22 de octubre de 2013

Con los colores puros la luz obrará en ellos un solo efecto, y, ese solo efecto, producirá Belleza.



¿Qué sucedería a mediados del siglo XVIII -siglo de las luces- para que algunos hombres y mujeres miraran atrás tanto para descubrir ahora una nueva Belleza? Fue un historiador alemán, Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), enamorado de la Antigüedad helena, quien escribiera en el año 1755 su ensayo Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en Arquitectura y Pintura. ¿Por qué ese desaforado anhelo de volver a desempolvar un Arte clásico que fuera ya reivindicado, sin embargo, siglos antes en el Renacimiento? Como historiador, Winckelmann conocía perfectamente el desarrollo que esa tendencia renacentista habría llevado en el Arte, pero que, sin embargo, produjo -para él- el detestable Manierismo desenfocado, luego el aberrante Barroco desentonado y más tarde el almibarado Rococó. No, nada de eso conseguiría realmente enardecer aquel brillo clásico tan maravilloso de sus grandes autores griegos de la Antigüedad, los únicos a los que Winckelmann más admiraría de todos. Para él la Belleza no podía ser otra cosa que perfección estética pura. Y ninguna parte de ningún conjunto artístico, por muy pequeña que fuese, podía dejar de mantener los principios estrictos de pureza. Uno de los primeros pintores que acogieron sus teorías clásicas fue el checo Anton Raphael Mengs (1728-1779).

Tal influencia desde su cuna llevaría este pintor de los grandes creadores de belleza clásica, de aquel auténtico Renacimiento que luego desapareció, que su padre lo bautizaría con los nombres de sus dos más amados pintores renacentistas: Antonio Correggio y Rafael Sanzio. Sería educado Mengs estrictamente en la pintura de esos planteamientos clásicos. Y, más tarde, descubriría a Winckelmann...  De ese modo iniciaría con él uno de los movimientos que más impacto dejaría en el clasicismo y que, sin embargo, más pronto terminaría en la historia del Arte de ese siglo: el Neoclasicismo. Mengs viajaría por toda Europa, particularmente por la corte española de tres reyes hispanos: Fernando VI, Carlos III y Carlos IV. Crearía para la esposa de este último rey, María Luisa de Parma, un conjunto artístico de cuatro pinturas, Las horas del día, actualmente expuesto en el gubernamental Palacio de la Moncloa de Madrid. En una de ellas, Diana como personificación de la noche, se observa la materialización de la teoría neoclasicista de esos hombres embargados por una pasión clásica tan desmesurada. ¿Qué es lo que habría que destacar más en una obra de Arte neoclásica?: ¡todo! Nada podría dejar de destacarse sobre otra cosa, todas las partes debían acogerse mutuamente a su destacada perfección. Los colores debían ser puros y auténticos; las figuras completas, centradas e idealizadas; los contornos, la línea de los perfiles de lo que se representa en cualquier figura, debían ser perfectos. Aquí, en la modelo representada en su obra como la diosa Diana, vemos una de las piernas humanas más extraordinariamente conseguidas de toda la historia del Arte.

Raphael Mengs escribiría incluso su propio tratado de Arte, su propia teoría clásica para dar a conocer su idea de Belleza y Arte. En el año 1762 publicaría Reflexiones sobre la Belleza y el gusto de la pintura. Escribió Mengs por entonces: Una cosa será bella cuando corresponda a la idea que debemos tener de su perfección. Un niño será feo si tiene cara de viejo, lo mismo le sucederá al hombre que tenga cara de mujer, y la mujer con facciones de hombre no será ciertamente hermosa. Más adelante, nos sigue diciendo el pintor checo: Perfecto es lo que vemos lleno de razón; como cada figura no tiene más que un centro o punto medio, así la naturaleza en cada especie tiene un solo centro en el que se contiene toda la perfección de su circunferencia. El centro es un punto solo y la circunferencia comprenderá una infinidad de puntos, todos ellos imperfectos en comparación con el punto medio. 

Fue el Neoclasicismo una idealización universal de la Belleza expresada con los presupuestos clásicos de la Antigüedad grecorromana. La sensualidad -el acercamiento a los sentidos-, entendida ahora como lo más visceral, real o natural que podamos usar para acercarnos a la Naturaleza, no era para los neoclásicos algo necesario ni imprescindible. El único sentido para ellos válido era la inteligencia, la razón, por eso comulgaría esta tendencia artística con un siglo ilustrado -algo curioso en un siglo de progreso y no de buscar atrás-. La inteligencia compone y recibe entonces así el único Arte que deba ser admirado por el hombre. Por eso mismo crearon estos pintores neoclásicos los gestos y las miradas, las figuras y sus representaciones, como deberían ser verdaderamente en la vida, no como eran, o, también, como se hiciera en el Manierismo. Aquí los modelos representados en el Neoclasicismo sí permitirían ser visionados como pueden serlo de ser ellos conformes a su perfección, conformes a su naturaleza perfecta, la más perfecta de todas, aquella naturaleza que alcanzaría, de conseguirlo, llegar a ser la mayor sensación de plenitud estética en este mundo.

(Todas obras de Anton Raphael Mengs: Diana como personificación de la noche, 1765, Palacio de la Moncloa, Madrid; Detalle de San Juan Bautista en el desierto; Óleo San Juan Bautista en el desierto, 1774, Hermitage, San Petersburgo; Retrato de María Josefa de Austría, 1776; Perseo y Andrómeda, 1778, Hermitage; Autorretrato, 1775, Hermitage; Retrato de Joaquín Winckelmann, 1774, Hermitage.)

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