13 de marzo de 2012

Enmendar la Naturaleza con el maravilloso paisaje, su trascendencia y el Arte.



A mediados del siglo XIX surgiría en los Estados Unidos una escuela que privilegiaría más el paisaje como recurso romántico, trascendental o metafísico en el Arte: La Escuela del Río Hudson. Para los creadores de esa escuela no habría mejor prueba metafísica que sus obras para expresar la mano inevitable de una divinidad natural. Sin embargo, frente a esa preeminencia de la Naturaleza el escritor Edgar Allan Poe reflejaría en su enigmática narración El Dominio de Arnheim la prodigiosa y necesaria mano del hombre. Para este escritor norteamericano la Naturaleza no es del todo perfecta, no consigue toda la sublimación que el ser humano necesitará. Algo que éste, sin embargo, sí es capaz de hacer, corregir y enmendar artísticamente para alcanzar la elogiosa, recreada o perfecta obra de Arte. Nos dice el escritor Poe en su obra literaria:  Ellison no llegó a ser ni músico ni poeta, aunque ningún hombre viviera más profundamente enamorado de ambas cosas. En circunstancias distintas de las que lo rodearon, no hubiera sido imposible que llegara a ser pintor. Pero Ellison sostenía que el campo más rico, el más verdadero y el más natural, si no el más extenso, había sido inexplicablemente descuidado. Ninguna definición hablaba del jardinero-paisajista como del poeta; sin embargo, él opinaba que la creación del jardín-paisaje ofrecía a la musa correspondiente la más espléndida de las oportunidades.

Más adelante continúa el narrador americano: Repito que sólo en la disposición del paisaje es susceptible de exaltación la Naturaleza, que además su posibilidad de mejoramiento en este punto era un misterio que yo había sido incapaz de resolver. Mis pensamientos sobre el tema descansaban en la idea de que la primitiva intención de la Naturaleza había sido disponer la superficie de la tierra de un modo tal para satisfacer,  en todo punto,  el sentido humano de perfección en lo bello, en lo sublime o en lo pintoresco. Pero que esa primitiva intención habría sido frustrada por los conocidos trastornos geológicos, trastornos de forma o de color, y en cuya corrección o suavizamiento reside el alma del Arte.  El final del cuento de Poe lleva a un paisaje idílico, un lugar maravilloso que recrea en su imaginación el protagonista y que nos sumerge en una trascendente ruta hacia lo desconocido, hacia el final de la vida terrena justo a través de desfiladeros encantados, refulgentes, plateados, dulces o sosegadores. Muchos años después, en su obra de Arte surrealista -llamada igual que el cuento de Poe en homenaje al escritor-, el pintor belga René Magritte compone una ventana donde un cristal hecho añicos muestra sus pedazos manteniendo la misma imagen que antes de romperse transparentaba. La imagen del fondo representa una cordillera alada, delineando así, en un pico montañoso, la silueta majestuosa y poderosa de un águila americana. ¿Qué es lo preeminente, sublime o intemporal en esta obra surrealista, la belleza natural aunque deformada o la humana recreación partida y artificial pero permanente e inspirada?

Cuando el personaje sagrado de Tobías -piadoso, sufrido, fiel y virtuoso del Antiguo Testamento- se dirigiese desorientado y perdido por los tortuosos caminos de Mesopotamia, encontraría cerca del río Tigris a su necesitado salvador angelical. Y éste lo hace así para ayudar ahora en su vida a Tobías. Pero, sin embargo, Tobías no lo reconoce aún como un ángel dadivoso. Porque ahora su salvador divino -el arcángel Rafael enviado por Dios para salvarle- se oculta bajo una apariencia demasiado humana. Entonces le indica a Tobías el camino que deberá tomar y le aconseja incluso los usos medicinales de un pez del río para sanarse. El pintor francés Claudio de Lorena pintaría en el año 1640 su obra El Arcángel Rafael y Tobías. ¿Cómo fue capaz en tan temprana época de plasmar más la grandiosidad del paisaje que la de sus sagrados protagonistas? Aquí demostraría el gran paisajista Lorena la fuerza estética del entorno natural para con el Arte, algo especialmente aquí mucho más sensible o bello que cualquier otra cosa representada en su obra. Con eso quiso expresar el pintor la serenidad, la bondad, la infinitud o la verdad universal más sublime. Conceptos todos virtuosos que, junto al color o al horizonte del paisaje, reflejarán ahora así, más que otra cosa en la obra, toda la mística más ejemplar de ese relato.

(Obra del pintor surrealista René Magritte, El Dominio de Arnheim, 1949, particular, USA; Óleo El Arcángel Rafael y Tobías, 1640, del pintor paisajista Claudio de Lorena, Museo del Prado, Madrid; Cuadro La cascada de Kaaterskill, 1826, del pintor fundador de la Escuela del Río Hudson, Thomas Cole; Óleo del pintor de la misma escuela, Asher Brown Durand, Espíritus afines, 1849.)

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