28 de agosto de 2012

El moliente efecto de lo real, del naturalismo más feroz, o la expresividad más humana y perviviente.



Cuando los creadores del realista estilo Barroco tuvieron que romper con el concepto tan clásico del Renacimiento, acudieron a veces a un socorrido Manierismo, a un personalísimo claroscuro y, casi siempre, al sentimiento virtuoso de la estética de los mártires sagrados, seres demasiado venerables para ser denostados por lo real. Pero debían ser ellos mismos ahora, dejar para siempre la estética hierática y falsa del clasicismo renacentista anterior. Se acabaría ya la dulzura eminente y gloriosa de la insigne -falsa para ellos- belleza tan satisfecha y alejada del mundo de antes. Pero el proceso evolutivo en el Arte es lento y mezclado, balbuceante, confuso y muy personal. Algunos pintores consiguieron hacer lo que la nueva tendencia barroca y su época pedían: la confección de obras correctas y clásicas pero ahora con un sesgo muy diferente... Por tanto elaboradas y conseguidas aún según la antigua manera de pintar la perspectiva, los colores o las formas. Pero, ahora, ¿cómo resolver esa diferencia barroca, esa pulsión más sublime y realista que la anterior tendencia renacentista? Lo tuvieron que hacer los creadores del Barroco con los rasgos más personales y destacados de los seres representados -sus humanos personajes-, unos seres desgarrados por el sentimiento y que sustentaban la emoción profunda que salpicaban sus retratos realistas. Debían estar compuestos los lienzos barrocos con la expresión más abierta que una emoción humana pudiera representar vívidamente. Pero, ¿con qué cosa o rasgo humano en particular?: con el rostro humano más expresivo, con la única cosa que, realmente, determinará la mayor expresividad estética de una persona. Así lo entendería el gran creador español del barroco napolitano de aquella época convulsa: José de Ribera (1591-1652). 

Sus contemporáneos alcanzaron también la cornisa gloriosa de esta tendencia barroca tan vertiginosa y brillaron con algunas creaciones primorosas. Pero no pudieron llegar a reflejar todo lo que el Españoleto obtuviera en sus rostros con el genial maquillaje de su obra. Esta es la posible diferencia o el matiz particular del porqué una cosa es más excelsa que otra. Porque cuando las cosas se consiguen hacer de una cierta forma, cuando se hacen ahora de una forma diferente, es cierto que pueden llegar a alcanzar tocar el cielo con sus formas, pero tan sólo con una de ellas se podrá, tal vez, llegar a rozar la gloria artística más allá de las estrellas. Y no es mucha quizá la diferencia, no deviene ésta siquiera en algo especial, ni en una cosa grandiosa o manifiesta, es solo ahora un pequeño matiz, una pequeña consistencia física genial y atisbada de una cosa frente a otra. Y en este barroco tenebrista observamos cómo el pintor español radicado en Nápoles lo hiciera entonces genialmente: sabiendo expresar el gesto, la mirada o la forma en la que una emoción se transmita entre los rasgos, las arrugas, la tersura o la fuerza tamizada de un rostro desolado que se perfile ahora entre las sombras. Pero de cualquier rostro humano, sea éste frágil, derrotado, sobresaliente o vanidoso. Cuando el gran poeta francés decadentista y simbolista Arthur Rimbaub (1854-1891) pasara una temporada en el infierno, quiso entonces derrumbar, desde el alto pedestal en donde se encontraba, la solitaria belleza literaria, demasiado clásica o demasiado desdeñosa o demasiado alejada de los hombres. Esa misma belleza que se había encumbrado, sin embargo, poderosa y destacable siempre antes entre la gloria. Para ello escribiría en el año 1873 su obra lírica Una temporada en el infierno, del cual estos son parte de aquellos versos:

Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.
Una noche, senté a la belleza en mis rodillas.
Y la encontré amarga.
Y la injurié.
Me armé contra la justicia.
Huí. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh cólera, a vosotras os he confiado mi tesoro!
Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz.
Llamé a los verdugos para morder, mientras agonizaba, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas, para ahogarme con la arena, con la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y le di buenos chascos a la locura.
Y la primavera me trajo la horrenda risa del idiota.

Aquí, como en muchos otros lugares parecidos, la imagen y la palabra se confunden ahora en una misma e intercambiable disposición emotiva. Porque son lo mismo, ¡porque dicen lo mismo! Unas veces usando los colores y otras los verbos. Pero ambas herramientas creativas sirven y servirán siempre para lo mismo: para emocionar sorprendiendo bellamente. Porque ambas son artes universales, ágiles, firmes, espontáneas y permanentes en la historia emotiva de lo humano. Sin embargo, no siempre todos los creadores del Arte habrían conseguido hacer con ellas algo parecido: obtener ahora la mayor virtualidad sublime escondida tras un matiz estético. Esto fue lo que consiguieron hacer Ribera y Rimbaud, traspasar en su tiempo la frontera de lo expresivo con el sencillo -y tan complicado- discernimiento universal y milagroso de lo único: alcanzar el alma interior más emotiva de los otros.

(Obra barroca San Jerónimo Penitente, 1652, José de Ribera, Museo del Prado; Detalle del óleo de José de Ribera, San Jerónimo Penitente, 1652, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Magdalena penitente, 1611, José de Ribera, Museo Capodimonte, Nápoles; Óleo Demócrito, 1630, José de Ribera, Prado, Madrid; Obra San Pedro, 1622, José de Ribera, San Petersburgo, Rusia; Óleo Judith y la cabeza de Holofernes, 1640, Massimo Stanzione; Obra La Sibila cumana, 1620, Domenico Zampiere, Galleria Borghese, Roma; Cuadro Santa Cecilia, primer tercio XVII, Cavalier Arpino; Óleo La Caridad, 1630, Guido Reni, Museo Metropolitan de Nueva York; Cuadro Salomé, 1620, Caracciolo, Galería de los Uffizi, Florencia.)

22 de agosto de 2012

Un prodigio, un delirio de Arte, un dios casi, aunque fuese solo un hombre.



Se dirá que una vez nació un ser que fuera capaz de tocar el cielo con su genio, de idear cosas nunca antes vistas aun por nadie, de componer, con lo mismo que los demás, obras únicas de Arte, de crear lo que ningún otro ser humano hubiese podido vislumbrar siquiera con su ingenio... Pero ese gran ser humano existió una vez, nacería en la Toscana florentina en el año 1452 y se llamaría Leonardo da Vinci. Pero, sin embargo, sólo sería un hombre. ¿Los hombres sólo son hombres porque no son como Leonardo, o los hombres pueden ser grandes porque son como Leonardo? Con él, el Arte conseguiría emanciparse de lo simplemente artístico para alcanzar una forma de pensamiento y creación universal. Leonardo da Vinci llegaría a ser el instrumento más perfecto del hombre para terminar expresando, más allá de trazos y colores, lo que lo humano fuese capaz de llegar a realizar en el mundo terrenal y banal de nuestra historia. Cuenta el historiador y pintor renacentista Giorgio Vasari -aunque puede ser una leyenda- que cuando al maestro de Leonardo, Andrea Verrocchio (1435-1488), le encargaron la obra Bautismo de Cristo (1478), éste dejaría que su discípulo pintase la cabeza de uno de los ángeles del cuadro. Al ver la magnífica elaboración del gesto angelical producido entonces por da Vinci, la extraordinaria textura sombreada de su rostro, la perfecta inclinación de la cabeza o su mirada misteriosa y sobrenatural, Verrocchio quedaría tan afectado por su incapacidad de imitarlo que abandonaría la pintura para siempre, dedicándose ya sólo a la escultura.

Conocido más por su famosa obra La Gioconda, creación excelsa que acabaría sobrepasando al propio autor, es artífice además de otras composiciones igual de interesantes y sublimes. Una de ellas es su composición La Virgen, Jesús y Santa Ana del año 1510. Aunque inacabada la obra -según algunos críticos-, su composición nos aparece, sin embargo, del todo completada y acabada. De hecho, fue utilizada por el psicoanalista Sigmund Freud para analizar los desvaríos psicológicos de su autor... Pero esta obra es mucho más que todo eso, es un maravilloso enigma descodificado solo por su belleza, por la armoniosa conjunción de sus ajustados elementos pictóricos, tanto los de un fondo enigmático como los de sus propios personajes retratados, tanto sus símbolos misteriosos como las mismas sensaciones reproducidas por su talento. Leonardo da Vinci marcharía a Milán en el año 1482 para servir como artista al duque Ludovico Sforza. Allí se llevaría veinte años y terminaría conociendo al matemático fray Luca Pacioli, con quien aprenderá la ciencia que tanto le fascinaría. En sus creaciones artísticas trataría da Vinci de aplicar aquellas proporciones que, matemáticamente, acabaría adaptando a las formas o figuras de sus equilibradas composiciones. En este cuadro de la familia de Jesús lo experimenta el creador florentino de forma sublime. Cuatro figuras -tres humanas y una animal- están ahora articuladas formando un entrelazado conjunto geométrico piramidal. Dos cabezas enfrentadas -dirigidas y opuestas- a las otras dos como los términos entrelazados de una ecuación matemática.

Se representa en la obra una jerarquía temporal en sus personajes: la abuela, la madre y el hijo. Una jerarquía sagrada que acabaría siendo transmutada luego justo al contrario: Jesús se entronizaría sobre su madre y ésta finalmente sobre la suya... Pero aquí la figura de santa Ana -la madre de María- es ahora la pieza fundamental del conjunto. Ella sostiene a su hija, que trataría a su vez de proteger -inútilmente a la postre- a su pequeño hijo condenado... Porque todo ese escenario figurativo está situado también justo al borde de un abismo o pared vertical profunda y peligrosa. Al fondo del lienzo se ven unas frías montañas nevadas con glaciares inhóspitos, formando ahora así un universo enigmático en la obra. ¿Por qué? Será tal vez porque, fuera de lo que representa la escena principal, ¿no hay salvación alguna? Ahora el joven Jesús trata de salvar incluso a su cordero de caer en el abismo y, a la vez, él mismo es protegido así por su madre. Pero, sin embargo, sólo el brazo invisible de santa Ana es ahora el que sostiene firme aquí el equilibrio inestable de toda la escena figurativa del conjunto. Leonardo da Vinci era el hijo ilegítimo de un notario florentino, así que su verdadera madre no le cuidaría en la niñez y sería adoptado por la joven esposa de su padre. Por esto aquí los rostros de ambas mujeres son tan jóvenes..., por el reflejo latente tanto de la mujer que le diese la vida como la de la que le ayudara a vivirla.

La interpretación analítica de Freud vendría deducida por la túnica -pictóricamente inacabada- de la Virgen María. Ese vestido monocolor parecía formar la silueta tendida y desplegada de un ave de presa. Basado en un sueño descrito por el propio Leonardo que tuvo de pequeño, donde vería la aleta de la cola de un milano que trataba de introducirse salvajemente en su boca... Freud pensaría entonces -antes de saberse la especie del ave soñada- en la imagen de un enorme y fiero buitre. Con ello el famoso psiquiatra austríaco compuso una inspirada semblanza analítica del genio florentino. Pero acabaría pronto abandonando su tesis, al comprobar el psiquiatra el error en la identificación de la especie de ave interpretada. De ese modo pretendía aclarar -a tono con sus famosas teorías- la supuesta homosexualidad latente del artista. Antes de su traslado a Milán en el año 1482, le fue encargado un cuadro a Leonardo da Vinci, La Adoración de los Magos. Pero como fuera llamado por el duque de Milán urgentemente, abandonaría la obra dejándola del todo inacabada. ¿Sería este un rasgo de su propia vida, abandonarlo todo antes de acabar? Parte sería causa de una inevitabilidad ajena y parte un carácter insatisfecho e inquieto intelectualmente. La realidad fue que lo que pudo ser un grandioso y bello cuadro quedaría en un mero boceto sin finalizar. Pero en él aún brilla, sin embargo, la genialidad de un creador especial, detallista, imaginativo, vital, sorprendente y curioso, donde el caos representado reflejará un cierto equilibrio bellamente esbozado luego en su conjunto. Pero no importa ese instante parcial fijado sin definición aparente porque ahora las cosas aparentemente inconexas, los trazos inapropiadamente resueltos o los fondos sin sentido ni relación, le llevarían luego, sin embargo, a celebrar la más completa, armoniosa o perfecta composición final en otros casos... Esa misma composición genial que da Vinci parecería haber soñado antes en aquella infantil noche atormentada. Tan desconsiderada con él como estimulante grandemente luego, tan creativa y genial como transformable o adaptable bellamente para el Arte.

(Óleo La Virgen, el niño Jesús y Santa Ana, 1510, Leonardo da Vinci, Museo del Louvre, París; Cuadro Bautismo de Cristo, 1478, Andrea Verrocchio, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del mismo cuadro, donde se observa la cabeza del ángel dibujado más a la izquierda por el discípulo Leonardo da Vinci; Muestra gráfica de la interpretación de Sigmund Freud sobre el cuadro La Virgen, el niño Jesús y Santa Ana; Boceto de Leonardo da Vinci, Adoración de los Magos, 1482, Galería de los Uffizi, Florencia; Autorretrato, 1516, Leonardo da Vinci, Palazzo Reale, Milán.)

13 de agosto de 2012

El paso salvador sobre lo incierto: el puente entre Realismo e Impresionismo.



Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875) fue un pintor francés que comenzó a crear paisajes con el clasicismo más academicista del primer tercio del siglo XIX. Pero un viaje a Italia le hace descubrir, entusiasmado, la luz meridional tan poderosa... Fue entonces una revelación, un elemento imprescindible que él buscaba deseoso sin saberlo. Impregnado del Realismo que afloró después de las guerras napoleónicas, Corot piensa que debe existir algo más allá del Realismo, algo que le interesa más que la mera impresión del paisaje observado: la emoción que subyace a esa impresión. Y es cuando, recorriendo Francia, no puede dejar de sentirse fascinado con lugares que responden a esa nueva pulsión de su ánimo. Entonces busca, recorre, se sitúa delante, y ¡mira! No deja de mirar desde ese lugar hallado que cree ahora como la mejor perspectiva para inmortalizar su escenario. Pero no es el momento o el instante del día lo que más le interesa a Corot, eso que luego los impresionistas descubrirán emocionados. No. Para Corot, a cambio, lo importante es el espacio, no el tiempo. Es decir, es el objeto deseado y el lugar desde dónde desea verlo.

Y una vez solo no, sino muchas, muchas veces experimentaría el pintor ese lugar en su madurez, cuando, a partir del año 1855, su obra sea reconocida ya. Entonces deambula por las orillas del río Sena, al norte de París, sintiendo ahora la majestuosidad de una naturaleza calmada, serena y poderosa. Así recorre el río hasta llegar a Mantes, cerca de Limay, una pequeña población a 25 kilómetros de París. Allí fue construido en el siglo XI un puente del Sena, una extraordinaria construcción medieval, de mucha envergadura por entonces, con casi 37 arcos en toda su estructura de piedra. Sería remodelado el puente en el siglo XVIII, reduciendo a trece los arcos. Este puente sobre el Sena fue inutilizado -destruido dos de sus arcos- por el ejército francés en el año 1940 para evitar, inútilmente, que los alemanes lo cruzaran camino de París. Al menos en cuatro ocasiones Corot pinta el puente de Mantes. Todas desde la misma posición del mismo margen del río. Tan sólo cambia una vez la orilla desde donde pinta, y tiene sentido, ya que la única vez que lo hace es en un lienzo del año 1855, quince años antes de que hiciera todos los demás, entre 1868 y 1872. Pero, hay más curiosidades.

La primera es el título de esas obras pictóricas sobre el puente francés. En algunas publicaciones -y entradas de internet- se confunde la geografía del puente, llamándolo equivocadamente El puente de Nantes. Esta población -Nantes- es otra ciudad francesa, situada al oeste del país, a orillas de otro río francés, el Loira, pero que nunca pintaría Corot puente alguno sobre ella. Mantes es el distrito de Limay, y su puente -realmente el de Limay- llegaría a ser más conocido por el topónimo -Mantes- que por el nombre de su distrito. Es evidente que Nantes resulta más sonoro que Mantes, por ser más conocido -es una gran ciudad-, y, supuestamente, lo que llevaría al error. Esta inexactitud se indica incluso en uno de los museos donde radica la obra más temprana, la del año 1855, El Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, que continúa titulando la obra como El puente de Nantes. Pero, además la inercia de un, quizá, más idealizado título -hay que reconocer que suena mejor- sigue manteniendo en una reconocida web sobre Arte el equivocado nombre de la población francesa. Y toda esta confusión es como una metáfora de su propio creador ambivalente, como una nebulosa incertidumbre que llevaría a confundir al artista entre el Realismo iniciador de su tendencia y el Impresionismo triunfante posterior.

Porque Corot se situó siempre entre esas dos aguas artísticas. Tal vez, por ello se obsesionaría tanto con los puentes. Los buscó para sentirlos, para entenderlos, para salvarlos. ¿Para salvarse él también? Porque no consiguió definirse del todo como artista, ¿fue un romántico?, no; ¿fue un pintor realista?, tampoco; ¿un impresionista?, en absoluto. ¿Qué fue? Todo eso y nada de eso. Fue un extraordinario artista y creador, pero, sobre todo, fue un gran ser humano. Otro pintor francés, esta vez claramente realista, Honoré Daumier, tuvo la desgracia de quedarse ciego en el año 1870. Corot le ayuda económicamente en sus últimos años de vida. También atendió a la viuda de otro pintor realista, Millet. Por todo esto, además de ofrecernos su maravillosa visión de unos paisajes sosegados, conseguiría, sin duda, la gloria eterna más reconocida.

(Óleo El puente de Mantes, del pintor Jean-Baptiste Camille Corot, 1870, Museo del Louvre, París; Fotografía actual del puente de Limay en Mantes, Francia, 2005; Tarjeta postal con la imagen del puente de Mantes, tomada desde el lugar opuesto al que lo plasmara el pintor, principios de siglo XX; Fotografía actual del puente de Limay, de Mantes, desde el mismo lugar de la tarjeta postal anterior, Francia; Cuadro El puente de (Nantes), 1855, de Camille Corot, realmente el Puente de Mantes, Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba; Óleo El puente de Mantes, 1870, Camille Corot, Colección Gulbenkian, Lisboa, Portugal; Lienzo El río Sena y el viejo puente de Limay, 1872, Camille Corot, Museo de Los Ángeles, EEUU; Autorretrato, de Camille Corot, 1834.)

8 de agosto de 2012

El sentido estético frente al ético, o el Arte como belleza, como pasión o como ambas cosas.



Fue un catorce de enero del año 1506 cuando un campesino romano, Felice de Fredis, encontrase enterrado en su viñedo del monte Esquilino de Roma -una de sus siete famosas colinas- un enorme y abigarrado cajón muy suntuoso y decorado. Al abrirlo no pudo más que sorprenderse al hallar los fragmentos en mármol blanco de uno de los grupos escultóricos más bellos de la antigüedad griega. Lo que había encontrado de Fredis entonces fue la obra escultórica tallada más grande y hermosa que en aquellos años -pleno Renacimiento- alguien pudiera descubrir. Era la escultura helenística del grupo de Laocoonte y sus hijos, que representaba al sacerdote mitológico troyano de Apolo que había mostrado a los troyanos sus dudas sobre la divinidad del Caballo de Troya, esa escultura en madera que los aqueos habían dejado en una playa de Troya al abandonar el sitio de la ciudad. La leyenda mítica -recogida en La Eneida- describía el castigo afligido al troyano Laocoonte y sus hijos por dos monstruosas serpientes marinas. Antes de eso se había atrevido Laocoonte a rechazar la ofrenda a Apolo -el famoso caballo de madera de los griegos- porque sospechaba del impresionante regalo dejado por los aqueos en la playa troyana antes de marcharse.

Pero, de pronto, dos enormes serpientes terribles salieron del mar y se lanzaron, agresivas, a cada uno de los hijos del sacerdote troyano. Laocoonte entonces, decidido, se dirige a salvarlos como sea. Una de las serpientes, o las dos, enseguida acabaron enrollándose en el cuerpo del troyano. Pero justo en ese preciso momento -el instante elegido por el escultor para su obra- terminaría por atrapar el monstruo el muslo de Laocoonte entre sus dientes. Es en este fatídico momento trágico cuando el dolor más espantoso se apodera de Laocoonte. Los artistas del periodo helenístico que compusieron la escultura clásica -la escuela de Rodas, siglo I d.C.- consiguieron crear la representación sobria, firme y recia de una figura humana afligida por un dolor insoportable. Por tanto con un aura de irrealidad al no mostrar en su rostro ninguna debilidad, dolor o flaqueza humana. Porque, sin embargo, ¿cómo hubieran podido los griegos representar el gesto sublime de la belleza más excelsa, heroica y noble sin mantener sus principios estéticos más clásicos? Es decir, sin demostrar claramente su fortaleza o su nobleza más elogiable ante la adversidad. Fue el gran Miguel Angel el primer experto enviado por el papa Julio II para ver los restos hallados por Felice de Fredis. Cuando el genio florentino los contemplaba, incluso sin estar completado todo el grupo escultórico, habría dicho el más grande y extraordinario escultor de la historia: ¡son una maravilla del Arte!

En ocasiones las creaciones artísticas de escenas de gran dureza, violencia u opresión han producido geniales y bellas obras de Arte. En la escultura se aprecia, en su afortunada tridimensionalidad, aún más el sentido dramático expresado por su autor. No hay en la escultura cosa que distraiga, al contrario de la literatura o pintura, a los ojos del espectador. Ante las piedras embellecidas sólo sus elaborados surcos transmitirán el momento dramático elegido, ese instante ahora sin atisbos secundarios, sin detalles añadidos o sin otra cosa más que lo actuado o esculpido. Y así lo veremos también, por ejemplo, en la extraordinaria talla clásica de El rapto de Proserpina, donde su escultor Bernini nos muestra el espantoso y horrible instante elegido por él: aquel en el que Hades atrapa, sin conmiseración alguna, la desvalida, asustada y bella Proserpina. Pero, ¿cómo es posible que algo tan rechazable por inhumano o desagradable al observar el doloroso lamento abatido de un gesto humano -valor ético-, sea, a cambio, tan deseado o tan excelente o tan bello o tan armonioso de percibir -valor estético- para nosotros? Porque ahora veremos cómo la genialidad artística viene a ayudar a transmitir el mensaje que desea el autor hacer llegar al espectador asombrado. A veces se consigue, otras no tanto. El mensaje puede existir en una obra, existe de hecho, pero no siempre llegará a traspasar las capas cerebrales de nuestro interior, o de nuestro sentido más oculto, para captar la enseñanza elogiosa elegida, esa sabiduría que, finalmente, todo Arte debiera conseguir plasmar con sus alardes creativos -valor ético-.

En la obra Susana y los viejos del pintor Rubens observamos una realización pictórica perfecta, como siempre del maestro flamenco del Barroco. A pesar de la descarada sordidez de los ancianos en atrapar, no sólo con su visión, la belleza casta y pura de la hermosa Susana, vemos ahora, sin embargo, una obra bella a nuestros ojos, una imagen que nos gusta y permite, sin sobresaltos, dedicar tiempo a visionarla gratamente. A aprehender cada motivo y cada gesto, cada trazo inteligente y estético para acercarnos al motivo final de su sentencia grandiosa, de aquel mensaje artístico, en este caso ahora ético: la belleza ultrajada por el cruel, despiadado y desalmado vicio. En otros casos, como la obra del pintor español del Barroco Pedro Camacho Felizes, no llegará a transmitirnos otra cosa ahora más que la consentida forma con la que Susana se muestra concupiscente con los viejos, éstos más alejados y respetuosos incluso que en las otras obras. Y luego, sin embargo, en otros casos veremos la violencia más feroz, el asalto criminal, vergonzoso, lastimero y sexual más evidente. Para este terrible tema -la violación- observaremos ahora cómo dos creadores retratan de modo diferente esa terrible escena lacerante, cruel y primitiva.

En un caso, el pintor del Renacimiento Tintoretto y su hermosa obra Lucrecia y Tarquinio. Gracias a su sutil tendencia manierista, nada realista ni desgarradora ni dura, vemos ahora una escena cuya representación es más atenuada aquí -nos confunde casi-, es mucho más suave y diferente que ese cruel, violento y depravado gesto criminal de antes. Si no supieramos el título de la obra, si ignorásemos la historia en que se basa su leyenda -el asalto sexual del hijo del rey romano Tarquinio sobre la joven y bella doncella Lucrecia-, ¿cómo llegaremos a saber, verdaderamente, de qué fuerte impresión depravada podría tratarse esta obra de Arte? ¿No podría ser incluso el juego infantil de dos adultos, o, mejor aún, el auxilio de un caballero a su señora? En la siguiente y última creación pictórica, la del artista mexicano José Clemente Orozco (1883-1949), se nos ofrece ahora una obra del todo transparente. Aquí no hay duda alguna ya, aquí no necesitaremos saber ni el título ni la historia, ni nada de otra cosa semejante, para saber de qué trata la obra. Porque para entender la obra artística, para percibir su mensaje claramente, sólo tendremos ahora que mirarla, ¡y ya!; sin miramientos, sin saber nada más, sin otras cosas más que ver, sólo comprendiendo ahora fácil y ágilmente el horror, la tragedia o el drama más atroz en una obra.

(Fotografía del grupo escultórico El Laocoonte y sus hijos, período helenístico, 50 d.C., Escuela de Rodas, Museo Pío-Clementino, Vaticano, aquí se consiguen ambas cosas, valor estético y ético; Escultura El Rapto de Proserpina, 1622, Lorenzo Bernini, Galería Borghese, Roma, ambas cosas; Imagen de la misma obra, desde otra perspectiva; Detalle misma obra de Bernini, otra perspectiva; Lienzo del pintor expresionista alemán Lovis Corinth, José y la mujer de Putifar, 1914, valor ético; Óleo del pintor del barroco Guido Reni, José y la mujer de Putifar, 1630, Museo Getty, valor estético; Óleo Susana y los viejos, 1635, de Rubens, ambas cosas; Cuadro Susana y los viejos, 1690?, del pintor barroco español Pedro Camacho Felizes, Murcia, valor estético; Fragmento de la obra de Tintoretto, Lucrecia y Tarquinio, 1560, Chicago Art Institute, EEUU, valor estético; Obra de tinta y lápiz sobre papel del artista y muralista mexicano José Clemente Orozco, 1928, La violación, Museo de Filadelfia, EEUU, valor ético.)

6 de agosto de 2012

El más elogioso reconocimiento al Arte: entregar la propia vida a lo que haces.



Algunos grandes creadores que lo fueron en su tiempo, no fueron luego reconocidos. Unas veces porque se anticiparon y otras porque se retrasaron, también otras porque se obsesionaron, y, algunas otras, quizás, porque se encasillaron. Tal vez, por nada de eso, como en este caso. Porque no necesitaron al Arte para vivir sino todo lo contrario: el Arte les necesitó a ellos. Cuando al pintor catalán Isidre Nonell (1873-1911) le preguntaban, ¿por qué pintaba así, tan sórdidamente sus modelos?, ¿por qué pintaba solo personajes marginados o parias?, o ¿cuál era el sentido estético de lo que hacía?, siempre contestaba el pintor lo mismo a todos: yo sólo pinto, nada más.  Ante los destellos tranquilizadores y sosegados de un impresionismo cautivador, un revulsivo nuevo modo de pintar se apoderaría, a finales del siglo XIX, de algunos pintores que hicieron de su modo de expresión un alarde crudamente realista de su sociedad. Este fue además el gran cajón artístico llamado Postimpresionismo. Aquí cabría todo lo que representara a seres humanos vagando por sus vidas desoladas, oprimidas o marginadas. Desde van Gogh hasta Toulouse-Lautrec y Munch, pintores reconocidos universalmente, pero también existieron otros menos conocidos que se impregnaron luego de una tendencia que vendría a salvarlos de la justificación permanente a lo que hacían: el Modernismo.

En ese momento histórico decisivo en el Arte, el paso del siglo XIX al XX, explosionaría una forma multifacética y liberal de representar una época de grandes cambios sociales. Situaciones que llevarían a reflejar una sociedad desorientada y perdida. Y ahí surge la figura peculiarísima de Isidro Nonell Monturiol. De crear imágenes amables para una burguesía autocomplaciente, pasaría el pintor catalán a componer rostros y escenas profundas, marginadas, dolorosas o desgarradoras de los suburbios finiseculares de la Barcelona industrial. Ahora Nonell el color -que había sido para los postimpresionistas no una rémora sino un aliciente, y para los modernistas no un obstáculo sino una expresión-, sin embargo, lo ensombrece particularmente y lo lleva, con esa especial oscuridad suya, a una utilización sublime y elogiosa para con sus modelos antisociales. Pintó siempre lo que quiso sin importarle si lo aceptarían o no; crearía siempre sin preguntarse el porqué lo pintaba así, tan desoladamente oscuro. Se adentraría en su creación artística del mismo modo a como los poetas decadentistas franceses se habrían comprometido en sus inspiraciones. Y aun así es posible que, a diferencia de éstos, la inmersión en su entrega obsesiva la hiciera el pintor catalán sin razones especiales: sólo porque sí, sólo porque quiso hacerlo así, sin razón alguna. ¿Hay que encontrar alguna razón del porqué se hace algo para expresar lo que se desea?

Y el poeta y escritor Mario Verdaguer (1885-1973) escribiría una vez del malogrado creador catalán una reseña sobre su vida basada en una obra literaria de Eugenio Dors, La muerte de Isidro Nonell:

A Nonell le impresionaba hondamente el Carnaval de los barrios bajos de Barcelona, el carnaval de las calles sórdidas, rebosantes de mascarones estrafalarios. Gustaba de ver esas comparsas absurdas, precedidas de un destemplado tambor. En el carnaval de 1911, Isidro Nonell y Ricardo Canals iban una tarde juntos por la calle del Conde del Asalto. De pronto, descubrieron andando por el arroyo a una máscara extraordinaria. Traje de maja deteriorado, con deslucidas lentejuelas; chapines sucios de seda; como peineta, una pala de lavar, y, a guisa de mantilla, largas tripas de bacalao, que descendían desde lo alto de la pala hasta los tobillos. Nonell la contempló estupefacto, en su vida obsesionante de pintor, entre seres de pesadilla, no había visto jamás un engendro igual. Al lado de la máscara trágica, iba una vieja jorobada, con cara de idiota, vestida de torero. Aquella manola de pesadilla, llevaba el rostro embadurnado con harina amarillenta que acentuaba el gesto ambiguo de su boca sin dientes.

- ¡Nunca había visto una imagen tan extraordinaria de la muerte!, exclamó Nonell, contemplando aquella estantigua que rápidamente se perdió entre la multitud bulliciosa.

Nonell quedó obsesionado. Era el modelo más impresionante que había pasado jamás ante sus ojos de pintor, y, dominado por el estupor, la había dejado perderse entre la confusión de la gente. Como si intentase buscarla, se metió en las calles del Distrito Quinto. Visitó los ceñudos tugurios de la calle del Marqués de la Mina, los tabernuchos apestantes, los cuartos angostos, tenebrosos como ataúdes, separados sólo por tabiques de madera. Cubiles donde no entraba el aire, ni la luz clarificaba las horrendas pesadillas. Nonell buscaba, sin saberlo, a su último modelo para su último cuadro. Y acabó por encontrarlo. Lo encontró en su primer delirio de enfermo del tifus. La máscara llegó, para ser el modelo fatal de un cuadro que ningún pintor hubiera pintado jamás.

Una gitana bronceada había contagiado a Nonell una enfermedad terrible. Esta enfermedad se complicó con el tifus, y, en pocos días, el pintor dejó de existir. Tenía treinta y ocho años. Desde la modesta casa mortuoria, a pie y detrás del féretro, iban plañendo seis desoladas gitanas cubiertas con largos crespones negros. Eran las modelos del pintor. Antes de que el coche fúnebre emprendiese la marcha, las gitanas depositaron unas flores silvestres sobre el ataúd. En el cortejo figuraban muchos artistas y gran cantidad de gitanos, guitarristas, cantaores y taberneros, amigos de Nonell. Eugenio Dors escribiría unas páginas admirables: La muerte de Isidro Nonell, en las que el pintor muere a manos de la horda que él hace vivir en sus maravillosos cuadros.

(Todas obras del pintor modernista Isidre Nonell: Óleo Reposo, 1904; Gitana, 1909; Dolores, 1903; Estudio, 1906; Maruja, 1907; La Paloma, 1904; Miseria, 1904; Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona; Fotografía de Isidre Nonell en su estudio, con sus modelos gitanas.)

2 de agosto de 2012

El huérfano reflejo de lo invisible, de lo esencial, o no se ve sino con el corazón.



Ya lo escribiría el malogrado escritor francés Saint-Exupéry en su genial cuento El Principito: Sois bellas, pero estáis vacías. No se puede morir por vosotras. Sin duda, un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que ella es la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella... Y se volvió entonces el principito hacia el zorro para decirle: AdiósAdiós, dijo el zorro, y añadió:  he aquí mi secreto, es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos... ¿Cuántas dentelladas habrá que rasgar a la belleza para comprender de una vez por todas que la auténtica, la verdadera, la más extraordinaria, la más devocional o la más sabia belleza de todas las bellezas no es la que vemos reflejada en un espejo..., sino la que nos llena, sin ambages, nuestro más profundo interior? Esa misma belleza que nos transmitirá cosas, que nos calmará, que nos excitará lo preciso, que mantiene la distancia y que perdurará aun en la sorpresa. Que destilará el rumor de lo imposible, que sostendrá siempre el bastión de lo mejor, de lo más virtuoso, de lo más sinfónico; de lo medido, de lo respetuoso, de lo sencillo, de lo misterioso o de lo curioso. De lo que pasará sin más, de lo callado, o de lo que no se dejará nunca abatir por lo incomprensible.

El poeta romántico inglés Tennyson compuso en el año 1842 su obra La Dama de Shalott. Una maldición llevaría a esa dama a ser encerrada en una torre para siempre. Sólo puede ver ahora ella el mundo exterior a través de un espejo. Mientras tanto, teje y teje sin parar a mirar lo que por el espejo vea. Porque nada de lo que observe a través de ese espejo la impresionará. Tan sólo mirará desde ahí al mundo mecánicamente. Tampoco nunca acabará por confeccionar su tejido con su hilo permanente. De ese modo se mantuvo encerrada, tranquila y sosegada, para siempre. Y así hasta que, un día, ve ella el maravilloso reflejo de un hermoso caballero -Lancelot- a través del espejo. Entonces comenzará a sentir dentro de sí algo muy parecido al dolor... A partir de ahora no puede dejar de pensar que ella habría perdido antes todo su tiempo. Cansada de todo se vuelve ahora. ¡Harta estoy de tinieblas!, se dice una vez. Pero, sin embargo, el reflejo de ese caballero en su espejo no fue más que una vaga sombra más en su delirio. Ella no lo identificará como es él realmente, tan sólo como ella lo cree ver. Es la dama la que envuelve ahora todo su mundo en un halo irreal, ya que todo lo que ella ve lo mira ahora con ojos diferentes.

Así recreará ella ahora todo en su mente y en su corazón. Abandona su torre decidida y se aventura sola, a través de las aguas de un río interminable, hacia su propia perdición... El pintor prerrafaelita William Holman Hunt compuso esa dama en su torre justo en el preciso momento en el que el viento de su locura se apodera de todo, tanto de ella como de todo lo demás. Entonces el equilibrio de antes, su sosiego interior de antes, se terminará rompiendo bruscamente. Y el autor británico nos muestra a la dama ahora así, junto a su madeja de hilo con todo su mundo alborotado: con su enorme cabellera oscurecida, alzada y volando salvaje en el cuadro. Nos muestra el lienzo también la pequeña imagen encuadrada de un Hércules retratado dentro del lienzo, en un pequeño cuadro en la pared, tomando ahora las manzanas del árbol de las Hespérides, fiel reflejo simbólico de la virtud más sosegada frente al desastre y el error.

Cuando en el año 1927 el pintor español Picasso conociera a Marie Thérèse Walter en las Galerías Lafayette de París, le diría entonces a ella que poseía uno de los rostros más interesantes que nunca había visto. La jovencísima Marie Thérèse no conocía al famoso pintor, no sabía nada de Arte. Así que Picasso la llevaría a una librería y le mostraría sus obras cubistas. Ella quedaría tan impresionada que acabaría por ser su modelo y amante durante catorce años. La pintará Picasso muchas veces en su etapa expresionista y cubista. Entonces el gran creador español se encontraba, sin embargo, inmerso en una especial tragedia personal. Continuaba unido a su mujer Olga, pero se debatía ahora entre sus obligaciones maritales -seguir con Olga- o su nueva inspiración amorosa -Marie Thérèse-. Sin embargo, ese deseo, ahora de nuevo tan duradero -para Picasso-, acabaría pronto a manos de la escorada nueva pasión del pintor por Dora Maar... Aquella inspiración de entonces la acabaría terminando también el genio, hundida ahora ya entre las fuertes tensiones inevitables de su pasional temperamento.

No descubriremos realmente nunca la verdad -toda la verdad de lo que sea- de nuestras vidas azarosas. Tal vez porque ni siquiera exista esa verdad... Porque es muy posible que la verdad que refleje ahora la vida, en sus continuas ocasiones de esplendor e inspiración que nos ofrezca, no sean nada más que emociones descompuestas, incompletas o deterioradas. Es seguro que, sin embargo, sea solo ahora en la frágil emoción donde radique, únicamente, el verdadero secreto de cualquier verdad. Pero, sin embargo, la emoción no se dibuja sólo con los trazos elaborados -la belleza más perfecta, clásica o idolatrada- de un perfecto contorno equilibrado en nuestro mundo idealizado. Aquella emoción -la verdadera emoción- para serlo de verdad no utilizará nunca las coordenadas efímeras de una explosión de sentimientos traducibles en lo físico, con su perfección tan plástica o tan divina casi. No, es ahora otra cosa, algo desconocido por ser invisible, algo esencial por ser incomprensible, y, a la vez, aparentemente, muy necesitado. Por no saber ni llegar a entender del todo que ahora, solo ahora, se necesitará algo..., ¡pero tan solo ahora! Por ser además difícil de representar con los simples ojos alborotadores de lo físico... Porque sólo es belleza aquello que se aprecia desde lejos, lo que no se traduce sino con secuencias muy distintas de lo que parecía que era antes, pero que, ahora, no es nada, finalmente. No es nada de todo aquello que adorábamos tampoco, de todo aquello que, por entonces, queríamos creer que alguna vez lo fuera.

(Óleo La Dama de Shalott, 1904, del pintor prerrafaelita William Holman Hunt; Cuadro El corazón oculto, 1934, de Salvador Dalí; Óleo Santa Cecilia-piano Invisible, 1923, del pintor surrealista Max Ernst, Stuttgart, Alemania; Obra de Picasso, La bella Holandesa, 1905; Cuadro Marie Thérèse acodada, 1939, Pablo Ruíz Picasso, Colección Maya-Ruíz Picasso, París; Fotografía de Marie Thérèse Walter, amante de Picasso; Ilustración de la obra literaria El Principito, de Antoine Saint-Exupéry; Óleo Mujer en camisa, 1905, Picasso, Tate Gallery. Londres.)