23 de enero de 2012

Apreciar la grandeza de lo azaroso o de lo marchitable, ahí radica lo bello y lo bueno.



El poeta latino Horacio ya lo había dejado escrito: La breve duración de la vida nos impide albergar una larga esperanza. Entonces, ¿para qué lo excelso de las cosas, de las grandes cosas permanentes de la vida, como puedan serlo la Belleza, la Bondad o el Arte? Si todo es breve, si todo se deteriora, se va pronto o se marchita, ¿cómo admirar tanto ahora la consagrada vida efímera? Y, sobre todo, ¿cómo podremos ensalzar esas tres grandes cosas sin dudar? Cosas que, al ser conceptos tan abstractos, no serán siquiera como la propia, real y breve vida conocida. Pues, primeramente porque la Belleza, la Bondad y la grandiosidad representada que es el Arte, son parte de la propia y contingente vida, son ella misma también. Seguidamente porque al admirar el Arte no haremos más que admirar la vida, sus virtudes y todo lo demás que tiene. Porque la Belleza no se encuentra en la obra en sí, se encuentra siempre en los ojos efímeros del que, mirándola, acabará así por justificarla. No hay nada que perdure, ni la belleza ni la vida, pero eso no significa que no sean valores extraordinarios. Ambas cosas lo son porque ambas cosas son valores en sí mismos. 

Un pintor español del Modernismo, Federico Beltrán-Masses (1885-1949), llegaría a admirar tanto el exotismo idealizado de lo estético que alcanzaría a transformar completamente en su obra Salomé la imagen pérfida de la famosa bailarina. Porque el pintor la representaría afligida, dolorida y extenuada al ver, después de haberlo querido ella así, la cabeza degollada del Bautista. Y no evitaría el creador expresar en su obra además toda la sensual belleza de su cuerpo, incluso la acentúa aún más mostrando un pubis casi adolescente de tan virginal... El descubierto vientre impúdico de esa Salomé indignaría por entonces -año 1929- a un recatado público londinense en una de las exposiciones que realizara el pintor en Inglaterra. Pero lo que el autor nos muestra aquí verdaderamente es la imagen de una Salomé muy diferente a la bíblica: absolutamente acongojada y aturdida, del todo ahora arrepentida.

Porque en la historia del Arte se había encumbrado la estereotipada imagen pérfida de la bailarina bíblica. Ésta siempre representada como una mujer cruel, hermosa, pero sagaz, desalmada y muy vengativa. Y el pintor español Beltrán-Masses consigue cambiar aquí todo eso, aunque para ello se enfrentara -sin quererlo él así- a una indecorosa, impúdica y obscena imagen. Catorce años después elaboraría otra obra de Arte sobre la misma legendaria Salomé, pero, para ese momento, modificaría completamente la imagen de ella llevando ahora a su conocido personaje bíblico a la más deslumbrante e inalcanzable belleza a la vez que a un magnífico desdén, quizá el mejor desdén nunca antes más espléndidamente retratado jamás. Sin embargo, ni una ni otra imagen eran nada más que una maravillosa representación artística, donde ahora la Belleza y sus virtudes quedarían reflejadas en un cuadro. Pero no eran ni la Belleza ni la Perfidia: tan sólo eran Arte. Porque la vida -y el Arte- nos enseñará que lo admirable de la vida está en ella misma, en la misma vida contingente y efímera. Por eso la Belleza es tan admirable: porque sólo durará un momento, porque no es eterna. Y el Arte viene a paralizarla ahora artificialmente, es decir, que nos recordará el Arte siempre su evanescencia. Porque la vida y su belleza no son en sí un valor eterno, ni permanente ni sobrenatural, pero existen sin embargo siempre así para nosotros.

Desde muy antiguo los fabulistas dejaron clara la humana estupidez de valorar en abstracto las cosas de la vida, es decir, de imaginar con ellas un excesivo ideal de algo que, en esencia, no lo tiene. El griego fabulista Esopo lo contaría en su famoso cuento de La lechera: Entonces la lechera comenzó a menear la cabeza para decir que no (porque ella no deseaba, con el dinero que obtuviese de la venta de la leche, obsequiar a nadie), y, de tanto mover la cabeza, la leche se le cayó al suelo..., y la tierra se teñiría de blanco. De ese modo, la lechera se quedaría sin nada, sin las cosas que soñara y sin la leche que la incitó a soñar. Padeceremos la triste manía de sentirnos disconformes con las cosas que tenemos; unas cosas que, por otro lado, a otros muchos les bastaría. ¿Qué nos lleva a esa insatisfacción? Posiblemente la absurda ideación de que existen otras cosas más deseables o requeribles, y situadas ahora por encima de lo que simplemente es vivir, por encima de la propia y valiosa vida que tenemos. Una vida que, a veces, nos obligarán a vivirla desde la infancia de una determinada e insufrible manera, casi siempre ajena a nosotros, tan insensata como maldiciente. Además de la decidida y equivocada intención de pensar y pensar que tienen que existir unos valores que, al perderlos o al no obtenerlos siquiera, estaremos dejando de vivir una vida excelsa o admirable.

Creemos que en la permanencia de las cosas consiste lo grande o lo virtuoso de la vida, pero no es así. La evanescencia de lo sublime hace precisamente a lo sublime lo que es, y no al revés. Es decir, lo sublime, para serlo, deberá ser efímero. El Arte está entonces para recordarnos aquella máxima horaciana del principio. Como también lo estará esa sentencia que un decadente y sensible poeta romántico inglés, Ernest Dowson, dejara escrita en sus versos decadentes hace ya más de cien años casi: Largos no son los días de vino y rosas. De un nebuloso sueño, nuestro camino resplandece un instante para, luego, perderse en otro sueño...

(Óleo Salomé, 1932, del pintor español Federico Beltrán-Masses, Museo Art Decó, Salamanca; Cuadro del pintor español Guillermo Pérez Villalta, El instante preciso, 1991; Obra del pintor austríaco Peter Fendi, La lechera, 1830; Cuadro La favorita del Emir, 1879, del pintor francés Jean-Joseph Benjamin Constant; Óleo de Federico Beltrán-Masses, Salomé, 1918; Cuadro Salomé, 1512 del pintor italiano del renacimiento Cesare da Sesto.)

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