29 de febrero de 2012

La expresión de lo absurdo puede ser una sutil forma de belleza artística.



Iván IV de Rusia (1530-1584), más conocido como Iván el Terrible, fue el primer gran zar de la Rusia moderna. Con él el estado ruso ampliaría sus fronteras medievales y organizaría una administración más centralizada. Aunque también tiranizaría al pueblo bajo su poder con la mayor crudeza entonces conocida. El pintor ruso Iliá Repin (1844-1930) consigue plasmar esa Rusia histórica en sus obras combinando un realismo académico, colorista y profuso con una excelente dramaturgia social y psicológica muy efectista. En su óleo Iván el Terrrible y su hijo, el pintor ruso fue capaz de componer una obra realista tanto en un sentido histórico como antropológico. Porque se observa ahora como un padre, el zar Iván, auxilia, con el rostro destrozado de dolor, al príncipe heredero -también llamado Iván- ante su cuerpo abatido, sangriento y moribundo. Lo abraza ahora contra su pecho tratando de detener la muerte inevitable y absurda de su hijo. La escena es tan realista que los gestos y heridas nos abruman ante el drama confuso de lo que acaba de suceder. Porque es su heredero, su favorito regio, lo mejor de sí mismo, lo que ahora sostiene entre sus brazos; lo que podría prevalecer luego de que él desaparezca. Pero, ahora, sin embargo, todo se ha acabado para siempre. Y sostiene Iván a su hijo malogrado de rodillas como pidiéndole a su Dios que no le deje morir, que le perdone, que no termine así con sus deseos. Pero el hijo está ya exánime, aturdido, incomprendiendo además por qué su padre le acoge así, tan compungido y amable, sin dejar que su vida ahora se le escape para siempre. ¿Cómo es posible?, debe preguntarse el hijo moribundo, ¿cómo es posible que no lo hubiese querido antes? Porque ha sido su propio padre el que, un momento antes, le había golpeado ciego de ira y rencor despiadado. No es esto lo que parece, sin embargo, expresar ahora el pintor en esta excelente representación realista. No obstante, esa fue la realidad -absurda- de lo que entonces sucediera.

Otro pintor realista, el estadounidense Winslow Homer (1836-1910), fue también de los que con sensibilidad y sutileza expresaría en sus obras el sentido de la contradicción o de lo absurdo de la vida. Con un fondo de naturaleza salvaje expone a los seres humanos cerca del abismo, a la vez que los muestra ahora lejos de las propias emociones que ese abismo suponga. En su pintura Al Rescate sitúa a dos mujeres y a un hombre en la escena confusa. Los tres se dirigen a un lugar que se ignora y no aparece claro en el cuadro. Parece una playa ese lugar, aunque las raras olas nebulosas de la orilla inhóspita no lo sugieren para nada. Pero además es que no se mueven ahora las mujeres..., o parece que se mueven lentamente. El hombre, sin embargo, sí avanza ahora más deprisa. ¿Qué significa todo eso?, ¿por qué ellas están casi detenidas, si incluso están más cerca del motivo acuciante, pero invisible, de la escena? No hay respuesta, el autor no lo despejará. Somos nosotros, los espectadores, los que ahora deberemos deducirlo. Y es que vamos a veces por la vida así, descompasados, desorientados, ciegos, ridículos casi, por el sendero de un destino inapreciable y misterioso. Por que o nos dirigimos por la vida con un impulso primitivo y solidario o, a cambio, con nuestra infinita y solitaria curiosidad más decidida.

Es como en su otra obra El Vendaval del año 1893, donde Homer representa a una madre con su pequeño hijo al lado ahora justo de un abismo. Una mujer camina ahora tranquila por la orilla peligrosa de un mar embravecido, sin embargo, no está ahora aturdida ni asombrada, sólo sostiene firme y segura a su pequeño en sus brazos. No abandona el lugar ni desea alejarse ahora de ese terrible peligro. Sólo la mirada de ella se fijará, detenida, ante el fenómeno natural como si de una belleza irresistible se tratara... La mirada del pequeño se dirige ahora hacia nosotros, hacia los que miramos, sorprendidos, el cuadro. Nos mira como queriéndonos advertir de algo que ni él mismo comprende, como deseando el pequeño, inconscientemente, tan solo querer alejarse lo más pronto de ahí. El gran creador prerrafaelita John Everett Millais (1829-1896) compuso en el año 1856 una impactante, asombrosa, bella y alentadora obra misteriosa, La muchacha ciega. Ante un paisaje grandioso, producido justo después de un fuerte aguacero, una joven de espaldas a ese paisaje parece presentir, sin verlo, un extraordinario arco iris en el cielo. Un fenómeno ahora que ella, sin embargo, no ve ni ha visto nunca. Pero hay cosas que sí le permitirán a ella ahora entrever lo sucedido. Sus manos, por ejemplo, palparán la húmeda hierba; su olfato percibirá la información que su cerebro necesite ahora para diseñar la imagen que compondrá su mente avivadora. Hasta el aleteo imperceptible de una mariposa -que se aprecia apenas en el cuadro- le indicará que ha escampado lo bastante y que no lloverá más. Su acompañante y lazarillo, la niña de espaldas a nosotros, necesitará, a cambio, girarse ahora para poder ver el maravilloso y bello fenómeno atmosférico. Porque para esta pequeña es justo ahora, a cambio de la joven ciega, la visión de ese arco iris lo único que en el mundo pueda disponer para percibir belleza...

(Óleo del pintor Winslow Homer, Al Rescate, 1886; Cuadro del pintor ruso Iliá Repin, Iván el Terrible y su hijo, 1885, Moscú; Obra del pintor español actual Dino Valls, Autorretrato, donde al parecer la propia modelo se autorretrata, ¿cómo lo hace, construyéndose o autodestruyéndose?; Óleo La muchacha ciega, 1856, del pintor John Everett Millais, Birmingham, Inglaterra; Cuadro de Winslow Homer, El Vendaval, 1893; Extraordinario óleo del pintor ruso Iliá Repin, ¡Qué Libertad?, de 1903, donde una pareja baila, ¿segura?, pensando que son ahora libres en medio de las traicioneras y tiránicas aguas del río Neva.)

25 de febrero de 2012

La inútil búsqueda inevitable, o quizá el único sentido sea no hallar nunca nada.



El gran compositor Franz Liszt creó en el año 1851 un poema sinfónico donde narraba la historia de un noble héroe ucraniano, Iván Mazepa (1639-1709). Este famoso cosaco tuvo la osadía de enamorar a una bella noble polaca, país enemigo de Ucrania. Por la terrible afrenta cometida -no hizo sino ultrajarla para los polacos-, sería atado desnudo a un caballo salvaje que, perseguido por lobos, no pararía de correr hasta llegar a Ucrania. Los románticos de principios del siglo XIX lo tomaron como modelo de obras desgarradoras donde la pasión, anudada a la fiereza, fuera un ejemplo expresivo de la violencia de la vida. El pintor francés Horace Vernet lo demostraría en su obra Mazepa y los lobos, una imagen que, como metáfora del inútil deseo -no podemos hacer nada por evitarlo-,  representa la fuerza poderosa de lo que nos arrastra -el caballo sin gobierno- junto a la fuerza monstruosa de lo que nos amenaza (los lobos asesinos). Y es así como nada podemos hacer, ni siquiera evadir la mirada de lo que nos persigue por donde, sin querer, nos lleva. De ese modo, atados a nuestra necesidad, desbocados por nuestras pasiones, dirigidos sin decidir, acabaremos llegando donde no queríamos llegar...

Es como la permanente vuelta de las cosas, de los momentos repetidos, o de las sinfonías azoradas, agotadas también de tanto oírlas. Porque volveremos otra vez a lo mismo, sin saber siquiera que lo hacemos, sin tener ninguna sensación que nos haga pensar que algo nos lleve, por fin, a nuestro destino. Pero no es así, volveremos a recorrer de nuevo toda la trayectoria repasada de la vida. ¿De cuál vida?: de la repetida de siempre. Es como la rueda de una fortuna imaginaria que no tiene fin, ni principio. Y, sin embargo, a ella nos aferramos siempre, sin quererlo también, porque siempre vuelven a anudarnos los deseos, los intentos, los fracasos, los si acaso, los porqués no, los volvamos de nuevo, o los así ahora lo haremos mejor... En el siglo XII se iniciaron en la Literatura las leyendas de héroes buscadores de un ideal imposible. En una de esas leyendas se basó un medieval escritor francés, Chrétien de Troyes, para narrar la conocida obra del Santo Grial. Había que conseguir establecer entonces una meta imposible, un conjuro universal y sagrado por el cual unos caballeros lo dieran todo, incluso su vida, hasta llegar a conseguirlo. ¿Y qué mejor motivo que la ambivalente sangre de Cristo, algo tan legendario y divino, tan poderoso y tan humano? Pero lo que a esos caballeros-héroes les motivaba sobre todo era la búsqueda de algo muy especial, un ideal muy elevado e imposible, algo por lo que a ellos les mereciera la pena vivir o morir.

Así se acabaría enfrentando Perceval, el mítico caballero artúrico, a las calamitosas y duras escaramuzas de su aparatoso destino. Un lugar donde fluiría el camino hacia la inútil e imposible conquista inconsistente... Inconsistente porque, ¿quién podría encontrar algo así, tan sagradamente inexistente, en esta Tierra de mortales? Pero como en todas las leyendas imposibles, sí había un caballero, otro héroe artúrico, Galahad, que lo llegaría a conseguir entusiasmado. Este caballero fue recompensado entonces elevándose sobre los demás humanos y sobre la Tierra misma, para terminar desapareciendo en brazos de lo sagrado, de lo angelical -algo absolutamente inhumano, del todo inexistente- para, a través de una esfera diferente y celestial -imposible regresar para contarlo-, alcanzar llegar por fin a ese destino anhelado. Porque sería únicamente de este modo como lo no encontrado, lo que es imposible hallar desde el ámbito de lo terrenal, podría ser descubierto: dejando ahora los rasgos humanos que nos animan a buscarlo.  Es decir, dejando la propia existencia terrenal, lo único que les obligaría a esos seres a sentir, insistentemente, la desquiciada, poderosa y obsesiva tentación más humana de lo imposible.

(Óleo del pintor Horace Vernet, Mazepa y los lobos, 1826, Museo de Bellas Artes de Avignon, Francia; Cuadro El caballero del Santo Grial, 1912, del pintor Frederick Jubb Waugh; Lienzo del pintor Jean Delville, Parsifal; Óleo del pintor Edward Burne-Jones, La rueda de la Fortuna, 1883, Museo de Orsay, París; Cuadro La rueda de la Fortuna, 1940, de Jean Delville; Cuadro del pintor William Blake, El torbellino de los amantes, 1824.)

23 de febrero de 2012

El propio sentido de cada cosa, su necesidad, su inferioridad o su importancia.



Todas las cosas tienen su necesidad de ser en este mundo, todas. Disponen todas de sentido por el hecho único de ser, de existir, aunque no sean imprescindibles, únicas o relevantes para entender el todo caótico, inmensurable, devastador o despiadado que es el universo. Entonces, ¿cómo se sostiene que algunas cosas no tengan ningún sentido para algunos seres? ¿Qué las hace diferente para otros?, y ¿por qué causa es así esa sensación que produce? Es como en el Arte, toda creación artística es especial en cada escena o en cada expresión de lo que su autor hubiese querido realizar desde su modo de combinar tonos, líneas, sombras, trazos, curvas, contrastes o luz.  Pero, ¿nos llegará a todos esa luz del mismo modo? Porque es la luz y no otra cosa lo que nos permitirá ver la escena artística realmente. El pintor la dibujará con colores cálidos o con la fuerza de tonos ajenos al negro, lo que nos llevará a distinguir o comprender mejor lo que veamos. Pero, la verdad, es que ahí, en cualquier obra de Arte, no hay ninguna luz realmente. No existe en el cuadro ninguna energía o cosa intrínseca que, de por sí, genere luz para la obra. Esa virtual energía que aparenta ser luz en el lienzo sólo es un reflejo inerte que mantiene lo que ahora está latente; algo que, luego, cuando la verdadera luz alumbre sus contornos moribundos, entonces, viva poderosa.

La flauta mágica fue una ópera estrenada por Mozart dos meses antes de él morir, en septiembre del año 1791. La historia o manuscrito dramático de la obra musical fue escrita por otro vienés, un libre pensador y masón que utilizaría su pasión teatral para reflejar los principios sociales en los que creía. Uno de los personajes principales de esa ópera es la reina de la Noche, una mujer que manipulará a los demás seres para conseguir así sus propósitos maliciosos, oscuros e inconfesables. Tiene una hija, la princesa Pamina, una bella joven que, iluminada y decidida, se marchará enamorada con el rey Sarastro, un personaje antitético de la reina nocturna. Porque esta reina perversa cree ahora, equivocada, que la princesa había sido secuestrada por el rey, o, mejor, prefiere pensarlo así. Para recuperarla idea una maquiavélica situación: buscará a un príncipe, Tamino, para que él recupere a la díscola princesa seduciéndola amorosamente. Es ahora la metáfora de la lucha de las tinieblas contra la luz. La oscuridad no puede nunca vencer por sí sola ningún obstáculo iluminado, tiene que requerir los esfuerzos más emocionales o los subterfugios más deshonrosos para poder vencer a la luminosidad de la verdad, de la sabiduría o de la vida.

Confundidos andamos a veces sin saber qué cosa nos destinará la vida en el contorno de nuestra azarosa existencia. ¿Qué color divisaremos a cada momento de nuestra realidad cambiante? ¿Qué escenario recreará así nuestra sensación más recordada o vivida? ¿Qué elemento nos atará a nuestro único sentido existencial, ese que creeremos entonces es nuestra única decisión vital más poderosa? Pero la mayoría de las veces, si no todas, sólo es ahora una necesidad superior a nosotros, una contingencia más elevada de la vida, lo que nos apremie a veces de un modo grave, incomprendido o detestable a elegir... Porque podemos pasar de un escenario vital a otro distinto, del mismo modo a como podemos pasar de ver un cuadro a otro diferente. Y todo eso no nos hace variar en nada la esencia de lo que somos, tan sólo alcanzaremos, si acaso, a distinguir mejor las distintas tonalidades de la vida, a compararlas mejor con otras o a valorarlas también por el contraste. Cada cosa artística tiene siempre su propia valía. No es que no sean nada, o poco, no, todas las cosas artísticas han nacido de los mismos colores y de los mismos gestos deseosos de genialidad. Porque los colores reflejarán la misma luz que ilumina a veces la misma belleza dormida. La misma luz que ilumina también un escenario insulso, aséptico o convencional, poco alegre o poco estimulante; también la que descubra la lacerante, odiosa, incomprensible y oscura realidad. Pero, a su vez, será la misma luz que asombre ante la más fervorosa alegría de un acorde excelso de belleza.

Cuando el pintor, ilustrador y poeta Edward Lear (1812-1888) quisiera recorrer el mundo para plasmar los escenarios exóticos como los simples, compuso una vez el paisaje mortecino, agreste, solitario y sin vida del desierto de la antigua Palestina. Pintaría en el año 1858 su lienzo Masada. Un lugar que representa una zona montañosa cerca del mar Muerto. Una zona que fuera devastada por los romanos en el siglo I cuando los judíos se refugiaron ahí para poder resistir al imperio. Pero en el paisaje pintado de Lear aparece ahora solo una elevada cima desnuda parcialmente iluminada. En ese limitado paisaje el plano de la montaña es más cercano al espectador y el infértil mar palestino el menos. Casi todo es monocolor en la obra, desérticamente anaranjado y muerto. Pero hay ahí, sin embargo, otra luminosidad que embriaga ahora, una luz ambigua cuyas sombras todavía poseen parte del esplendor efímero que antes tuvieran. Porque debe ser que la luz diurna no domine del todo y esté inclinada ahí para nacer o para morir. Pero no hay nada más ahí representado, hasta el cielo padece ahora con la falta de vida que refleje su cénit así como con la misma inexistencia que el propio escenario expanda hasta el último rincón de lo que encuadre. Dos años después Edward Lear pintaría un paisaje totalmente diferente, distinto ahora por completo, en su Inglaterra natal. Porque ahora sí es aquí la vida, la feracidad de la vida y sus verdes colores brillantes, lo que más se destaque y aprecie en el paisaje. Su maravilloso cielo azul y su escenario calmado se verán ahora con una luz distinta a la de antes, una luz donde las sombras no abrumen ahora sino que sólo formen parte armoniosa de esa luz. No habría cambiado más que la latitud geográfica en esta obra, pero, sin embargo, todo es ahora completamente diferente y opuesto a la otra. ¿Lo es realmente, o, con esa luz inexistente, tan sólo ahora lo parece?

(Pintura de Edward Lear, Masada y Mar Muerto, 1858; Lienzo del pintor Edward Lear, Paisaje de Nuneham, 1860; Óleo del pintor Henri Fantin-Latour, Reina de la Noche, 1896; Cuadro Destino, 1971, del pintor español Manuel Ruiz Pipó; Óleo del pintor Sascha Alexander Shneider (1870-1927), La emoción de la dependencia, 1900?; Cuadro Otoño en el río Támesis, 1877?, del pintor victoriano francés James Tissot.)

17 de febrero de 2012

La interpretación de otra realidad y el eco de su reflejo más personal: la subjetividad y el Arte.



La parábola del Buen Samaritano se describe en el capítulo diez del libro de Lucas el evangelista. En ese versículo se dice que un hombre fue atacado y herido por unos ladrones camino a la ciudad de Jericó. Pero que por allí mismo pasarían luego un fariseo y un levita, ambos personajes muy relevantes social y religiosamente en el Israel de entonces. Sin embargo, ambos no hicieron nada por ayudar al herido dejándolo de lado y sin reparar en él. Poco más tarde un samaritano -un miembro de una secta herética hebrea de entonces, por lo tanto menos relevante y menos respetado socialmente- fue el que se detendría, le atendería, le tomaría entre sus brazos y le subiría a su propia cabalgadura para salvarle la vida. El mensaje aquí es profético: no hay mayor sorpresa (por tanto algo ajeno a la realidad cotidiana conocida o a lo más esperado) que aquella que se deriva de lo que se supone que algo va a responder según sus características o naturaleza pero que, sin embargo, no lo hace así. Porque aquellos hombres prominentes de Israel, aquellos seres que representaban el modelo social (el levita y fariseo) no fueron y no hicieron lo que se esperaba de ellos en un caso como ese. No reaccionaron como debían haberlo hecho. Esto sólo fue llevado a cabo por el que menos se esperaba que lo hiciera, el ser marginado social y religioso, el falsario, aquel que su realidad cotidiana no correspondía con lo que, finalmente, sí él hizo.

Cuando el pintor Vincent Van Gogh tuviera una de sus crisis psicóticas en el año 1890, que acabaría durándole algunos meses -pocos, pero que no le impedían seguir expresando su creatividad-, no pudo, sin embargo, recorrer por entonces los maravillosos campos luminosos y multicolores del mediodía francés para inspirarse. Fue así como tuvo entonces que elegir imágenes compuestas por otros creadores, unas láminas reproducidas de otros artistas para poder seguir plasmando así, en un lienzo colorista, toda esa necesidad interior que tanto sufriría el más famoso pintor malogrado. Eligió entonces una reproducción de un cuadro de Eugene Delacroix, El Buen Samaritano, un lienzo pintado por este pintor romántico francés en el año 1850. Van Gogh debía ahora crear lo mismo..., Pero, sin embargo, lo que hizo lo hizo ahora con toda su propia creatividad más genuina. Admiraba a Delacroix, quería homenajearlo, pero no podría pintar como él. Fue de ese modo como Van Gogh idearía confeccionar entonces una imagen reflejada -especular-, casi exacta, del colorista autor romántico francés. Fue, por tanto, un reflejo especular buscado de aquel otro cuadro de Delacroix lo que Van Gogh compuso con su El Buen Samaritano después de Delacroix, obra del año 1890.

El semiótico italiano Umberto Eco escribió una vez: El espejo es un instrumento fiable que no traduce la realidad sino que la duplica a través de la reflexión de la luz. Pero la luz puede a su vez también ser reflejada ahora con un ángulo más inclinado, con un ángulo que cambie así sus ondas perpendiculares y las distorsione de tal modo que transforme el brillo, la textura, el trasfondo, el perfil y hasta el sentido opuesto de una imagen cualquiera. También su color... Y es todo eso lo que consiguen los grandes creadores cuando intentan alcanzar duplicar con su Arte sus homenajes a otros artistas. Porque no se obtiene una realidad de la misma realidad, es decir, lo mismo que se espera de ésta en su reflejo fiel; no, lo que ahora se obtiene es otra realidad diferente de la misma realidad ahora transmutada. Lo que los artistas consiguen es otra cosa diferente de lo mismo. Por lo que, con ella, no nos explicarán ahora nada de la realidad de antes, ni nos harán sentir, exactamente, lo mismo de antes: ¡tan sólo nos sorprenderán!

De igual forma el pintor francés Paul Cézanne quiso, seis años después de haberlo realizado su autor original, sorprendernos con una representación de la obra Olimpia de Manet, una creación realizada en 1863. Este genial pintor preimpresionista consiguió por entonces escandalizar al público parisino con su obra Olimpia, un lienzo donde una prostituta sofisticada está recostada grandiosamente en su salón como si de una diosa griega se tratara. Sin embargo, Cézanne tiempo después, en un alarde muy revolucionario -como su Arte reflejaría más tarde en uno de los cambios más decisivos de la historia artística-, plasmaría su Olimpia Moderna también reflejada ahora especularmente. Pero no se conformaría el pintor tan sólo con eso. Cézanne lo revolvería aquí todo con su nuevo Arte, lo cambiaría todo y lo transformaría todo radicalmente. Incluso, para dar ahora un mayor motivo de sorpresa, aparece él mismo sentado frente a su Olimpia moderna mirando el propio espectáculo que recrea el pintor postimpresionista.

¿Qué hace que la realidad sea o no sea un reflejo veraz de lo que vemos? ¿Es una interpretación real de lo que vemos aunque sea a veces una duplicación deformada de lo existente? ¿Conseguiremos entonces traducirla verazmente? Porque los creadores nos demuestran que lo que vemos y lo que entendemos con ello luego son dos cosas diferentes. Algunas veces no percibimos realmente -no así exactamente- lo que ahora vemos. Nuestros prejuicios, como aquel juicio evangélico de lo que se espera de algo, nos altera ahora la realidad según nuestro particular sentido de lo que vemos. El lago franco-suizo Leman, famoso por ser el más grande lago de Europa Occidental, ha sido reflejado en lienzos artísticos a lo largo de la historia del Arte. Desde su lado suizo, desde la población de Chexbres, el pintor simbolista Ferdinand Hodler realizaría una vez su fijación artística en una obra expresionista, Lago Leman del año 1905. Con su propia interpretación plasmaría entonces el pintor simbolista la imagen del magnífico paisaje lacustre alpino. Pero, para ese momento el creador suizo hizo su propia imagen de aquello que él veía. ¿Qué pintó realmente? ¿Era el lago Leman en verdad lo que él pintara, o el lago, su reflejo en un lienzo, fue tan sólo entonces una mera excusa artística?

(Óleo del pintor Vincent Van Gogh, El Buen Samaritano, después de Delacroix, 1890, Holanda; Cuadro del pintor romántico francés Eugene Delacroix, El Buen Samaritano, 1850; Óleo de Manet, Olimpia, 1863, Museo de Orsay, París; Obra del pintor neoimpresionista Paul Cézanne, Olimpia moderna, 1869, Particular; Fotografía del Lago Leman desde Chexbres, Suiza; Óleo del pintor Oskar Kokoschka, Lago Leman con barco de vapor, 1957; Cuadro El lago Leman visto desde Chexbres, 1905, del pintor Ferdinand Hodler.)

9 de febrero de 2012

El anhelo, la curiosidad, la evasión, la excitación o el distanciamiento en la mirada.



De todas las acciones humanas imprecisas, involuntarias o impulsivas -siempre llevadas a cabo desde un lugar protegido, solitario, evasivo y solaz-, la más primitiva, infantil y devota al inconsciente será la de la mirada perdida.  Porque no es ahora ver algo en sí mismo; no, no es eso, ya que eso exigiría un objetivo previo definido, un motivo para hacerlo, una necesidad de asimilar, entender o aprehender lo que se desee mirar. Pero, cuando miramos no con los ojos sino con el vago pensamiento, con el deseo incierto más bien, o con lo más íntimo de nuestra desconocida razón, entonces llegaremos a despersonalizarnos del todo, y acabaremos siendo, incluso, algo diferente a lo que somos. Es parte de lo que nos sucede cuando, por ejemplo, vemos un cuadro o una obra teatral o una película: que no somos conscientes de nosotros mismos ni de que existimos para ver, sino que sólo, ahora, lo que vemos es lo único que existe.  Es nuestro inconsciente el que actúa así cuando esto nos sucede. Y entonces la cosa observada sustituye lo que somos, pero, también la lejanía, el fuego, la distancia, el horizonte o la fuga visual más misteriosa, acabarán por desterrarnos de nuestra propia realidad conocida.

Cuando el rey legendario Minos le prometiese al dios griego Poseidón que sacrificaría con gusto lo que éste le ofreciese, no imaginaría el perverso rey cretense que sería un extraordinario y bello toro blanco. Así que, deslumbrado por tan hermoso ejemplar, decidió Minos que se lo quedaría para él sin sacrificar. La cólera de Poseidón, ultrajado por la osadía del rey, tramaría su venganza mitológica más despiadada. Consiguió que la esposa de Minos, Pasífae, se enamorase apasionadamente del temible toro blanco. Con un artefacto de madera parecido a una vaca -construido por Dédalo- pudo Pasífae satisfacer su deseo más efusivo. Quedaría encinta de la bestia y así nacería, mitad toro, mitad hombre, el legendario Minotauro. Para que el monstruo pudiese vivir sin escapar ni dañar a nadie fue encerrado para siempre en un intrincado laberinto. Y es así como, asomado a un alto, lejano y solitario muro del laberinto, el pintor George Frederick Watts pintaría en el año 1885 al desolado Minotauro. ¿Qué mira ahora desde ahí la extraña criatura? Nada, no puede ver nada, porque no hay nada más allá del laberinto que mirar, nada que se pueda ver incluso desde ese lugar donde ahora el minotauro mira. Pero, sospechará el monstruo que algo deberá existir allá, además de él mismo. Se siente confuso porque no comprende que pueda existir algo distinto de sí mismo, ya que no hay nada más allá del muro. Al ser él mitad hombre, se infiere que es esta mitad humana la que le lleva a alzarse y mirar a lo lejos, dejando así, por una vez, la rutina alienante del laberinto. Algo le hace querer entender que más allá de él debe existir algo, alguna otra cosa distinta a sí mismo. Pero, tan sólo lo intuye. Porque la realidad es que nada ve él nunca allí hacia donde mira.

¿Qué es lo que se ve cuando nada concreto se mira? Las miradas perdidas encierran un misterio en sí mismo, y ese misterio está o en lo que miramos o en nosotros. Es como la imagen de la mujer que, absorta, mira las llamas de un fuego poderoso, ¿estará ella ahora poseída por ese fuego fatuo? Desde la distancia puede ella maravillarse, abstraída, viendo ahora las terribles -aunque no para ella- llamaradas del horror. Pero, hay otras miradas, las clandestinas, que encierran además un deseo o un anhelo diferente. En ese caso estará fuera de nosotros ese misterio... Pero, también hay otras cosas que se miran sin que sean ningún anhelo misterioso. Son las cosas que queremos ver otra vez, porque ya las conocíamos de antes. Entonces nos transformaremos por completo, nos entregaremos a la pasión de querer volverlo a ver de nuevo, de vivirlo otra vez con nuestro deseo, tan real como inusitado. Es como el caso del personaje de uno de los famosos Cuentos de Canterbury, pintado por Edward Burne-Jones en el año 1871, la desesperada Dorigen. Esta esposa desolada se encontraba afligida porque no veía nunca la llegada de su amado esposo. Así que observaría todos los días si aparecía alguna nave por el lejano horizonte desde su ventana cautiva. Ver alguna embarcación que trajese, por fin, a su esposo de la guerra. Pasan las semanas y el posible velero no aparece en el horizonte. Su desesperación la plasmaría el pintor desde la misma habitación donde, todos los días, abrirá Dorigen sus ventanas tristemente. El órgano de música reflejado a la derecha del cuadro es de los antiguos que, necesariamente, se precisa la ayuda de otra persona para que pueda sonar. Este es uno de los recursos estéticos que el autor prerrafaelita utiliza para acentuar la soledad personal de una mirada perdida... La verdad es que alguna vez todos miramos algo sin ver realmente nunca nada. Porque o eso que miramos no existe y terminaremos pensándolo, imaginándolo; o existe, y lo anhelaremos perdidos porque ya no está con nosotros. Aunque a veces también, sencillamente, acabaremos dejando a nuestros ojos que hagan lo único que saben hacer: mirar hacia lo lejos perdidos, exista o no lo que miremos.

(Cuadro del pintor George Frederick Watts, Minotauro, 1885, Tate Gallery; Óleo La criada cautelosa, 1834, del pintor Peter Fendi; Cuadro del pintor norteamericano Edward Hopper, Mujer mirando por la ventana; Imagen de la pintora actual americana de origen Chino, Jia Lu, Salida, 1997; Cuadro del pintor actual Scott Mattlin, Obra Figurativa; Lienzo del pintor Paul Delvaux, El Fuego, 1935; Óleo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, Anhelo de Dorigen, 1871.)

4 de febrero de 2012

A la mayor gloria de la sofisticación de la Belleza: el Manierismo.



Mucho antes de mediados del siglo XVI se comenzaría ya a querer desnaturalizar las figuras o a modificar los colores o a distorsionar la perspectiva de las creaciones artísticas de antes. Fue el cansancio de lo anterior, esa sensación que se genera al agotarse las emociones en las que se sustentaba lo de antes. Emociones que acabaron después de alcanzada ya la perfección artística de grandes creadores del Renacimiento como fueron Leonardo o Rafael Sanzio. Pero, y entonces, ¿cómo seguir plasmando esa Belleza sin continuar exactamente con la enseñanza magistral de toda aquella perfección de antes? ¿Cómo seducir ahora, en pleno momento exultante de admiración de la Belleza, sin contar con parte de aquello de antes? Esa fue la gran apuesta de unos creadores artísticos llamados manieristas, unos pintores renacentistas todavía, pero que no volverían a respetar aquellas medidas clásicas del Hombre de Vitruvio de Leonardo Da Vinci, lo que fuera el modelo perfecto por entonces de equilibradas, geométricas y anatómicas formas.

Pero es que no servirían ya aquellas perfectas proporciones para expresar ahora otra cosa diferente. ¿Qué otra cosa?: la rebeldía manierista. Es seguro que, quizá, fuera obtenido este estilo azarosamente el día que un artista, no pudiendo llegar a realizar lo eximio del creador Rafael Sanzio, ideara mejor que la transgresión ahora, si es creativa, hierática, hermosa o inspirada, podría llegar a sublimar aún más toda aquella sagrada Belleza de antes. Y no se trataba entonces sólo de desproporcionar la Naturaleza, también había que teatralizar el gesto y la escena prodigiosa. Había que conseguir no sólo representar bellamente algo sino crear una especie de danza pictórica o movimiento o ademán fijo, gestos que terminarían siendo el rasgo que más caracterizaría esta sobrecogedora tendencia artística. Era entonces la manera -il maniera- de cómo algunos pintores querían demostrar que su nuevo estilo podía llegar a competir genialmente con aquel perfecto Renacimiento. Pero, sin embargo, no enfrentándose a la grandiosa tendencia clásica sino distanciándose originalmente de ella. Comenzarían los pintores de entonces a admirar esa libertad creativa con la que, alargando los miembros, empequeñeciendo la cabeza o alterando los colores, podían conseguir ahora otro exquisito y maravilloso Arte.

Era el Arte del acoplamiento visual al buscar la comunicación intrínseca o la interactuación dialéctica de sus modelos representados, una relación que podían llevar a cabo con otro personaje o con el espectador... El objetivo era resaltar al modelo central o principal interactuando con otro personaje arqueando un brazo al elevarlo o al dejarlo caer para tocarlo...  Fue el estilo enamorado, fue la Arcadia permanente donde todos se veneran, se respetan o se aman. Fue el paraíso iconográfico donde el personaje de Andrómeda cautiva, por ejemplo, parece que siente ahora más placer que dolor esperando ser salvada por su héroe. Era la escena bendecida por la suavidad, por los movimientos o por la postura de los gestos. Porque la postura manierista no se planteaba si era conforme a la naturaleza o a lo correcto -a lo más clásico-, a lo convencional o incluso a lo sagrado. Pero es que todo se perdonaría en la maravillosa recreación que fue la armonía anamórfica manierista.

Sin embargo todo fue muy diferente después del Manierismo, los siguientes creadores y críticos denostaron por completo este estilo diferente y revolucionario, un estilo que se mantuvo desprestigiado, menospreciado y olvidado hasta casi el siglo XX. Porque fue entonces la poesía más vulnerable del Arte, aquella melodía artística incomprendida que pasaría de puntillas entre dos fuerzas de la naturaleza artística: el Renacimiento y el Barroco. No pudieron durar mucho aquellos rebeldes versos manieristas, que nunca más volverían ni se repetirían en la historia, algo además que no crearía ningún seguimiento ni ninguna tendencia afín. Igual a como sucediera con aquellos versos manieristas del poeta fray Luis de León (1527-1591):

Inmensa hermosura;
aquí se muestra toda y resplandece
clarísima luz pura,
que jamás anochece:
eterna primavera aquí florece.
¡Oh, campos verdaderos!
Oh, prados con verdad dulces y amenos!
¡Riquísimos mineros!
¡Oh, deleitosos senos!
¡Repuestos valles, de mil bienes llenos!

Así fue el Manierismo, pura efervescencia sin tiempo ni medida, sin sentido natural, sin referente anterior y sin continuadores siguientes. Aislado en la incomprensión y en lo extraño, en lo adimensionado o en lo exageradamente bello e incomprendido. Ni siquiera se comprende bien lo que fue exactamente, porque siguió adorando la Belleza renacentista pero sin serlo; siguió gustando de los matices renacentistas pero con otras cosas diferentes; siguió sugiriendo los colores renacentistas pero ni el claroscuro ni los tonos de antes fueron lo importante entonces, unas tonalidades ahora que señoreaban mejor los perfiles alargados, los movimientos estudiados, excesivamente preparados o artificiosos, de los maravillosos lienzos manieristas. Fue sobre todo una revolución silenciada. Y lo fue así porque era una tendencia sin sobresaltos, sin ruidos, apaciguados los elementos más racionales de su composición. Algo que perseguiría un solo fin: sofisticar aún más la Belleza de las cosas. Llevarla al más puro sentido de lo excelso, de lo que nunca se podría comparar con nada, ni siquiera con los seres a los que pretendía representar. Así fue el Arte más sublime. Sin complejos. Así fue la más inequívoca forma de expresarlo. Sin contrastes. Porque existió algo así una vez, una tan disforme y antinatural manera maravillosa de crear Arte. Aunque ahora no lo comprendamos, aunque parezca rídiculo y superado ya, aunque no seamos capaces de llegar a entender cómo alguna vez llegara a existir algo así. Algo que fue por entonces lo único que llevara a pensar a algunos, ¡y tan maravillosamente!, que la Belleza no podía ser otra cosa más que eso.

(Óleo del pintor Alessandro Allori, Venus y Cupido, 1570; Cuadro La Venus de Urbino, 1532, Tiziano, Uffizi; Pintura El Baño de Venus, 1558, Giorgio Vasari, Alemania; Óleo Betsabé, 1570, Giovanni Battista Naldini, Museo Hermitage, Rusia; Cuadro Perseo y Andrómeda, 1611, Joachim Wtewael, Museo del Louvre, París; Lienzo Venus y Adonis, 1587, Bartolomeus Splanger, Amsterdan; Cuadro El juicio de Paris, 1615, Joachim Wtewael, National Gallery; Óleo Venus y Adonis, 1597, del pintor Bartolomeus Splanger, Alemania; Cuadro San Martín y el Mendigo, 1599, El Greco, National Gallery, EEUU.; Óleo La Pietá, 1597, El Greco, Particular.)

2 de febrero de 2012

¿El todo tiene más o menos realidad, o más o menos valor, que la parte?



La historia de la filosofía se encargaría de dilucidar esa cuestión. El pensador alemán Hegel (1770-1831) afirmaba que: Nada es última y completamente real salvo el todo. Y se preguntaba el filósofo además, ¿hay más realidad y más valor en un todo que en sus partes? A esto Hegel respondía que sí, y argumentaba entonces que: El carácter de cualquier parte es afectada tan profundamente por las relaciones con las otras partes y con el todo que no puede hacerse ninguna lectura verdadera respecto a ninguna parte, salvo asignándole su lugar en el todo. Por tanto -continuaba el filósofo alemán-, no hay nada más verdad que la verdad total, por ello mismo no hay nada más real que la realidad del todo, pues cada parte cuando está aislada cambia su carácter y no aparece del todo como verdaderamente es. Por ello cuando se mira una parte en relación con el todo se ve que no subsiste por sí misma, que es incapaz de existir, salvo como parte de aquel todo, que es lo único verdaderamente real.  De las dos variables universales más significativas de nuestro mundo, el tiempo y el espacio, la primera es la única de ellas que, verdaderamente, no existe para el Arte. Por la propia substancia de lo que es el Arte, el tiempo no tiene ningún sentido en él, es más, no puede existir el tiempo si para ello el Arte debe hacerlo.

La imagen expresada en el Arte, en el único instante representado en el Arte, está ahora ya fijada y agotada temporalmente en su único espacio artístico, vacía ya en ese sentido para siempre. Sin embargo, la otra variable del mundo, el espacio, desarrolla en el Arte toda su realidad y toda su razón de ser. Porque sin espacio no hay Arte. Este condiciona por completo la totalidad de lo creado en un lienzo. Ahora bien, no se trata de una parte del espacio lo que el autor compila en un cuadro, no, ahora es el único universo que existe el que el creador refleja entre sus límites iconográficos representados. No hay comparación posible con otro espacio ni referencias ni relación con otros distintos, tan sólo hay un único y delimitado espacio artístico, lo único que en ese universo pictórico creado por el pintor existe exclusivamente en ese único momento intemporal. Pero,  dentro de ese mismo espacio, ¿existen otros espacios en relación con el global delimitado? Si es el único espacio dentro del Arte, ¿pueden, sin embargo, existir otros mundos en él?, ¿pueden existir otras referencias no ajenas al mismo espacio, otras relaciones de espacio en ese único espacio artístico? Sí, pueden hacerlo. Pero, sin embargo, en ese espacio creativo toda esa relatividad ahora se transforma porque no hay elementos superfluos en el Arte, como los hay en cualquier otra visión de cualquier otro espacio no elaborado, por ejemplo como en la visión fotográfica no artística. Porque es el encuadre de la iconografía -todo lo que hay dentro- lo que determinará el único espacio artístico del Arte.

A diferencia de lo contingente fotográfico y sus limitaciones narrativas, el pintor sitúa en su lienzo los elementos que hacen exigir el sentido final de lo que se quiere transmitir metafóricamente. Básicamente, esto es el Arte en su más lograda y perfectible expresión. Y es por ello que, a pesar de ser un espacio exclusivo y excluyente, el único existente para el Arte, no dispone ese espacio artístico, sin embargo, de partes aleatorias o vagas, o de partes inconexas o sin sentido en el total de su extensión iconográfica. Una parte desgarrada ahora, por ejemplo, de ese espacio artístico no participará ya del universo creativo, rompiendo así el sentido de antes, aunque sea ya ahora otro espacio distinto... Por esto, desde el sentido propio de la creación artística, no tiene ese espacio parcial existencia propia como tal, no es más que un elemento aislado y sin sentido, indefinido y sin referencia alguna con algo que lo justifique, es decir, sin ahora ninguna vida creativa. La parte desgarrada, por tanto, no tiene ya razón de ser por sí sola dentro de la narración creativa, aunque mantenga ciertos rasgos de belleza, soltura y textura y tenga algunos que otros matices propios de la obra.

Es como en aquella antigua fábula mitológica del elefante que una versión de la secta jainista de la India nos habría contado a veces de un modo sorprendente y sabio: En una ocasión un rey les llegó a pedir a seis ciegos que relataran cómo era un elefante, aunque esto sólo podían hacerlo a través de la palpación de sus dedos. Así que uno de ellos, el que le tocó una de sus patas, dijo entonces que el elefante era como un pilar; el que le tocó su cola dijo que era como una cuerda; el que tocó la trompa, que era como una rama de un árbol; el que le tocó la oreja, que era como un abanico, y así. El sabio rey, al final, les explicó: todos ustedes están en lo cierto. Cada una de esas partes diferentes son así, como describen cada uno de vosotros, es por ello que el elefante participará de todas y cada una de las características de esas partes que tocaron: ¡pero no es el elefante!
 
(Detalle de la obra del pintor francés Alexandre Cabanel, El Nacimiento de Venus; Detalle más amplio del mismo lienzo de Cabanel; Lienzo El Nacimiento de Venus, 1863, del pintor Alexandre Cabanel, Museo de Orsay, París; Cuadro, restaurado por el Museo del Prado, El vino en la fiesta de San Martín, 1568, del pintor flamenco Pieter Brueghel el viejo, Prado, Madrid; Detalle del mismo cuadro El vino en la fiesta de San Martín, 1568, del mismo autor flamenco; Óleo La Muerte de Sardanápalo, 1828, Eugène Delacroix, Museo del Louvre, París; Detalle del cuadro La Muerte de Sardanápalo, 1828, del pintor francés Eugène Delacroix.)