23 de febrero de 2012

El propio sentido de cada cosa, su necesidad, su inferioridad o su importancia.



Todas las cosas tienen su necesidad de ser en este mundo, todas. Disponen todas de sentido por el hecho único de ser, de existir, aunque no sean imprescindibles, únicas o relevantes para entender el todo caótico, inmensurable, devastador o despiadado que es el universo. Entonces, ¿cómo se sostiene que algunas cosas no tengan ningún sentido para algunos seres? ¿Qué las hace diferente para otros?, y ¿por qué causa es así esa sensación que produce? Es como en el Arte, toda creación artística es especial en cada escena o en cada expresión de lo que su autor hubiese querido realizar desde su modo de combinar tonos, líneas, sombras, trazos, curvas, contrastes o luz.  Pero, ¿nos llegará a todos esa luz del mismo modo? Porque es la luz y no otra cosa lo que nos permitirá ver la escena artística realmente. El pintor la dibujará con colores cálidos o con la fuerza de tonos ajenos al negro, lo que nos llevará a distinguir o comprender mejor lo que veamos. Pero, la verdad, es que ahí, en cualquier obra de Arte, no hay ninguna luz realmente. No existe en el cuadro ninguna energía o cosa intrínseca que, de por sí, genere luz para la obra. Esa virtual energía que aparenta ser luz en el lienzo sólo es un reflejo inerte que mantiene lo que ahora está latente; algo que, luego, cuando la verdadera luz alumbre sus contornos moribundos, entonces, viva poderosa.

La flauta mágica fue una ópera estrenada por Mozart dos meses antes de él morir, en septiembre del año 1791. La historia o manuscrito dramático de la obra musical fue escrita por otro vienés, un libre pensador y masón que utilizaría su pasión teatral para reflejar los principios sociales en los que creía. Uno de los personajes principales de esa ópera es la reina de la Noche, una mujer que manipulará a los demás seres para conseguir así sus propósitos maliciosos, oscuros e inconfesables. Tiene una hija, la princesa Pamina, una bella joven que, iluminada y decidida, se marchará enamorada con el rey Sarastro, un personaje antitético de la reina nocturna. Porque esta reina perversa cree ahora, equivocada, que la princesa había sido secuestrada por el rey, o, mejor, prefiere pensarlo así. Para recuperarla idea una maquiavélica situación: buscará a un príncipe, Tamino, para que él recupere a la díscola princesa seduciéndola amorosamente. Es ahora la metáfora de la lucha de las tinieblas contra la luz. La oscuridad no puede nunca vencer por sí sola ningún obstáculo iluminado, tiene que requerir los esfuerzos más emocionales o los subterfugios más deshonrosos para poder vencer a la luminosidad de la verdad, de la sabiduría o de la vida.

Confundidos andamos a veces sin saber qué cosa nos destinará la vida en el contorno de nuestra azarosa existencia. ¿Qué color divisaremos a cada momento de nuestra realidad cambiante? ¿Qué escenario recreará así nuestra sensación más recordada o vivida? ¿Qué elemento nos atará a nuestro único sentido existencial, ese que creeremos entonces es nuestra única decisión vital más poderosa? Pero la mayoría de las veces, si no todas, sólo es ahora una necesidad superior a nosotros, una contingencia más elevada de la vida, lo que nos apremie a veces de un modo grave, incomprendido o detestable a elegir... Porque podemos pasar de un escenario vital a otro distinto, del mismo modo a como podemos pasar de ver un cuadro a otro diferente. Y todo eso no nos hace variar en nada la esencia de lo que somos, tan sólo alcanzaremos, si acaso, a distinguir mejor las distintas tonalidades de la vida, a compararlas mejor con otras o a valorarlas también por el contraste. Cada cosa artística tiene siempre su propia valía. No es que no sean nada, o poco, no, todas las cosas artísticas han nacido de los mismos colores y de los mismos gestos deseosos de genialidad. Porque los colores reflejarán la misma luz que ilumina a veces la misma belleza dormida. La misma luz que ilumina también un escenario insulso, aséptico o convencional, poco alegre o poco estimulante; también la que descubra la lacerante, odiosa, incomprensible y oscura realidad. Pero, a su vez, será la misma luz que asombre ante la más fervorosa alegría de un acorde excelso de belleza.

Cuando el pintor, ilustrador y poeta Edward Lear (1812-1888) quisiera recorrer el mundo para plasmar los escenarios exóticos como los simples, compuso una vez el paisaje mortecino, agreste, solitario y sin vida del desierto de la antigua Palestina. Pintaría en el año 1858 su lienzo Masada. Un lugar que representa una zona montañosa cerca del mar Muerto. Una zona que fuera devastada por los romanos en el siglo I cuando los judíos se refugiaron ahí para poder resistir al imperio. Pero en el paisaje pintado de Lear aparece ahora solo una elevada cima desnuda parcialmente iluminada. En ese limitado paisaje el plano de la montaña es más cercano al espectador y el infértil mar palestino el menos. Casi todo es monocolor en la obra, desérticamente anaranjado y muerto. Pero hay ahí, sin embargo, otra luminosidad que embriaga ahora, una luz ambigua cuyas sombras todavía poseen parte del esplendor efímero que antes tuvieran. Porque debe ser que la luz diurna no domine del todo y esté inclinada ahí para nacer o para morir. Pero no hay nada más ahí representado, hasta el cielo padece ahora con la falta de vida que refleje su cénit así como con la misma inexistencia que el propio escenario expanda hasta el último rincón de lo que encuadre. Dos años después Edward Lear pintaría un paisaje totalmente diferente, distinto ahora por completo, en su Inglaterra natal. Porque ahora sí es aquí la vida, la feracidad de la vida y sus verdes colores brillantes, lo que más se destaque y aprecie en el paisaje. Su maravilloso cielo azul y su escenario calmado se verán ahora con una luz distinta a la de antes, una luz donde las sombras no abrumen ahora sino que sólo formen parte armoniosa de esa luz. No habría cambiado más que la latitud geográfica en esta obra, pero, sin embargo, todo es ahora completamente diferente y opuesto a la otra. ¿Lo es realmente, o, con esa luz inexistente, tan sólo ahora lo parece?

(Pintura de Edward Lear, Masada y Mar Muerto, 1858; Lienzo del pintor Edward Lear, Paisaje de Nuneham, 1860; Óleo del pintor Henri Fantin-Latour, Reina de la Noche, 1896; Cuadro Destino, 1971, del pintor español Manuel Ruiz Pipó; Óleo del pintor Sascha Alexander Shneider (1870-1927), La emoción de la dependencia, 1900?; Cuadro Otoño en el río Támesis, 1877?, del pintor victoriano francés James Tissot.)

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