31 de mayo de 2013

No fue la belleza sino el espanto lo que crearía el Arte y la vida.



Llevamos en nosotros el desconcierto de haber sido concebidos. No hay imagen que nos afecte que no nos recuerde los gestos que nos hicieron...   Así comienza su libro El sexo y el espanto el escritor francés Pascal Quignard.  Más adelante nos relata la historia de un pintor de la antigua Grecia, Parrasio de Éfeso (440-380 a.C. aprox.), el cual compraría una vez un viejo esclavo al que hizo torturar como al modelo ideal para la representación perfecta de la imagen estética de un  Prometeo herido.  No es lo bastante triste, dijo Parrasio al verlo. El pintor pidió entonces que torturaran al anciano. Algunos protestaron. Pero él insistió: yo lo he comprado.  Le clavaron las manos.  El pintor comenzaría entonces a preparar el lienzo. ¡Encadénalo!, dijo luego Parrasio a un ayudante, quiero darle más expresión de sufrimiento. El viejo esclavo lanzó entonces un grito desgarrador. ¡Tortúralo más, más aún! Perfecto, mantenlo así, pronunció el pintor griego decidido. El anciano tuvo entonces un acceso de debilidad y lloró. El pintor le dijo ahora: tus sollozos no son todavía los de un hombre perseguido por la furia de Zeus. El anciano empezaría a no poder resistir más y le habló así al pintor: Parrasio, me muero.  Pero el pintor le contestó:  Quédate así, así.    Toda pintura es ese instante...

Desde las creaciones más primitivas hasta el Barroco, la Pintura habría privilegiado el asombro o el espanto como motivo fundamental de su composición iconográfica.  Qué pintarían más los hombres del Paleolítico sino fieras salvajes, algo que, con toda su hermosa calamidad natural, les acabarían ofreciendo la fuerza necesaria para poder sobrellevar su propio temor ante la vida. Cuando al gran artista renacentista Miguel Ángel le encargaron decorar los techos de la Capilla Sixtina no se alegraría demasiado, ya que toda su vida había querido solo esculpir, tan sólo esculpir la piedra, únicamente. Aun así, compuso una de las maravillas pictóricas más grandiosas de toda la historia del Arte. En una de las pechinas de los muros de esa capilla vaticana, entre dos arcos decorados de su bóveda impresionante, situaría Miguel Ángel a uno de los personajes mitológicos que incorporase a su extraordinaria hazaña artística: La Sibila de Delfos. Las sibilas eran unas sabias mujeres que fueron profetisas del dios Apolo en la antigua Grecia. Eran ellas consultadas por entonces para saber el porvenir. Sin embargo aquí, en esta creación renacentista de Miguel Ángel, simbolizaría este curioso personaje mítico griego otra cosa distinta, la anunciada venida de Cristo...

Pero el gran pintor italiano no supo mejor por entonces que componer su rostro con una cierta mirada de inquietud, con un adusto gesto humano ahora de un cierto espanto. Porque el espanto como emoción humana se habría ocasionado ya de la extraña sensación percibida por dos de las sorpresas más inevitables en la vida de los seres humanos: la de nacer y la de morir. Entre medias crearemos cosas, viviremos y exorcizaremos, además, esos dos momentos tan radicales: aquel momento inconsciente en el que nacimos desconcertados, y el otro momento -que ignoraremos cuándo- donde el consciente, a veces, nos descubrirá el espanto...   El gran escritor y poeta argentino Borges, para ensalzar a su bella ciudad natal -Buenos Aires- escribiría unos lúcidos versos sorprendentes:  No nos une el amor sino el espanto.  Y es así como se iniciará toda colosal aventura de la vida, sentimental o no: con un cierto espanto.  Aunque luego sea cuando ese gesto dé entonces paso a otra cosa o no lo dé, es decir, que suceda que dé lugar a poder llegar a  entenderlo o, tal vez, a padecerlo...  Ambas cosas, quizá, a la larga, algo que para entonces, junto a la vida desatenta, inevitablemente, acabará.

Uno de los pintores franceses más cortesanos y galantes del siglo XVIII lo fue el genial Jean-Honoré Fragonard (1732-1806). Crearía escenas rococós de una gran seducción erótica, las primeras de toda la historia del Arte. Donde, además de belleza, supo transmitirnos un cierto efímero mensaje de sabiduría emocional. En su obra El beso robado -creada en el año 1790- nos representa una joven pareja que expresa una escena muy romántica. Un joven se atreve, sorprendido, robándole un beso a la mujer que tiene a su lado, asombrada también ahora ella por ese impulso espontáneo tan inesperado. La sorpresa ante este acceso amoroso el pintor la hace ver con el gesto precavido y la tímida mirada de ella dirigida ahora hacia una impúdica puerta, un frágil muro fronterizo ahora que separará a los amantes de la mirada inquisitiva de los otros. Entonces ella, para evitar el terrible acceso voluptuoso, con una de sus manos indecisas tratará de asirse, inútilmente ya, a cualquier otra cosa que la ayude. Así es como le sobreviene a ella ahora un cierto espanto, uno que no podrá evitar sentir ante la sorpresa de vivir algo tan fugaz o tan definitivo. Y esta emoción la sentirá, además, de un modo inconsciente gracias a haber sido concebida de una determinada forma, desgarradora, voluptuosa, desbordante, y que la llevará en su vida a estar inconscientemente consternada ya tanto por el asombro como por el espanto.

(Detalle del fresco de la Sibila délfica, Capilla Sixtina, Miguel Ángel, Siglo XVI; Cuadro La musa del amanecer, 1918, del pintor simbolista francés Alphonse Osbert; Imagen de Pintura Parietal de la Cueva de Chauvet, Francia; Óleo del pintor orientalista inglés Ernest Normand, Pigmalión y Galatea, 1886, Galería Atkinson, Inglaterra; Óleo El beso robado, 1790, Jean Honore Fragonard, Museo Hermitage, San Petersburgo.)

19 de mayo de 2013

La inexpresión más expresiva que existe, la que nos sorprende ahora porque no nos ve.



De todas las causas para sorprendernos ante un rostro que miramos, la más de todas ellas es comprobar cómo nada nos hace más efecto que una extraña manera de mirar.  Porque entonces lo único que se enfrenta a nosotros -ya que miramos también- es lo mismo que ahora nos mira, lo mismo que estamos usando nosotros también ahora para hacerlo, los ojos. Y, aunque nos resistamos, volveremos siempre a ellos igual que una luz vuelve, impenitente, sobre lo que carece de luz. ¿Por qué lo hacemos? Tal vez porque carecemos de eso que pensamos necesitar entender con urgencia: ¡que existe lo que vemos! Que tiene vida, que nos ve y que nos corresponde con lo mismo que nos planteamos también de nosotros: ¡que existimos! Los autores y creadores de Arte trataron de fijarlos con su propio estilo en las diferentes obras que nos dejaron para verlos. Para esto crearon reflejos, contrastes, puntos encerrados, agotados o descentrados, elementos que buscarían expresar lo que solo con esos recursos estéticos, solo con ellos, serán capaces de expresarlos sin nada más. Y así lo hicieron desde el Renacimiento... Desde cualquier otro sentido también. Con la promesa de hacernos creer que lo que ahora vemos es, en verdad, lo que nos mira. Pero, no, nada de eso. Nadie nos está mirando ahora aunque lo parezca. Son ciegos los reflejos de lo que, a nuestro cerebro, parece que nos llega de una obra de Arte, porque tan sólo lo parece...

¿Cuánto de esa misma verdad encierra en la vida real eso mismo, algo que sólo lo parece en el Arte?  Porque, aunque sea obvio que una imagen inerte y sin sentido real produzca esa apariencia, no es menos cierto que en la vida real que vivimos a veces también lo sea. ¿En cuántas ocasiones, mirándonos, no nos miran?, ¿en cuántas en otras, ni mirando a veces? Entonces, ¿dónde se encuentra verdaderamente la realidad de lo expresado?, ¿dónde, entonces, estará la verdad de lo expresivo? Porque, al parecer, no se equivocaron los autores ni siquiera entonces creando lo imposible: hacer como que miran sus personajes retratados. Ellos descubrieron ya que nada de lo que tenga vida en verdad supone que mire realmente; es decir, que tal vez todo sea como en su propio reflejo artístico...  Porque aun así, con vida, sólo será eso mismo, una forma inexpresiva de definir un gesto incomprensible, un gesto ahora sin sentido, sin recuerdo, sin efecto, sin pasión o sin mirada...

El escritor Paul Bowles, en su maravillosa obra El cielo protector, nos dejaría una reseña literaria muy apropiada para sentir o entender algo mejor todo eso:  Frente a los músicos sentados en mitad de una tarima bailaba una muchacha, si es que sus movimientos podían calificarse de danza. Sostenía con las manos, detrás de la cabeza, una caña y se limitaba a mover el grácil cuello y los hombros. Los movimientos, graciosos y de una impudicia rayana en la comicidad, eran una traducción perfecta en términos visuales de la estridencia y el salvajismo de la música. Pero lo que conmovía no era tanto la danza misma como la expresión extrañamente desapegada, sonámbula, de la muchacha. Su sonrisa era fija, y se podía añadir que su mente también, como atenta a algún objeto remoto que sólo ella conocía su existencia. Había un desdén supremamente impersonal en los ojos que no miraban y en la curva plácida de los labios. Cuanto más la miraba, más fascinante le resultaba la cara; era una máscara de proporciones perfectas cuya belleza provenía no tanto de la configuración de los rasgos como del significado implícito en su expresión, un significado o la ausencia de significado. Porque era imposible decir qué emoción había detrás de la cara. Era como si estuviese diciendo: "Se está ejecutando una danza. Yo no danzo porque no estoy aquí. Pero es mi danza." Cuando concluyó y la música se detuvo, la muchacha permaneció inmóvil un momento, después bajó lentamente la caña que sostenía detrás de la cabeza y, dando unos vagos golpes en el suelo, se volvió para hablar con uno de los músicos. Su notable expresión no había cambiado en ningún sentido. El músico se puso de pie y le hizo un lugar a su lado en la tarima. A Port le pareció curiosa la forma en que la ayudó a sentarse y, de pronto, comprendió que la muchacha era ciega. La idea lo sacudió como una descarga eléctrica; el corazón le dio un salto y, de pronto, sintió que le ardia la cara.

(Lienzo del pintor del Renacimiento Palma Vecchio, La Bella, 1525, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Impresionista de Renoir, Gabrielle, 1913, Francia; Cuadro Postimpresionista  Ancestros de Tehmana, 1893, Paul Gauguin; Óleo Fauvista Retrato de la mujer del artista, 1913, Matisse, San Petersburgo, Rusia;  Lienzo Expresionista de Picasso, Muchacha con sombrero, 1901, San Antonio, Texas; Obra Surrealista, Galarina, 1945, Dalí, Figueras, Cataluña.)

15 de mayo de 2013

El apego, algo lacerante y lastrante en la vida que el Arte ni nos pide ni nos da.



Podemos tener, por ejemplo, una bella reproducción, maravillosamente enmarcada, de Rembrandt en nuestra casa. Podemos admirarla y desearla ver. Terminará, incluso, siendo una forma decorativa de identificación artística, nada más. Descubriremos, más tarde, que hay centenares de miles de obras de Arte que, al igual que esa, hubiesen podido ser la elegida también sin menoscabar en nada el mismo sentimiento. Al entenderse esto poco a poco conseguirá el Arte enseñarnos una cosa muy importante: que nada es imprescindible ni necesario para desarrollar una vida plena. El apego es un mecanismo biológico de protección y supervivencia. Necesario en los inicios de la vida cuando ésta es precaria aún y requiere entonces de cuidados para el nuevo ser, alguien que no surge a la vida completo ni autosuficiente. Sin embargo cuando, finalmente, el ser se configura y se desarrolla pierde entonces sentido todo apego. Aquí, en este proceso existencial, es cuando algo fallará ahora sin saberse, cuando confundiremos preferencia con necesidad y deseo con desesperación. La misma libertad que ejercemos al elegir una obra de Arte que pueda sernos gratificante, es la misma libertad que nos hace entender por qué nos gusta tanto y qué tendrá de creatividad genial o incluso de otros elementos -algo no único de por sí-, y que, finalmente, hará al Arte un medio extraordinario para transmitir emociones y belleza.

Por eso el Arte nos ayudará a comprender que todas las tendencias nos pueden servir para lo mismo. Que ni una sola obra de Arte ni un solo autor nos seducirán tanto como para que ensombrezcan otras obras u otros creadores. Incluso nos enseñará también el Arte que el mismo autor favorito, ese creador o pintor que nos fascinaba tanto ver y apreciar, con el que nos identificamos tanto, puede haber creado además otras obras que no nos digan nada, que nos gusten tan poco como aquéllos otros artistas que, para nada, hubiésemos querido haber visto nunca antes. Y también, un día, descubriremos que este pintor, aquél que no queríamos ver antes, creó una vez una obra que ignoramos y que, ahora, admiramos sorprendidos entendiendo así que sólo es el Arte en general y no el apego de alguno en particular lo que, verdaderamente, nos ayudará en algo más todavía a  llegar a comprender y sobrellevar nuestra insistente, subjetiva y clamorosa vida desolada...

(Lienzos de Gustav Klimt: La maternidad, 1905; y El Beso, 1908, Galería Belvedere, Viena; Óleo extraordinario de Rembrandt, El molino, 1648; Obra de Cézanne, Jugadores de cartas, 1895, una de las obras más cotizadas de la Historia, alcanzando los 250 millones de dólares.)

4 de mayo de 2013

El Arte nos enseña que nada es para siempre, ni inevitable, ni grandioso, ni único.



Marta de Florian fue una actriz de teatro francesa que vivió en el París de la Belle Epoque y en los felices años de entreguerras. Llegaría a conocer al pintor Giovanni Boldini (1842-1931), el cual la retrataría en fulgurantes cuadros modernistas como a otras tantas modelos-amantes del creador italiano. A finales de los años treinta, poco antes de que la Segunda Guerra europea llegara a París, moriría Marta de Florian dejando sus recuerdos queridos adosados para siempre a su apartamento parisino. Sus descendientes decidieron entonces abandonarlo, marcharse al sur de Francia antes de que llegaran los alemanes a pisar sus alegres bulevares parisinos. Y allí, en la suave costa azul francesa, viviría hasta su muerte la nieta de Marta, producido su óbito a comienzos del siglo XXI, sin haber pisado jamás el apartamento de su abuela. Cuando se marcharon de París, la familia cerraría definitivamente el apartamento de Marta de Florian dejando atrás ahora, ocultamente, todos y cada uno de los recuerdos apasionados de la maravillosa vida de la actriz y modelo, desde objetos, muebles y cartas, hasta sus más queridos cuadros o retratos modernistas. Así se mantuvo el inmueble desde entonces, cerrado por completo y sin vida durante casi los setenta años siguientes.  Unos años en los que nadie lograría ver su interior, olvidado como estaba desde que se alejaran, decididos, a abandonarlo para siempre. 

Así estuvo la vivienda hasta que en junio del año 2010 unos empleados de una casa de subastas lograron, por fin, abrir el viejo y olvidado apartamento parisino. Estaba cargado de recuerdos y guardaba en su interior una obra de Arte, una obra desconocida -no vista nunca antes por nadie- que le hiciera Boldini a su dueña a finales del siglo XIX. Era un retrato de Marta de Florian pintado hacia el año 1898, cuando ella tendría entonces unos maravillosos treinta y cuatro años. Alojaba el cerrado lugar los emotivos recuerdos de una vida ya pasada, alocada y errabunda, donde los deseos y sus satisfacciones nunca fueron descubiertas. De cartas llenas de remitentes perdidos entre cajas entreabiertas, de personajes escondidos entre múltiples mensajes de amor resguardados por el tiempo. No existían referencias conocidas de la obra de Arte de Boldini. Nunca se habría llegado a mencionar ese retrato del pintor por nadie. Se mantuvo la obra así, inexistente en vida, sólo entonces olvidada -con vida ya extinguida- por su modelo parisina, la cual la dejaría abandonada junto a cientos de existencias ya perdidas justo antes de su muerte. Cosas que luego para nada quisieran recordarlas su familia llevándoselas decididas. Fue subastado luego aquel retrato de Boldini -vuelto a recordar o vuelto a nacer ahora para el Arte- en más de dos millones de euros. Mucho más, o mucho menos, que cualquier otro valor que para ella y su familia tuviese -antes como ahora- todos aquellos fugaces recuerdos ya perdidos desde entonces.

El Arte fue desarrollado inicialmente por los antiguos griegos hace muchos siglos. Ellos fueron los primeros que le dieron el sentido de belleza resguardada, de memoria de lo bello... Pero también le dieron un sentido de grandeza con el que quisieron eternizar tanto valor efímero como albergara, sin embargo, el fútil sentido de una vida y su existencia. La mitología fue el sostén literario de aquel Arte, los poetas y los pintores fueron los primeros creadores griegos que divagaron artísticamente sin pudor por sus épicos lugares mediterráneos. Esos mismos lugares tan bellos que ellos quisieran recordar con su Arte para siempre. Y así fue como descubrieron la memoria... Así fue como quisieron ellos glorificarla luego  con el Arte. Y la ensalzaron, la cubrieron de pasión, de emoción o de subyugantes efluvios divinos y dionisíacos. Dionisos, el dios griego de los placeres, el dios oscuro de los momentos a recordar, fue el mayor símbolo mítico de sus eternas creaciones artísticas primorosas. Así surgieron pronto sus obras, sus relatos, sus leyendas o sus imágenes de Arte, así, también, sus recuerdos adosados a su Arte. Orfeo sería uno de los míticos personajes griegos recreados también de aquella mitología inicial de entonces. Él consagraría su vida mitológica -o real- a su pasión más desbordante, a sus deseosos momentos de mayor gozo o de mayor éxtasis personal. 

Pero, también Orfeo olvidaría muy pronto su recuerdo -la bella Eurídice-, asombrado ahora, quizás, por lo visto por él en su delirio... Porque ahora Orfeo olvidaría a Dionisos para adorar, a cambio, al dios Apolo, el gran dios -contrario por completo a aquel delirio- de la luz más poderosa, de la más perfecta luz desconocida, de aquella misma luz que todo lo asombrara deslumbrante. Las Ménades fueron unas bellas muchachas dionisíacas que habían bailado enamoradas de la excitante música de Dionisos. Ellas desataron un día la furia hacia su antiguo héroe -Orfeo- al verse ahora despreciadas por su favor al nuevo dios impertinente. Orfeo acabaría siendo decapitado por la violencia de estas muchachas despechadas. Desde entonces se representaron ellas alocadas en las bacanales fiestas de sus bailes dionisíacos, donde acabarían siendo luego también, a su vez, sacrificadas. En el cuadro del pintor simbolista Gustave Moreau aparece ahora la degollada cabeza de Orfeo entre las manos de una desolada joven dionisíaca. La imagen melancólica de la obra enfrentaría, simbólicamente, las miradas de ambos opuestos personajes. Uno ahora destruido y olvidado y otra que, sin embargo, le recordaría nostálgica y triste para siempre. ¿Querría así la joven, con su gesto gentil y bondadoso, olvidar ya aquella locura fatal que cometieran con Orfeo las ménades dionisíacas?

El filósofo griego Platón escribiría una vez sobre la magia del Arte y sus sobrecogedores efectos en el alma del espectador. Acusaría de magos a los creadores de imágenes, tanto poetas como pintores. Todos ellos atraen -decía el filósofo griego- los ojos de los hombres hacia imágenes fulgurantes antes que hacia el fulgor de la verdad.  Entonces, ¿es lícito recordar con la memoria del Arte todo lo que queramos recordar o sólo lo que, verdaderamente, merezca serlo? Plutarco, otro griego que vivió años después de Platón, escribiría también acerca del recuerdo: La memoria es para nosotros la visión de las cosas para las cuales estábamos antes cegados.  ¿Qué nos puede decir de todo esto el Arte? Porque, ¿qué es lo que nos ofrece una imagen iconográfica?: ¿un presente permanente?, ¿un pasado inspirador?, o ¿un eterno sin tiempo que permanecerá por siempre vívido y recordado? ¿Bastará una sola imagen o puede haber nuevas imágenes que nos hagan olvidar las anteriores? Un gran escritor francés, Marcel Proust, dejaría una prodigiosa cita escrita en su gran obra En busca del tiempo perdido: Este falso efecto, que me acercaba un momento del pasado incompatible con el presente, este falso efecto, no duraba. Esta contemplación, aunque de eternidad, me era fugitiva...

(Óleo El beso, 1925, Franz Helbing; Retrato de Marta de Florian, 1898, Giovanni Boldini; Óleo Contemplación, siglo XIX, del pintor británico Thomas Benjamin Kennington; Cuadro Orfeo, 1865, Gustave Moreau, Museo de Orsay, París; Relieve romano Baile de las Ménades, 140 d.C., copia de una obra griega del siglo V a.C., Museo del Prado, Madrid.)