6 de junio de 2012

El Arte permanecerá, acogedor y eterno, el resto nos sobrepasará, hiriente y desprovisto de gloria.



Todo lo que ama es capaz de torcer su agrado con el tiempo; todo lo que es amado es capaz de desaparecer, ignominioso, bajo los latidos limitados de su ajena adoración...  Así es como, por ejemplo, un paisaje idílico, bello y majestuoso sobreviene luego en un inhospitalario lugar, incluso bajo la efímera vaga belleza que un entorno natural le haya podido ofrecer antes. Sólo el Arte nos ayudará, indiferente a todo, permaneciendo eterno para siempre. Sólo él permanecerá fiel a su legado prometedor de belleza sin condiciones. Así es como podremos apreciar de nuevo, cada vez que las necesitemos requeridas por nuestro anhelo insaciable de belleza, las diferentes muestras expresivas de su infinita, piadosa y pródiga creatividad. Vagabundearán éstas por los diversos rincones artísticos tan generosos de sus emotivas ofrendas estéticas. Escondidas estarán siempre ahí para nosotros, para comprender con ellas todo lo que necesitemos siempre de sus formas, de sus colores, de sus delineaciones, de sus arcos o de sus bóvedas primorosas. También entre sonidos o vibraciones, entre ágiles danzas y canciones, entre marcadas aristas sigilosas de piedras multiformes o entre los versos emocionales de sus odas tan grandiosas.

Porque todo lo demás, las cosas prosaicas de este mundo que nos acompañan distantes, arrogantes, displicentes o tan enloquecedoramente con los diferentes infortunios de la vida, no conseguirán siquiera emular la más mínima escena acogedora, bondadosa y permanente que, sin embargo, nos ofrecerá el Arte. ¿Qué más que haber admirado o creado Arte, algo propio de seres anhelosos y sensibles, para recordarnos la intención de una belleza con la que poder llegar a sublimar ahora la gloria de ese momento desesperado o fugaz que, alguna vez, vivimos sin saberlo? Cuando el escritor británico Edward Morgan Forster (1879-1970) quiso destacar la enorme contradicción de los humanos y de su mundo atrabiliario, compuso su obra literaria Pasaje a la India (1924). En esa novela -como en las obras pictóricas de Van Gogh- supo el autor victoriano expresar parte de la cosmogonía más asombrosa, sorprendente y demoledora de muchas de las contradicciones  de este mundo. Esta literatura, como todo Arte, viene a recomponernos, sin ataduras exigentes, de las rémoras más espantosas de lo agotador, de lo incomprensible, de lo fatídico o de lo más dramático de la vida. Y con esta literatura sabia y sentida aprender también que a veces debemos, para intentar sobrevivir sin sobresaltos, saber leerlo con palabras emotivas como saber verlo con imágenes sensibles... Es decir, llegar a entender el sentido emocional de utilizar ciertas palabras o imágenes para poder así llegar, finalmente, a poder amar el propio sentido azaroso de la vida, de sus contradicciones, de sus  sinsentidos o de sus efímeras fragancias...

En toda la ciudad y gran parte de la India se estaba iniciando, por parte de los demás seres humanos, la misma retirada hacia los sótanos, hacia lo alto de las colinas, hacia la sombra que proporcionaban los árboles. Abril, heraldo de horrores, estaba ya a la vuelta de la esquina. El sol regresaba a su reino con poder pero sin belleza: ésa era su característica más siniestra. ¡Si hubiese existido belleza! Su crueldad habría sido tolerable en ese caso. Por su mismo exceso de luz, también él fracasaba; bajo su marea blanco-amarillenta no sólo desaparecían las cosas materiales: también se ahogaba la misma luminosidad. El astro rey no era el amigo inalcanzable -de los hombres o de los pájaros o de otros soles-, no era la eterna promesa, ni la sugerencia nunca desechada que obsesiona nuestra conciencia; era, simplemente, una criatura como las demás y, por lo tanto, desprovista de gloria.

(Extracto de la novela, del escritor británico E.M.Forster, Pasaje a la India, capítulo 10.)

(Obra del pintor Nicolas de Staël, El Sol, 1953; Óleo de Vincent Van Gogh, Trigal con segador a la salida del sol, 1889, Museo Van Gogh, Amsterdam; Cuadro El Sol, 1904, de Giuseppe Pelizza da Volpedo, Roma; Óleo Sol de sequía en julio, 1960, del pintor americano Charles Burchfield, Museo Thyssen.)

4 comentarios:

sacd@ dijo...

No hay nada nuevo bajo el sol.
Pensaba que habías sucumbido al encanto del Parnaso.
Saludos.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Nada, absolutamente nada. Ojalá sucumbiese a ese encanto... Mejor que sucumbir a otros...; no tan encantos, pero sempiternos, agotadores, desoladores. Un saludo.

Anónimo dijo...

Preciosa la obra de Giussepe!!!, gracias por compartir.
Un abrazo.

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Y alentadora, como todo el Arte. Siempre descubrimos desconocidos autores, como ése. Gracias a ti. Un abrazo.