10 de febrero de 2013

La creación de Arte, dos cosas muy diferentes para hacerlo: la ideación y la ejecución.



¿Qué pasaría por la mente del hombre que por primera vez quisiera ver Arte sin saber hacerlo él mismo? ¿Qué emoción no dejaría de vibrar en su interior al comprender la extraordinaria habilidad de otros seres en realizar aquello que sólo él pudiera admirar desinteresado? ¿Cuándo comenzaría la idea obsesiva de procurar ver Arte? Desde que los primeros poetas griegos compusieran sus odas hasta que los romanos continuaran luego con ese aprendizaje lírico, todas las dedicaciones al Arte -promotoras o ejecutoras- fueron sólo ocasionadas por la clase social alta o acomodada. Sólo ellos podían entonces recrear las emociones que los otros -los desheredados- ni siquiera pudieran imaginar en su vida. El noble romano Cayo Mecenas (70 a.C.-8 a.C.), amigo de Octavio Augusto desde sus tiempos de aspirante a emperador, auparía al olimpo de los exclusivos del arte lírico a los excelsos poetas Virgilio y Horacio. Con Mecenas comenzaría aquella dedicación desinteresada de fomentar la creación artística de otros afortunados. Aunque éstos -como Horacio- podían no pertenecer a la clase alta, sí acabarían rodeándose de ese círculo elitista para poder medrar -justamente- entre las más altas cumbres de la recreación poética. 

Y así continuaría la historia hasta que el mundo clásico romano cayera para siempre. Aurelio Casiodoro (485-580) fue un romano que vivió en aquellos tiempos convulsos donde se produjo la primera revolución social de la historia. Fueron aquellos tiempos donde el mundo dejaría de ser pagano para convertirse oficialmente en cristiano. Pertenecía Casiodoro a la casta senatorial romana y su pasión por la cultura y las artes -las liberales que cultivaban el intelecto frente a tareas manuales o guerreras- le llevaría a ser admirador de la creación literaria y retórica más elaborada. Ambas artes (literaria y retórica) las utilizaría él mismo en su periodo político en la ciudad de Rávena, aquella otra Roma replicada entonces para huir la corte de los convulsos, difíciles y finales años del decaído imperio romano. Casi todos los aristócratas romanos de entonces -siglo VI- eran cristianos, aunque no sentirían todos ellos un especial interés por lo religioso. Pero pronto cambiaría algo en su interior desasosegado. Aquellos años fueron muy difíciles para Italia, se padecían duros enfrentamientos con los bárbaros o con los ejércitos bizantinos. Roma estaba permanentemente asediada y trastornada. La presión social era insoportable para unos espíritus elevados y sensibles. Fue entonces una salida más mental o psicológica que otra cosa a un desagradable problema social, el querer así acercarse ahora a una espiritualidad diferente. Porque sería imposible respirar a esos espíritus cultivados la atmósfera tan asfixiante de Roma por entonces.

Tanto llegaría la decidida conversión piadosa -y artística- del romano Casiodoro que acabaría creando un monasterio en Italia en el año 555. Allí se retiraría lejos de las convulsas luchas sociales para dedicarse a la promoción de las artes liberales. En ese monasterio se refugiarían otros seres desesperados, no tan elevados como él, seres entonces desheredados pero, sin embargo, todos seres decididos a conservar y potenciar la cultura más allá de ese terrible desorden social tan decadente. Un lugar donde no tendrían que preocuparse por su manutención o cuidado. De ese modo terminarían siendo todas las clases sociales las que acabarían transmitiendo el antiguo saber clásico. Esto es un hecho extraordinario: el cristianismo incorporaría a la sociedad de aquellos años a todos los seres, con independencia de su origen social, para así poder desarrollar sus propios talentos, algo que luego supuso en la historia el desarrollo paulatino de la oportunidad del mérito personal frente a los derechos de sangre.

El cristianismo, por tanto, transformaría el destino elitista exclusivo de la creación artística. Siglos después, cuando el Renacimiento terminara siendo la otra gran revolución habida en la historia, la Iglesia también fomentaría y apoyaría el Arte más maravilloso jamás creado. Cuando a finales del siglo XVI el cardenal italiano Odoardo Farnese -hijo del gran Alejandro Farnesio, nieto bastardo del emperador Carlos V- decidiera decorar su extraordinario palacio romano con la más maravillosa belleza pictórica del momento, buscaría un pintor desconocido entonces pero muy prometedor, Annibale Carracci. Este pintor del Barroco inicial italiano fue muy atrevido y sus alardes artísticos no ocultaban la mayor sensualidad representada y reconocida luego en el Arte. El curioso cardenal Farnese deseaba poder admirar aquellos voluptuosos y hermosos cuerpos desnudos -gracias a la mitología y al Arte- sólo para él, lejos entonces de las miradas reaccionarias y obtusas de las carcas mentes pecaminosas de finales de aquel siglo artísticamente primoroso.

¿Qué hizo que El Greco pudiera acometer su especial y manierista creación artística en sus inicios, a pesar de no haber sido del agrado del mayor de sus mecenas -el rey español Felipe II-? Su viaje a Italia durante el año 1570 fue providencial pues acabaría conociendo al miniaturista Giulio Clovio, un artista muy influyente que terminaría apoyando en Roma al gran pintor cretense. En esos círculos artísticos romanos, muy atrevidos para entonces, El Greco conseguiría destacar con una creatividad muy sublime y original, algo que culminaría tiempo después en España en la creativa ciudad de Toledo, durante los años de mayor alarde compositivo de este extraordinario pintor manierista. Los ambientes regios que el genial Goya frecuentara en la corte española de finales del siglo XVIII tuvieron con él una extraordinaria labor de mecenazgo. Uno de los personajes más curiosos de la familia real que más le apoyaría -uno de sus mejores amigos- lo fue el infante Luis Antonio de Borbón (1727-1785). Hijo menor del viejo y longevo rey Felipe V, este infante español se enfrentaría con el círculo más arcaico y reaccionario de la corte. Dejaría la vida religiosa -a la que le habían dirigido desde su niñez- para casarse con una mujer ilustrada y moderna treinta años menor que él. Una de sus hijas -retratada por Goya- acabaría siendo la esposa del fatídico político y gobernante español Godoy.

Pero muchos años después otros afortunados creadores, los que comenzaron a principios del siglo XX con el invento del cinematógrafo, acabaron siendo también como aquellos privilegiados artistas -Velázquez o Rubens- que pudieron componer sus obras sin necesidad de nadie. Así nacieron directores de cine que produjeron sus propias y geniales obras. Hasta que las productoras llegaron luego y lo cambiaron todo. Entonces, para ese momento, la creación cinematográfica se escindiría por completo. Ahora se idearían obras por unos productores que otros -los directores- realizarían con sus formales métodos técnicos. ¿De quién, entonces, era la autoría real de la creación terminada? El gran director Orson Welles lo fue de todo: crearía, idearía, realizaría, promovería y disfrutaría con toda su obra cinematográfica. Algunos otros directores sólo acabaron, a cambio, desarrollando lo que otros cineastas pensaron antes que ellos, o idearon de verdad. Muchas de las obras clásicas de cine que hoy vemos y admiramos en la pantalla no fueron creadas por la mente inicial de un director. Fueron otros, olvidados incluso, los que quisieron que aquello se hiciera de ese modo fuera como fuese. Que ese arte visual pudiera vivir, existir y verse y que acabara, al fin, resurgiendo más allá de las insinuadas maneras de poder llegar, técnicamente, a producir una creación artística determinada.

(Obra Mecenas presentando las Artes a Augusto, 1745, del pintor italiano del barroco final Tiépolo, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Óleo Retrato de Giulio Clovio, 1572, del pintor El Greco, Italia; Fresco del techo del Palacio Farnese, Roma, 1595, Annibale Carracci; Cuadro Venus con Sátiro y Cupido, 1588, de Annibale Carracci, obra muy atrevida del pintor barroco italiano; Fotografía del genial cineasta Orson Welles; Cuadro Retrato del infante Luis Antonio de Borbón, 1783, Goya; Magnífico óleo de El Greco, de su época romana, La Piedad, 1576, Colección norteamericana, EEUU.)

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