23 de abril de 2012

Lo bello como objeto de un placer desinteresado, del todo inútil, afectado y sin finalidad.



Fue el filósofo Kant quien comenzara a sostener que la belleza era producto de la imaginación del ser humano. Decía también que no se encontraba una explicación racional de nada de lo existente fuera del ser humano. Es el hombre el que recrea la interpretación racional de una naturaleza oscura y desconocida. No hay una realidad más allá de la que el propio ser humano pueda componer desde sus limitaciones racionales e intelectivas. En ese encorsetamiento de la realidad es donde la receptividad de lo que pueda percibirse, o la sensibilidad con la que podamos atravesar la frontera de lo desconocido, viene a dejarnos claro que es el ojo -por tanto la mente- del ser humano lo único que puede conseguir sublimar lo desperdigado, profundo o más caótico del mundo. Pero, sin embargo, todos esos elementos percibidos estaban ya antes en el universo -no fueron creados por el hombre-, fueron esos elementos extasiados o perdidos en el universo desde mucho antes de que el hombre se planteara percibirlos o existiese. En la historia del pensamiento fue surgiendo la estética como una disciplina de la percepción en general, algo fundamentalmente sensorial. Solo más tarde se dedicaría la estética especialmente a la percepción de la belleza y el Arte. Fue el motivo del porqué de esa percepción lo que vino a explicar el camino que el filósofo alemán tomaría para definirla. Para Kant la percepción de lo bello no tiene ninguna finalidad en su propia acción estética. Lo bello es el objeto de un placer desinteresado nos dice el pensador alemán. Es, por tanto, diferente a cualquier otra cosa o necesidad en este mundo. En la recepción de lo bello, de lo equilibrado o de lo artístico no hay un interés especial, ni no especial, no existe nada en ello propiamente que nos lleve a querer desearlo o justificarlo.

El elemento estético no tiene una explicación en sí, ni es consecuencia de un concepto razonado, tampoco posee una finalidad, ni inmanente ni trascendente. Para que exista lo bello sólo se precisa al sujeto que lo percibe, éste es el único sentido y su única finalidad.   Cuando Jacob, el patriarca judío bíblico del Génesis, tuvo a su undécimo hijo José de su segunda esposa Raquel, acabaría valorándolo mucho más que al resto de sus hijos. Era José su hijo favorito, el descendiente que Jacob pensara para sucederle en su patriarcado mesiánico. Tanto lo apreciaba que, una vez, le ofreció una túnica diferente a ninguna otra tejida antes, más colorida y bella que las de sus otros hijos. Sus hermanastros acabarían por odiarlo. Así que cuando todos pastaban el ganado de su padre decidieron atacar a José y hacerlo desaparecer para siempre. Entonces le quitaron su túnica, ahora rasgada, y lo vendieron como esclavo a unos nómadas del desierto. Al regresar a la casa de su padre le muestran a Jacob sólo la túnica de José, ensangrentada falsamente, expresando así el triste final trágico del mismo. El pintor Velázquez compuso esa misma escena en su obra Jacob y sus hijos: todos ante la túnica de José, lo único de él que le enseñan a su padre. Jacob no ve otra cosa, sólo percibe ahora -y los que admiramos el cuadro- la pequeña, arrugada, colorida y bella túnica falsamente ensangrentada. No ve  -ni nosotros- a José muerto ni parte alguna de su cuerpo, tan sólo la rasgada tela colorida mostrando los rasgos propios de la túnica que Jacob le obsequió tiempo antes. La emoción causada ante la visión sensitiva de lo que percibe Jacob es suficiente para convencerse de que su hijo ha muerto. Cada uno de sus hermanos interpretó la mejor impostura ante la presencia cómplice de la túnica rasgada, incuestionable ahora por completo para su padre, el sujeto perceptor de la misma.

A la falacia de los hermanos ayudaría el propio tejido ensangrentado, que representaba, sin confusión, la personalidad implícita de su hermano ausente. Toda historia contada por los hermanos fue inventada pero, sin embargo, muy convincente. Y todo gracias a la sola imagen de la túnica creativamente ensangrentada y vinculante. La percepción emocional de Jacob fue real aunque el hecho en sí no lo fuese, y no lo fue porque no fue más que la representación ficticia de una mentira. ¿Cómo representar una emoción vinculante ante la simple visión material de un objeto sin vida? ¿Dónde radica el sentido de la capacidad emotiva de un sentimiento representado, sea éste de tristeza, alegría o belleza?:  sólo en el sujeto perceptor de lo sensible. Aquí, en el sujeto que percibe, es donde se encuentra únicamente la expresión de lo estético y su sentido virtual. Es por eso que el Arte no es nunca objetivo ni real, no es útil tampoco ni tiene ningún sentido ni ninguna finalidad. El Arte se entiende desde la interpretación de lo que el propio ser receptor concibe en un momento de percepción como sublime. Y se requiere además de toda la libertad creativa con la que componer cualquier ficción que pueda existir de un hecho para conmover, convencer o emocionar a un sujeto predispuesto. La simple visión de una naturaleza o de un paisaje real bellos no basta por sí solo para alcanzar una especial emoción sublime en la percepción estética subjetiva. Para ello ésta debería ser subjetivada artísticamente en la mente sensible de un perceptor. Esta emoción sublime surge del propio ser que percibe la representación estética, no de un hecho real efectivo de la naturaleza sino del individuo que compone en su mente una imagen abstracta de una visión real o imaginada de un mundo ahora traducido. Una visión estética de la que es capaz el ser perceptor de comprender y sentir sin necesidad de acudir incluso a lejanas, utópicas o sutiles tareas filosóficas racionales o trascendentes.

(Óleo de Velázquez, La Túnica de José, 1630, Monasterio de El Escorial, Madrid; Fotografía de un hermoso paisaje de la naturaleza en Aspen, Colorado, EEUU; Lienzo de Vincent van Gogh, El Sembrador, 1888, Holanda; Óleo Lluvia, vapor y velocidad, 1844, del pintor romántico inglés William Turner.)

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