24 de mayo de 2012

El sentido de la vida es no tenerlo, las acciones, incluso las más nobles, derivan siempre luego en otra cosa.



Todos los raptos de la mitología trajeron consecuencias funestas, unas más graves que otras. Sin embargo, inspiraron a muchos pintores que crearon imágenes grandiosas para acabar ilustrando las paredes de algunos grandes museos del mundo. Según la mitología griega existió al principio de los tiempos una joven y hermosa princesa oriental llamada Europa, hija del rey Agénor de Fenicia.  Una bella mujer que fuera por entonces objeto de la lujuria insaciable del dios más poderoso del Olimpo. Un día, estando en la serena playa de su reino, se le apareció un atrayente toro blanco con unas astas muy brillantes, casi doradas, y una seductora y maravillosa forma de media luna creciente en su cabeza. Pero este hermoso toro blanco se le mostraba ahora a ella manso, afable y confiado. Así fue como, transformado en un toro, se acercaría el dios Zeus a la joven Europa. Ella sintió ahora que no podía más sino admirarlo, así que, enamorada y paralizada, sin razón para poder evitarlo, quedaría atrapada por su atractiva y salvaje belleza para siempre. Se subió Europa a lomos de la bestia, se sujetó a su cornamenta y avanzaría así hacia lo lejos, hacia algún lugar más allá de aquel reino de Fenicia. El dios Zeus la llevaría entonces a Creta, la isla avanzada de un continente por formarse -de ahí el nombre que se le diese al continente, Europa, en homenaje a esta mujer y a su linaje-. Pero entonces el rey Agénor, alzando su indignación y su venganza, llamaría a su hijo Cadmo y le conminaría a que fuese en busca de Europa allá donde estuviese. Le juró que, de no conseguirlo, mejor que no regresase jamás sin ella al reino. Ante esta tajante admonición Cadmo se armaría de valor, de empuje, guerreros y osadía.

Marchó hacia el lugar adonde le dijeron que el toro habría huido: hacia el este. Recorrieron todo el Asia menor y nada, no la encontraron; fueron después hacia el norte y tampoco; luego hacia el oeste y no hallaron rastro alguno del raro astado blanco ni de Europa. Cadmo había fracasado, no logró encontrar a Europa en ninguno de los lugares en los que había estado buscándola. Nadie la había visto ni habían oído hablar de un toro tan extraño. Ante esa realidad no pudo Cadmo regresar a Fenicia sin Europa, su padre lo había amenazado claramente si no volvía con ella. No supo entonces Cadmo qué hacer ni dónde ir, después de haber recorrido casi medio mundo sin hallarla. Se encontraba ahora en un nuevo continente situado hacia el oeste, justo al lado de la costa plácida de una península mediterránea, muy cercana a la región griega de la Fócida. Así que, ahora, desesperado, vagabundo, confundido y perdido, sin ninguna inspiración ni conocimiento, decidió Cadmo consultar al oráculo de Delfos. Lo hizo para saber qué podía hacer entonces consigo y con su vida ante esta difícil situación tan desesperada. Pero el oráculo le contestó aún más confusamente, los oráculos transforman una duda en otra y revuelven así, como el destino insolente, los iniciales deseos de los hombres para convertirlos luego en otra cosa. El oráculo de Delfos le contestó: ¡cierra tus ojos y elige la puerta que al azar abras!; toma esa dirección, camina y sólo detente cuando veas un buey con una media luna en su cara. Donde lo veas funda tu propio reino y tu casa, labra la tierra que pises y establécete allí...  Cadmo no entendió nada, él sólo quería encontrar a su hermana, era, pensaba, la única forma de poder resolver toda aquella confusión en la que vivía. Pero, sin embargo, como en la vida misteriosa, las cosas imposibles sólo llevarán a otras cosas diferentes, sin nada que ver con lo de antes.

A los oráculos no hay que tratar de entenderlos, sólo dejarse llevar, desdeñosos, por su azar caprichoso e insensible. Cadmo eligió su puerta y encontraría tras de ella a una vaca, no a un buey, con una mancha en forma de media luna en su cara, y a la que siguió decidido junto a sus hombres. Cuando el animal se detuvo comprendió Cadmo que ahí debía aposentarse, no se preguntó entonces otra cosa. No había encontrado a Europa ni podía regresar sin ella. Decidió entonces crear ahí su propio pueblo, su lugar ahora para vivir de nuevo, lo único que podía hacer y que el oráculo además le había predicho. Decidieron hallar antes agua y enviaría Cadmo algunos de sus hombres a buscarla. De ese modo encontraron la providencial fuente de Ares, o Aretíade, que les permitiría poder sobrevivir tranquilos durante un tiempo. Pero entonces, cuando los hombres llenaban sus odres de agua, una terrorífica criatura, el terrible dragón Aonio, les asaltaría feroz, violenta y sanguinariamente.  Cadmo ahora debía matar al dragón necesariamente, no podía evitarlo si deseaba vivir ahí. Había sobrevenido este maldito monstruo en este bendito lugar, había matado a sus hombres y tenía que acabar con él si debía cumplir con el propósito del oráculo. Lucharía entonces con todo su poder, con toda su fuerza y con todo su deseo fatigoso. Decidido, dirigió entonces su lanza hacia la boca flamígera del dragón para matarlo.

El mito continuaba describiendo a un Cadmo solitario junto al dragón abatido, sin nadie más que él en ese lugar sobrevenido. Es entonces cuando la diosa Minerva acude en su auxilio, le aconseja que siembre en esta nueva tierra los dientes del dragón muerto. Surgirán hombres, le dice la diosa, ¡y aún lucharán entre sí!, por tanto, protégete de ellos también. Al final sólo quedarán los mejores, pero con ellos crearás una nación fructífera y poderosa...  Hasta aquí la leyenda enrevesada y sin sentido, pero que acude sabia a reconfortarnos de las cosas incomprensibles del mundo. Porque, ¿cuál es el sentido de la búsqueda de una persona, de Europa en este caso, cuando luego todo fluirá de un modo del todo diferente, para nada relacionado con su búsqueda? ¿Por qué matar a un dragón y narrarlo además como si fuera lo más importante, cuando no era la causa de aquel rapto ni la finalidad ahora de una existencia? ¿Qué cosas tan prolijas, confusas, desligadas y caprichosas decidirán un final que, para nada, tiene ya que ver con el principio? Pero, así es la vida, así también el mito y el Arte. Esta es otra lección que el Arte nos facilitará. Todo es un fluir existencial incomprensible, donde los eslabones fragmentarios solo serán una mera excusa material y sin sentido.

El pintor flamenco Jacob Jordaens (1593-1678) no es tan conocido como otros paisanos suyos más famosos, Rubens o Brueghel. Sin embargo, fue un extraordinario pintor del Barroco holandés, una tendencia artística donde crearía obras con gran maestría y equilibrio estético. Como en su extraordinaria pintura Cadmo y Minerva creada en el año 1637. Aquí vemos derrotado por Cadmo al dragón Aonio, justo ahora detrás del héroe mitológico, cuando todavía mantiene aquél sus ojos abiertos pero inertes. Cadmo está escuchando ahora a la diosa Minerva lo que ésta le dice. Le está convenciendo ella de que le ayuda, de que le está ayudando al valiente buscador en su destino.  Le indica lo que ha pasado, lo que pasa y lo que le obliga luego su decidida elección de continuar así con su destino. Antes que Jordaens, había pintado otro lienzo del mismo mito su compatriota Hendrick Goltzius (1558-1617). En esta otra obra Cadmo está matando al dragón con su lanza, vemos aquí al héroe padecer con su esfuerzo ante la terrible fiera monstruosa. Algo tan horrible, tan imposible de afrontar, de superar o vencer sin esfuerzo, sin decisión, sin ardor o sin coraje, ¿cómo es posible que, después de haber hecho todo por vencerlo, luego de hacerlo, y victorioso incluso, aún haya que comenzar de nuevo así con otro esfuerzo...? Pero, sobre todo, ¿cómo es posible que un mero rapto haya provocado unas consecuencias absolutamente diferentes a lo que propiciara la búsqueda de Europa? Porque esperamos que, ante una épica huida de secuestro, algo tan radical y definitivo, la historia continuase así hasta encontrar lo buscado o morir en el intento. Porque cuando la monstruosidad de lo imprevisto nos sobreviene como un reto poderoso, y lo enfrentamos y abordamos con la fuerza de todo nuestro aliento, pensaremos que sólo con eso todo ya termine para siempre. Pues, bien, ¡nada de eso!, todo en la vida es un confuso azar entrelazado, para nada nunca terminado. Volveremos a empezar de nuevo, sin entenderlo, escuchando ahora los sonidos de los dioses diciéndonos de nuevo, como entonces: ¡continúa creyendo en lo que haces..!, confiando así otra vez en esas palabras misteriosas, unas que, sin embargo, nunca oyes...

(Óleo Cadmo y Minerva, 1637, del pintor Jacob Jordaens, Museo del Prado, Madrid; Obra del pintor holandés, del barroco aunque también de un manierismo tardío, Hendrick Goltzius, Cadmo matando al Dragón, aproximadamente 1600, Museo de Kunst, Alemania; Óleo El Rapto de Europa, 1590, del pintor manierista, también flamenco, Marten de Vos, Museo de Bellas Artes de Bilbao, País Vasco, España.)

21 de mayo de 2012

Lo que esconde el sortilegio maravilloso de una obra romántica: su color, su sensación y su belleza.



Siempre hay mucho más que ver que lo que vemos al pronto en una obra romántica. La sutileza de su autor junto a la sensibilidad subjetiva del que la mira producirá luego el milagro indescriptible de lo bello. Porque entonces lo bello no sólo es una evidencia somera de rasgos equilibrados, definidos o ajustados a la proporción de una hermosa decoración pictórica, lo bello se expresa ahora huérfano, solitario, sin sentido y oculto desde las cuatro esquinas del cuadro. A veces se ve y otras no tanto. ¿Qué cosa hace que se perciba o no se perciba esa belleza? Solo se percibirá con los ojos más emocionales de lo estético, solo es ocasionado por la singular sensibilidad del que lo mire ávido de belleza. Cuando el famoso héroe mitológico Ulises alcanzara las islas traicioneras de las Cíclopes deseoso de conseguir víveres para sus hombres, descubriría cerca de una cueva de la isla el ganado que necesitaban para sobrevivir. Allí mismo asarían la carne y disfrutarían luego relajados dentro de la cueva. Pero ignoran que el dueño de ese ganado fuese el gigante Polifemo, éste llegará a su cueva al atardecer y entonces verán los griegos la envergadura monstruosa y el rostro aterrador de Polifemo. Con su poderoso, céntrico y único ojo verá Polifemo a Ulises y a sus hombres descansando dentro de su cueva. Entonces el gigante, irritado, taponará con grandes piedras la entrada de la cueva quedando los griegos atrapados dentro.

A principios del siglo XIX el pintor del Romanticismo Joseph Mallord William Turner compuso su óleo Ulises burlando a Polifemo. La obra se fecharía en 1829, año en el que se presentaría al público en la National Gallery de Londres. La fuerza de los colores románticos, la genialidad de la composición, la originalidad con la que es plasmada la narración mitológica bajo un grandioso paisaje crepuscular, fueron muy impresionantes para ese momento histórico en el Arte, de un alarde artístico e innovador inigualable para entonces. Es mucha la belleza estética que existe desperdigada entre unas formas y unos colores desubicados, sin orden y confundidos así entre una mezcolanza de tonalidades expresivas apenas sin contornos definidos o traducibles a lo real. Porque la belleza romántica no se percibirá ahora en ninguna cosa determinada que pueda reflejarse en la obra. Sólo se manifiesta en lo que desde el conjunto de todos esos matices deslavazados se presiente ahora como una constelación artística brillante llena de luz y de sombras.

Lo que el pintor romántico decide contarnos es la huida de Ulises y sus hombres de la isla del gigante Polifemo en el barco de su Odisea. Pero sin dejar claro quién es quién y dónde están realmente ubicados los protagonistas de la leyenda. ¿Se necesita saber todo eso en verdad para apreciar la belleza de la obra romántica?, ¿es preciso conocer ahora cómo son y quiénes son los personajes antagonistas de esta mitología para ver esa belleza? Uno de ellos es Ulises, el taimado, inteligente y osado héroe que imagina una estrategia para sobrevivir. El otro es el malvado gigante Polifemo, hijo del dios Poseidón que gobierna las Cíclopes a su antojo. Pero ninguno de estos dos relevantes personajes de la leyenda aparecen claramente representados en el lienzo titulado con sus nombres. Ulises decide una hábil y engañosa estratagema para salir de la cueva y huir de la isla en su barco. No es fácil conseguirlo, pues a la fuerza y ferocidad de Polifemo y sus hermanos se unen las piedras que taponan la entrada de la cueva. Ulises, primero, engañará al gigante no diciéndole su verdadero nombre: le dice ahora que él se llama Nadie. Segundo lo emborracha para hundirle luego una rama de olivo en su único ojo. Tercero se atan todos -él y sus hombres- a los vientres del ganado que está dentro de la cueva. Como el gigante no ve nada, pero no ha perdido su fuerza ni poder, grita a sus hermanos que: ¡Nadie le ha herido en su ojo! Luego tantea con sus manos el lomo -no el vientre- del ganado y los sacará uno a uno de la cueva aunque, sin quererlo, también sacará a los griegos que, aferrados a los vientres, huyen también junto al ganado.

El pintor Turner refleja en su obra el momento en que los griegos en su barco se burlan de Polifemo. Miran todos hacia el lado izquierdo del cuadro y es por eso que suponemos que ahí está el gigante. Pero éste no se ve. Podemos intuir que está ahí aunque no lo veamos, lo podemos imaginar -y así se ve apenas- intercalado entre las siluetas montañosas de la isla. A Ulises sí podemos ubicarlo si nos fijamos detenidamente. Está en su barco desde donde llama retador a su ofendido gigante terrorífico. Según la leyenda, le está diciendo a Polifemo por fin quién es él.  Pero la belleza romántica del magnífico encuadre no nos exige a nosotros saber nada de eso para poder apreciarla. Tan sólo admiraremos la maestría tempestuosa de unos colores estrellados con el fondo espectacular de un atardecer extraordinario. Pero, ¿es un atardecer, realmente, lo que estamos viendo?, ¿por qué no es un amanecer?, ¿cómo lo distinguiremos, sin embargo?

Pero es que no importa nada de eso ahora aquí. Lo esencial es solo la impresión emocional de la belleza de ese momento estético. La narración mitológica, si acaso, la sabremos: o la conocemos de antes o la leeremos después. Ésta no hace más que conferir, ubicar o definir los contornos traducibles del magnífico encuadre. Una leyenda que luego justificará lo que vemos ahora, pero que, sin embargo, ya nos habría estremecido antes otra cosa... ¿El qué?: ¡la magnífica belleza del encuadre romántico! Aunque esté plasmada con retazos de colores o líneas desgarbadas, aunque solo sean espacios inconexos, formas misteriosas, desconocidas y mezcladas de elementos siderales y terrenales transformados ahora en una amalgama refulgente de colores imprecisos, casi una fantasía iconográfica inenarrable. Pero que comprende así el sentido más expresivo de una imagen romántica, algo que nos seduce y atrae ahora tan solo por el poder maravilloso de verlo. Una belleza que nos evitará elucubrar qué es, exactamente, eso que ahora tenemos delante. Porque lo importante en una representación romántica como esta es sólo lo que aparece ahora sorprendente a nuestros ojos, lo que subyace oculto y misterioso, lo que nos sobrecoge, ¡su belleza romántica!, sólo eso, lo que ahora miramos.

(Óleo Ulises burlando a Polifemo, 1829, del pintor romántico británico Turner, National Gallery, Londres.)

17 de mayo de 2012

Y así, luego, después o ahora, nunca ya nada volverá a ser como antes.



Nos acostumbramos a nuestra existencia sosegada, complaciente y satisfecha. Pensaremos sin pensar, es decir, inconscientes de pensarlo, que todo fluirá como siempre, tan templado o mesurado, en su inercia vital tan maravillosa. Sin zozobrar nunca nada, sin descubrir para nada el asombroso, veleidoso o ineludible estiaje tan cambiante de la vida. Pero es justo lo contrario. Es más propio de la vida el intercambio de las cosas, sus derroteras formas transformadoras de conducirnos hacia el abismo de lo desconocido o de lo desolado, que la aparente o perenne sonrisa de un destino edulcorado... Un sino personal encubierto en el autoengaño o en la farsa,  o en la conquista inexistente de un acomodo imposible, o en el arriesgado faro aleatorio de una frágil luz que no siempre alumbrará en las oscuras y tempestuosas aguas de nuestra existencia. Así que cuando el averno monstruoso nos acoja en su seno, sin avisar ni preparados, no pensaremos más que en adorar, como a un dios enriquecido y desdeñoso, las doradas esencias maravillosas de lo de antes... Lo de antes, ese paraíso engañoso al que nos aferramos nostálgicos creyendo que es lo único que existe, lo único mejor que pueda llegar a existir nunca. Debemos desterrar ese sentido equivocado, debemos comprender que, incluso, existió ya otro antes de ese antes y que, por tanto, nada quedará después de nada, porque, tampoco, nada existiría ya antes del todo para nadie. Tan solo vivimos en nuestro ánimo lo que nos parece creer vivir, lo que inventamos o recreamos en nuestro interior como un drama teatral sobrevenido.

¡Ah, ruinas del pensamiento!, que poco queréis recomponer, con los pedazos derramados de lo roto, un nuevo acontecer... Ese acontecer que, aun sin deslumbrar, reluce ya para siempre ante nosotros aunque aparezca como un camino imprevisible. Un nuevo acontecer que sobrevivirá incluso a nuestro deseo insatisfecho, a nuestro parecer inquieto o a nuestra vida tan desconsiderada. Porque siempre hay un antes y un después... Siempre una acción producirá un efecto, el que sea. Tanto lo hará a veces como para que aquellas causas ignominiosas,  tan enredadas en lo misterioso de un azar tan despiadado, lleven siempre luego, después, queramos o no entenderlo así, una despejada y esperanzada nueva meta en nuestra existencia vital tan desgarradora. Una tan esperanzadora como para poder ahora, de nuevo, volver a intentar recuperar lo que perdimos... Para recibirlas ahora con las guirnaldas inteligentes de lo que pueda transformarse para volver a cambiar las cosas para siempre. Esas cosas que nos servirán para comprender mejor el desciframiento misterioso de lo humano, de lo que somos o de lo que viviremos realmente sin nosotros...

La historia nos lo confiesa solemne, y el Arte, además, lo aprovechará para recrear escenas inspiradoras. Lo que fue antes tuvo su momento, su anhelo, su pasión, su fervor, su color o su tendencia; lo que vendrá después también tendrá su instante, su morada, su romántico escenario incluso -o no- y su sentido. Porque todo valdrá de nuevo para volver a sentir la emoción, aunque ésta no acabe aún así por comprenderlo. Porque para entenderlo se necesita aceptar que aquel después se convierta luego en otra cosa..., no mantenerse inamovible en lo que parecía la pérdida infame de aquel antes... Sentida además esa pérdida del antes como la única ruina inevitable o desastrosa que pueda acontecernos nunca, como ese fatal destino eterno y poderoso, en exclusiva así para nosotros, que acabará por consumirnos ajenos y para siempre. Sin embargo no es esto así nunca, no debe serlo jamás, no debemos pensar para nada que ese deba ser el único sentido que exista así para nosotros. Aunque esto nos pareciera por entonces el más injusto, infalible, desconfiado o inevitable de todos los posibles destinos de nuestra existencia.

(Obras del pintor español del modernismo Santiago Rusiñol, La Morfina, Antes y Después, 1894; Óleo El Coliseo, 1896, del pintor británico Lawrence Alma-Tadema; Lienzo Capricho con el Coliseo, 1746, del pintor Bernardo Belloto; Óleo Una audiencia de Agrippa, 1875, del pintor Alma-Tadema; Óleo Los baños de Caracalla, 1899, de Alma-Tadema; Cuadro Arco de Constantino, 1742, Antonio de Canaletto; Óleo El amor entre las ruinas, 1899, del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones.)

15 de mayo de 2012

Las obras de Arte inacabadas, el final real de las cosas, o su auténtico sentido.



¿Por qué el pintor Manet dejaría sin terminar el retrato de la joven actriz Ellen Andrée? Esta hermosa mujer francesa sería pintada, antes y después de Manet, también por otros famosos pintores impresionistas. Pero fue Manet quien no llegaría a finalizar su retrato. Tanto Degas antes, como Renoir después, la pintan dentro de un contexto distinto al retrato individual. En su extraordinario cuadro El almuerzo de los remeros, el pintor francés Renoir pinta un grupo de amigos entre los que se encuentra su colega Gustave Caillebotte -sentado en el ángulo inferior derecho-, que es mirado, a su derecha, por la joven Ellen Andrée. Degas la utiliza también como modelo para su enérgica, dura y desolada imagen Absenta, donde compone una pareja sentada en un bar parisino tomando la, por entonces, alucinógena bebida inspiradora. Pero en ambos cuadros no pudieron, o no quisieron, sus autores reflejar la belleza de Ellen Andrée. ¿O sí...? El gran creador del movimiento impresionista -su más importante precursor aunque no miembro reconocido- Edouard Manet quiso retratarla una vez con su espléndida belleza parisina. Entonces pinta una mujer rubia, con enormes ojos azules y una moldeada y bella tez blanca delimitada. Pero no la termina, dejaría inacabada la obra para siempre. Luego pasaría a ser un simple bosquejo en pastel, algo impropio del gran creador francés. Y así la dejaría. Así quedaría para la historia.

Cuando el pintor aficionado -y actor de teatro austríaco- Joseph Lange (1751-1831) se decidiera a pintar un cuadro de su admirado cuñado Mozart (la esposa de Mozart y la de Lange eran hermanas), llegaría a componer un fiel y excelente retrato del gran músico clásico. Pero este pintor tampoco terminaría su obra, dejaría también sin finalizar el retrato de Mozart en aquel año de 1783. Y aún le quedarían a ambos, al pintor y a su modelo, muchos años de vida. Sin embargo, o no quiso o no pudo o lo olvidó, o lo dejó así, quizá pensando ahora que nada podría, verdaderamente, plasmar la grandiosidad del músico, su verdadero perfil más allá de lo humano que este genio inmortal pudiera reflejar en un cuadro. El extraordinario pintor Velázquez, el magnífico creador español del Barroco, compuso entre los años 1643 y 1649 una obra a la que titularía La Costurera. Posteriormente se identificaría la mujer retratada con la esposa o la hija del gran pintor. Este no fallece hasta el año 1660, así que, ¿por qué no finalizó Velázquez esa excelente obra? O es que la dejó así queriendo. No se sabe. La realidad es que, para ser una obra del pleno momento barroco, era inconcebible entonces dejar un cuadro sin terminar. Pero él, todo un renombrado artista, pintaría, al parecer, esa obra para sí mismo. ¿La acabó, entonces? ¿Qué se entiende por acabar una obra de Arte?

Porque no se puede definir bien el fin de algo tan absolutamente azaroso, indefinible y creativo como es el Arte. Hoy no tiene ningún sentido la definición de terminar un cuadro. Pero entonces sí lo tenía. ¿Demostró así, tan precozmente en la historia del Arte, el insigne pintor español que las creaciones no pueden medirse en la completa terminación de éstas? Porque las creaciones de Arte deambulan por el misterio de lo indefinible y de lo que únicamente puede entenderse desde lo más emocional o desde lo más abstracto, y ésto no admite fórmulas matemáticas de principio o de fin. Pero es que las cosas artísticas, de por sí mismas, son ya inacabadas siempre, y lo son porque, casi siempre, se podrá añadir a ellas algo más, alguna que otra cosa más que continúe, por pequeña que sea, perfilando la belleza del conjunto artístico. ¿Cómo sabremos entonces si las cosas, no solo las artísticas sino todas, en una única y sola existencia pueden crearse -o vivirse- de una forma completamente terminada?

(Obra del pintor español actual Cristóbal Toral, La Gran Avenida, obra inacabada, 1994; Retrato de Mozart, obra inacabada, 1783, de Joseph Lange, Museo de Salzburgo; Óleo La Costurera, 1649, de Velázquez, National Gallery de Art, EEUU; Bosquejo al pastel titulado Mujer rubia con ojos azules, 1878, del pintor Edouard Manet, Museo del Louvre; Óleo de Degas, La Absenta, 1876, Museo de Orsay, París; Detalle del cuadro El almuerzo de los remeros, 1881, del pintor Renoir, EEUU.)

11 de mayo de 2012

La inutilidad de los presagios o la fuerza salvadora de una decisión necesaria.



Desde antiguo los presentimientos fueron invocados para sortear los posibles efectos adversos de la vida. La irracionalidad de esas sensaciones es pareja a veces a una cierta capacidad intuitiva ante la incertidumbre. El gran pintor español Francisco de Zurbarán crearía en el año 1630 su lienzo La casa de Nazareth, una obra barroca que representa una escena donde ahora -asomados en una refulgente aparición desentonada- solo unos querubines señalan el velado carácter sagrado de la obra. En una habitación penumbrosa dos figuras sin comunicación enmarcan el plano principal del cuadro. Una de ellas es mujer y madre; el otro un adolescente e hijo. Pero nada hace reflejar divinidad alguna en la imagen sorprendente: ni exaltación trascendente, ni milagro, ni pasión, ni ninguna sensación resultado de algún extraño convencimiento místico. Pero el creador plasmaría, sin embargo, una sencilla, doméstica y tranquila pesadumbre. Una producida a causa de una inapreciable herida de espina que, en uno de sus dedos, presenta ahora el joven sin inquietud. Un hecho que viene a producir en su madre, sin embargo, un raro presentimiento misterioso, lacónico, profundo y desconsolador.

Todo está perfectamente pintado en la escena artística: los colores, los pliegues barrocos de las túnicas, las señales simbólicas de algunos objetos metafóricos. ¿Por qué ahora una pesadumbre?, ¿qué cosa puede ser expresada además ahora sin saber antes que vaya a suceder? Porque el mensaje trascendente contrasta ahora con los gestos confusos recreados por el pintor barroco, éstos demasiado naturales o terrenales para algo así. ¿No hay nada más que entender que el fin prometedor de una pasión vaticinada? Antes de llegar a saber el mensaje trascendente, ¿podríamos comprender, al ver la escena lastimosa, que la emoción del augurio sería un vaticinio providencial? Porque lo que representa el pintor es que algo está determinado y el designio debe cumplirse. Y el autor barroco español lo indica simbólicamente en muchas figuras expresadas en el cuadro: en el cajón semiabierto, analogía de lo que habrá de suceder, es algo que está abierto al futuro; en los libros sobre la mesa, porque está escrito..., es el conocimiento y la palabra revelada; en la esperanza futura de las palomas blancas, que aparecen ahora posadas en el suelo; en la salvación final de los hombres, representada en las frutas reconfortantes de la mesa.

Ese es el mensaje trascendente. Pero, entonces, nosotros, en casos no sagrados, ¿qué podemos hacer ahora cuando sintamos cosas que aún no sabemos si serán o no un hecho inevitable? Y, desde la más objetiva racionalidad, ¿cómo abordar ahora, sin nada escrito antes ya para saberlo, unas sensaciones parecidas a las representadas aquí, unos presentimientos así de semejantes? Pues tan solo con la firme decisión personal insobornable o con la fiel, erudita y poderosa determinación personal de que nada está escrito. Esa es la única actitud que puede absolvernos de las rémoras traicioneras de lo contingente. Pero también habrá que entender otros posibles mensajes diferentes, trascendentes o no. ¿Son incompatibles? No porque el espíritu de los seres humanos se adapta siempre a su propia decisión íntima o querencia personal, a su propia voluntad elegida, o a su propia fe. Ese espíritu humano -de los que  vivimos, de nosotros mismos- se adaptará así a su propia condición y a su propia vida contingente, aunque ésta sea desconsiderada, sorpresiva, impetuosa, agreste o imposible. Entonces es cuando más necesitaremos comprender -con la ayuda, por ejemplo, de presenciar un lienzo como este- que siempre podremos elegir, que siempre podremos decidir qué hacer con nuestra vida azarosa y deslizante. Porque es, en un caso, elegir sacrificarse por una idea -consagrada a lo que sea, trascendente o no- o vivir tan sólo la vida que tendremos, la real, la finita, la que se nos va cada día a cada paso. Ambas serán decisiones válidas y respetables, ambas serán en cada caso también inevitables, porque ambas serán la propia y contingente vida necesaria.

(Óleo La casa de Nazareth, 1630, del pintor español del Barroco Francisco de Zurbarán, Museo de Cleveland, EEUU.)

7 de mayo de 2012

Un infausto instante eternizado en el Arte o el Romanticismo más fugaz y atormentado.



El escritor francés Alfred de Musset (1810-1857) nació en pleno momento romántico del siglo diecinueve. Y aunque abundó en casi todos los géneros literarios, brilló en muy pocos, tal vez por una desubicada sensación suya alarmantemente romántica para el público de entonces. Porque el mundo estaba más inclinado en el año 1834 hacia creaciones románticas suaves o poéticamente glamurosas que en exceso desgarradoras. Y en el género literario más narrativo -la novela- tuvo Musset una competencia feroz con los más populares escritores Víctor Hugo y Alejandro Dumas. Su vida privada fue más conocida, sin embargo, por haber mantenido una relación atormentada y folletinesca con la famosa escritora George Sand. Así que Musset, con su poesía desatada y atrabiliaria, elaboraría una escabrosa lírica romántica desbordada de pasión excesiva -escandalosa a veces- para un gusto más realista, refinado o más clásico, algo que, a partir de aquellos años, comenzaría a buscarse con más interés por los lectores burgueses de Francia. No así lo vieron sus colegas románticos, que lo alabaron, respetaron y celebraron con gusto.

En el año 1834 Musset escribe su gran poema Rolla, un drama romántico muy extenso (784 versos) con el que relata la historia de Jacques Rolla, un joven libertino de París, el más grande libertino de todos. Heredero además de una fortuna que despilfarra en una vida disipada, desenfrenada y fatalmente atormentada. Pudo hacerlo así -despilfarrar de ese modo su vida- porque la propia sociedad de entonces se lo brindaría sin inconvenientes, sin reparos y sin ninguna dificultad. Se lo ofreció todo con sumo gusto hasta la última gota de su inasequible deseo más querido. El autor romántico buscó demostrar lo que la sociedad de finales del siglo XVIII habría conseguido causar en los jóvenes franceses con el excesivo, acelerado  y fatuo resurgir racionalista. Es decir, que con la desaparición de la fe y virtud de antes, también con el advenimiento de un placer sin sentimiento, habrían llevado a la desesperación -sin fondo que los salvara- a muchas generaciones de jóvenes europeos durante el siglo siguiente. Y todo ello por los efectos -según Musset- de aquel inmisericorde mal materialista e impío de aquella sociedad pagana de entonces, de toda aquella infamia tan racionalista, despiadada y sin espíritu.

El poema comenzaba diciendo: Te arrepientes de la época en que el cielo sobre la tierra caminaba y respiraba en el pueblo de los dioses... Indicaba así, desde el principio de la obra, una referencia a la mitología como metáfora útil para señalar lo virtuoso o grandioso de la vida, también lo perdido para siempre.  El protagonista, en su agotado desenfreno, terminaría buscando el amor prohibido más desesperado o más deseoso en los servicios de una joven prostituta, un ser tan ingenuo y desesperado como él. En su despiadado y desolado poema Musset trató de destacar la confrontación continua, trágica y ambigua, entre corrupción y pureza. Porque tanto la joven e inocente cortesana como el joven y desesperado burgués representaban a esos niños que entonces, abandonados por los dioses -por los valores espirituales, sociales y éticos-, se habrían deslizado por la senda peligrosa de la búsqueda de una belleza ilusoria.

En el año 1878 la Academia de Bellas Artes de París, en su famoso Salón de París, rechazó la obra de Arte que el joven pintor Henri Gervex (1852-1929) se atrevió a presentar a concurso. La escena elegida para el lienzo -titulado Rolla- situaba una joven adolescente desnuda tumbada en la habitación de un hotel parisino. Hasta aquí no había nada malo realmente, pero, sin embargo, había otra cosa mucho más peligrosa en el cuadro: mostraba a la joven en una actitud clara de comercio sexual con un cliente. Porque el simple desnudo femenino, tan artístico, clásico y academicista en la época, no podía ser entonces ningún motivo para aquel rechazo. Debía ser otra cosa. El motivo era el instante tan erótico reflejado en el lienzo. Era un momento eternizado donde se mostraba -para una época tan puritana- una escena moralmente cruda por ser muy real, muy sensual y estar totalmente desvelada. Porque ella no representaba ahora -como en los cuadros clásicos de antes- a ninguna diosa mitológica o a ninguna Venus hermosa, ni él tampoco era ningún héroe mitológico consagrado a salvarla o sujetado a adorarla. No, ahora los dos jovenes eran dos seres reales desamparados en un mundo desenfrenadamente perdido. Dos seres vulnerables, dos almas perdidas que, en ese instante maldito, buscan y representan otra cosa distinta: lo que el poeta más crudamente romántico quiso criticar entonces pero la sociedad no admitió a mostrarlo así, de ese modo tan evidente.

La romántica escena fijada en el lienzo mostraba el momento en el que Jacques Rolla, después de haber dilapidado sus últimas monedas para satisfacer su deseo, se levanta de la cama, se viste, se acerca a la ventana de la habitación y, mirando hacia afuera, a la ciudad degradada, decepcionante e insatisfactoria, espera resignado ahora el final de toda esperanza y de toda belleza. Luego -en ese mismo instante fijado en la obra- la mira a ella, a esa pasión efímera que sabe no podrá seguir amando más. Hasta aquí mantiene el pintor eternizada la escena romántica en su obra academicista. Más tarde, según el poema, termina el joven quitándose la vida, luego de haber besado el cuello dormido y delicado de ella. El poeta describe en un solo y maravilloso verso el momento eternizado que plasmó el pintor en su obra: Rolla se volvió entonces a mirarla. Ella, cansada, se había dormido de nuevo; huyeron ambos del mundo, de las crueldades del mundo. La niña en el sueño y el hombre en la muerte.

Hoy en día, ante las profundas convulsiones de esta sociedad tan llena de incertidumbres, no deberían sernos ajenas las sensibilidades de aquellos creadores de siglos anteriores que, autores lúcidos y expresivos, expresaron la terrible responsabilidad de los que dirigen la sociedad. ¿Cuándo se castigará la negligencia de hacer creer a todos que lo único viable y salvador es lo que, únicamente, salvará y dará a los que deciden esas oportunidades que nunca, sin embargo, verán los otros? Porque los otros, los que sufren, anónimos, inocentes, desolados o desesperados, sus decisiones malditas, sólo podrán recordar, si acaso, aquellos momentos en los que su inocente o errónea confianza les abrazaba cándidamente, a veces también mortalmente, en un alarde prometedor, absolutamente seductor, infame, o falsamente suficiente.

(Óleo del pintor francés academicista Henri Gervex, Rolla, 1878, Museo de Bellas Artes de Burdeos; Retrato del escritor Alfred de Musset, 1854, del pintor Charles Landelle, Castillo de Versalles, Francia; Cuadro Ophelia, 1908, del pintor Henri Gervex.)

5 de mayo de 2012

El baile de la vida, una gran pintura expresionista o la apariencia de lo que no es.



Como una metáfora genial de la vida humana, Edvard Munch (1863-1944), el gran pintor expresionista noruego, crearía su lienzo La Danza de la Vida. El tema de la obra lo insinúa el título de la pintura: el fluir de la vida en los seres que la viven y la aman. Cuando el pintor comenzara su andadura artística en los años de su juventud, dejaría escrito el sentido de lo que querría hacer con su Arte: Pintaré seres vivos que respiran, sufren y aman. La gente comprenderá el carácter sagrado de mi pintura y se quitarán ante ella el sombrero como si estuvieran en una iglesia.  Pero, en esta obra expresionista, ¿qué es lo que había deseado expresar verdaderamente su autor? En una playa noruega, al anochecer, un grupo de personas adultas bailan emparejadas, excepto dos, que ahora bailan solas. En las figuras del fondo no se ven los rostros del todo, apenas se perciben en el cuadro, un rasgo pictórico propio del Expresionismo. Sus movimientos parecen más rítmicos, se mueven aparentemente más alegres ahí, acompasados por una música que les debe llegar de no se sabe dónde. Están más cerca de la orilla, porque es una orilla del mar lo que parece verse ahí.  Éste -el mar- refleja ahora la luz macilenta y poderosa de lo que parece una luna estival sobre el cielo nocturno. En primer plano de la obra se muestran dos parejas y dos mujeres solas, éstas opuestas  ahora en ambos extremos del lienzo. Entre las dos mujeres solitarias se encuentran esas dos parejas que ahora bailan diferentes a las otras. Son sus gestos diferentes porque están más juntas y menos briosas, es decir, que casi no se mueven apenas esas dos parejas solitarias.

A la izquierda se sitúa una de las mujeres solitarias vestida con un alegre y floreado tisú blanco. A la derecha está la otra mujer solitaria, también detenida pero expresando ahora todo eso mucho más que la anterior. Es una mujer menos joven, vestida de negro y con el rostro entristecido. Pero, parece la misma mujer, aunque, ahora, en otro momento temporal simbolizado en el cuadro. Eso es lo que parece ella, sólo que ahora más envejecida que la otra. La pareja central, la principal que vemos en primer plano, parece estar unida por otra cosa más que por la sola danza. Se miran ambos detenidos, enfrentados de deseo. Él parece mirarla fijamente, ella, sin embargo, parece no mirar. Viste un traje rojo ella, el color más apasionado de la vida, una pasión que, curiosamente, no parece demostrar tener la única pareja que, sin embargo, sí parece sentirla... Porque la otra pareja, la de más atrás y a la derecha, describe una escena totalmente diferente: él está menos alegre y manifiesto, ella, aunque rehúsa, sostiene, con su blanco tono de pareja, el conspicuo gesto de querer seguir con él la danza. Pero, en verdad, ¿qué es lo que pasa ahora en este lienzo expresionista? Parece que nos indica el transcurrir del tiempo, tanto de la vida como del amor, en una danza... Pero, sin embargo, hay dos mujeres que no bailan. Una, más joven, más blanca; otra, parece marchita, negra, más opaca. La vida que pasa y pasa también, al parecer, por edades centrales no tan solitarias. ¿Todo lo que vemos es, realmente, todo lo que pasa, todo lo que parece que pasa? ¿Podremos describir de un modo claro el drama vital que ahora lo acompaña?

Porque el mar ahí no es el mar, es realmente un gran lago del norte noruego borealPorque la luna no es la luna, es el sol mortecino y permanente de una noche veraniega boreal...  Lo que fundamentará la obra, al parecer, son las dos figuras femeninas solitarias de una misma persona en dos momentos de su vida. Una más joven y más solícita con los demás y su vida, quiere ella abrazarlo todo, confiada. La otra, más ajada, la que los años han cambiado su sentido de ella misma y no espera ya nada de la vida, manteniendo así sus manos juntas como lo único que pueda mantener unido en una vida. De un lugar a otro y de un extremo a otro, entre esas dos parejas juntas, se sitúan ahora la pasión y el amor en la vida. Pero la pasión está expresada aquí de una forma más significativa. Y lo está porque la pasión es  más principal o más destacable que el amor en la obra. La pasión está expresada de un modo más terminal, menos duradera, más confusa y veleidosa, todo más propio de las personas enamoradas y ofuscadas por lo efusivo de lo fugaz.  Es todo eso lo que parece ser aquí que es.  Pero, ¿lo es en verdad? ¿Fue eso lo que quiso expresar el pintor? No lo sé. Lo que creo que trató de expresar fue lo inexpresable de la vida...  Lo que parece que es pero no lo es, lo que parece que será pero no terminará nunca de serlo.  Así mismo, como la vida, todo eso o nada de eso. Al final, después de toda esta profusa confusión apasionada, tan solo podremos llegar a pensar, si acaso, que esta será la grandeza del cuadro y aquella la del pintor...

(Óleo La Danza de la Vida, del pintor expresionista Edvard Munch, 1900, Museo Nacional de Arte de Oslo, Noruega.)