Los festejos, celebraciones o efemérides relativos a la muerte no fueron llevados a lo más desarrollado culturalmente sino por el inteligente pueblo griego. Todas las culturas de la Antigüedad, desde el primitivo Paleolítico incluso, entendieron pronto que el fin de la vida encerraba un misterio posible, finalmente, de poder llegar a comprenderse... Pero fue la mitología helénica la que más conseguiría acercar esa eventualidad inevitable y maléfica, irreversible o descorazonadora, a la vida más cotidiana o a los sentimientos más emotivos y sencillos de los hombres. ¿Qué mejor historia que contar para edulcorar lo devastador de la muerte y sus oscuros caminos que la leyenda griega de Perséfone y Deméter? Todas las religiones del mundo desde los antiguos egipcios en adelante trataron de exorcizar esa finitud de la vida. Elaboraron rituales, leyendas y procedimientos para entender la muerte así como diferentes maneras para sublimarla. Egipto fue una de las primeras culturas de la historia en hacerlo, de lo que idearon los egipcios de la muerte muchas otras culturas compusieron sus propias maneras de entenderla. Pero sólo Grecia fue originalmente la más sutil, la más elaborada, la que más prosperaría e influiría culturalmente en la historia. Roma acabaría asimilando la cultura griega y llevando a su sentido religioso toda aquella mitología helénica de la muerte. Hasta que el cristianismo apareciese después para vencer a todas las religiones precedentes. Y lo hizo por entonces ignorando muchas cosas, evitando otras, transformando algunas y creando las suyas propias.

Pero nunca el cristianismo festejaría las formas paganas que enaltecían la muerte o la celebraban sin complejos ni miedos. No lo haría jamás. La festividad católica de Todos los Santos y Fieles difuntos, por ejemplo, fue una celebración católica que evolucionaría con los siglos para honrar a los mártires cristianos de los primeros años del cristianismo, aquellos santos mártires caídos por su Dios. Porque llegaron a ser tantos los caídos que no habían días suficientes al año para recordar a cada uno de ellos. Se decidió entonces que todos los mártires juntos, los conocidos por sus gestas y los que no, celebrarían un día al año para recordar su entrega y segura resurrección posterior. En los primeros momentos del cristianismo, entre los siglos II y III, se comenzó eligiendo el domingo anterior a la fecha de Pentecostés (cincuenta días después de la resurrección de Cristo) para recordarlos a todos. Fue el papa Gregorio III quien en el siglo VIII consagraría una capilla en el Vaticano para homenajear a todos los santos, y coincidió que lo hizo el primero de noviembre. Así se fijaría luego esa fecha aleatoria para homenajear a los santos cristianos. Su sucesor años más tarde, el papa Gregorio IV, llevaría a celebrar esa festividad del uno de noviembre a toda la Cristiandad. Pero no fue esa festividad cristiana ni una exaltación de la muerte ni un ritual que la acercara a sus misterios -algo que sí hizo la mitología griega-, tampoco que satisfaciera los necesitados anhelos de los hombres por conocer qué era la muerte y por qué existía... Esas eran cuestiones que se enaltecieron antes en el paganismo y que luego la nueva religión triunfante no estaría dispuesta a confundir los misterios paganos con los suyos. Cuando el cristianísimo emperador Justiniano I de Bizancio decide en el siglo VI anular por completo el culto pagano de Isis y Serapis, acabaría para siempre con cualquier leyenda que tuviera en sus misterios acoger, con serenidad y sentido, el oscuro camino de la muerte.

Y el Arte, como siempre, nos ayudará a descifrar las leyendas y las formas que la cultura grecorromana -la que prevaleció en Occidente y habría llevado a lo más tranquilizador y elaborado la idea de la muerte- tuvo para comprender la muerte y sus misterios. Cuando los griegos de Alejandro Magno alcanzaron a dominar todo el mundo conocido durante el siglo IV antes de Cristo, llevaron a Egipto sus propios dioses utilísimos. Pero lo hicieron entonces muy amablemente, es decir, combinando los suyos con los autóctonos, creando así un sincretismo útil muy efectivo. Isis era la diosa madre egipcia de la fecundidad y del renacimiento, de la resurrección por tanto. Osiris era su dios-hermano, la versión egipcia masculina de todas las cosas, y, al mismo tiempo, su propio esposo. Apis era la divinidad egipcia de los ritos funerarios, el dios egipcio de la muerte. Pero tenía Apis figura de animal y los griegos rechazaban ver imágenes de dioses con forma de animal. Así que los egipcios helenizados crearon entonces a Serapis (de Osiris y Apis), un dios helenizado ahora de Egipto, un dios pagano que acabaría simbolizando todas las fuerzas ocultas y todos los misterios de la vida. Los siglos pasaron y los romanos alcanzaron a dominar todo lo que los griegos habían dominado antes. Para Roma el sentido de la muerte que los griegos habían ideado era algo muy necesario y, por tanto, compartido por ellos. Sus misterios y celebraciones -los cultos y festejos griegos de Eleusis- y sus mitologías escatológicas -referidas a la muerte- de la diosa Deméter (Ceres en Roma) y de Perséfone (Proserpina en el mundo latino), fueron algo que los romanos no solo mantuvieron sino que llevaron más allá.

Al conquistar Egipto Roma trataría de asimilar también, como antes lo había hecho con Grecia, toda la cultura egipcia que ellos considerarían valiosa. Así fue como los romanos convirtieron a una diosa madre egipcia, la fecunda y natural Isis, en una diosa también de los infiernos, de la muerte y de sus misterios. Isis acabaría siendo asimilada a Proserpina, aquella diosa romana consagrada y matrimoniada con Hades -el dios de los infiernos y el lugar de los muertos- y, por tanto, con sus oscuros destinos escatológicos.

Feliz aquel de entre los hombres que sobre la tierra vive que llegó a contemplarlo. Mas el no iniciado en los ritos, el que de ellos no participe, nunca tendrá un destino semejante, al menos una vez muerto bajo la sombría tierra.

(Culto mistérico. Himno a Deméter. Homero. VV. 480-482.)


Sería el emperador romano Calígula y después su tío el emperador Claudio quienes llevaron a Roma el culto egipcio de Isis, representando además de una diosa de la vida ahora una diosa de la muerte. El pintor británico Alma-Tadema pintaría en el siglo de las épicas consagraciones artísticas más clásicas, el siglo XIX, su obra artística Un emperador romano. La obra de Alma-Tadema es excepcional y grandiosa, su composición asombra y maravilla a la vez. En dos escenas diferentes representaría el momento de la muerte de Calígula por un pretoriano romano. Por un lado vemos el cadáver imperial asesinado por su propia guardia, por otro la exaltación o nombramiento del siguiente nuevo soberano: el apocado y pusilánime Claudio. Otra obra clásica de ese siglo decimonónico es la del pintor polaco Henryk Siemiradski (1843-1902): Friné en el festival de Poseidón en Eleusis. Aquí veremos ahora una escena de los Cultos de Eleusis en la antigua Grecia, en este caso la presentación de Friné -una hermosa prostituta griega- representada como una bella Afrodita entregada a los mares para llevar a cabo su virginal purificación.

Pero es de nuevo el genio extraordinario de Rembrandt, el gran pintor holandés del Barroco, el elegido ahora para inmortalizar el rapto de Proserpina (o Perséfone), rapto llevado a cabo por Plutón (o Hades), el dios de los infiernos. La divinidad más oscura de la mitología -Hades- secuestra a la joven y bella diosa Proserpina para llevarla al único lugar desde donde no es posible regresar. Esta obra maestra del genio holandés consigue que admiremos aún más esa mitología griega de la muerte, ya que utilizaría el pintor para impresionarnos los claroscuros más sutiles para compendiar bellamente una leyenda tan misteriosa. Dividido diagonalmente, el lienzo de Rembrandt nos permite vislumbrar la frontera entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Esta separación está representada aquí entre un cielo azul profundo, ¡vivo!, y el fondo opuesto de un oscuro universo mortal, vil y tenebroso. Pero aquí son ahora los cuerpos inclinados los que el creador holandés utiliza para delimitar esa frontera temible hacia un paso misterioso. La túnica de Proserpina forma en el lienzo de Rembrandt una línea liminar delimitada.  Esta línea es una separación sutil entre la vida y la muerte que es representada aquí por un elemento material -el manto de Proserpina y las manos de los compañeros de la diosa- asido ahora desesperadamente para rescatar a Proserpina de aquel terrible abismo subyacente. Un movimiento este tan opuesto y espontáneo, tan decidido, con el que tratarían sus amigos, inútilmente ya, de que el dios del inframundo no consiguiera así su terrible propósito.

(Óleo de Rembrandt, El Rapto de Proserpina, 1631, Berlín, Alemania; Fotografía de la escultura helenística del siglo II d. C., Serapis, Cancerbero e Isis-Proserpina, Museo de Arqueología de Heraklion, Creta; Imagen de Isis-Proserpina, Museo de Heraklion, Creta; Lienzo del pintor polaco Henrik Siemiradski, Friné en el festival de Poseidon en Eleusis, 1889, Museo de Arte Ruso, San Petersburgo; Óleo Un emperador romano, Claudio, 41 dC, del pintor Alma-Tadema, 1871; Óleo El regreso de Perséfone, 1891, del pintor prerrafaelita inglés Frederic Leighton.)

1 comentario:

Unknown dijo...

Curioso e interesante el modo en que nos expones, el día de todos los santos, la evolución de dicha festividad a través del tiempo.

Los mitos y leyendas creados alrededor de la muerte, cuyo fin en muchos casos, era restar temor, han dado lugar a grandes obras de artes.

Gracias por exponer tan oportunamente algunas de ellas consiguiendo con ello, un mejor entendimiento del arte.

Un abrazo.