10 de diciembre de 2011

El equilibrio en el Arte, como en la vida, es más ahora la ausencia que la presencia de algo.



En una fría tarde de noviembre del año 2003 descubrí, sobre uno de esos tenderetes callejeros que se organizan para volver a dar vida a libros leídos por otros mucho antes, una pequeña edición antigua que se agazapaba solícita, huérfana, amarillenta y desolada entre los moribundos y resignados libros que esperaban de nuevo vivir. Es una grata sorpresa al hallarlos descubrir la huella personal de quienes lo tuvieron antes. En ciertos libros, he de confesarlo, no sólo he fechado y firmado el ejemplar adquirido sino que he escrito también algún comentario en él. El pequeño libro antiguo descubierto entonces era una pequeña obra del escritor británico Graham Greene (1904-1991) y titulada El que pierde gana. En la primera página del libro escribí: Antes de mí fue de otro. Ahora, más de veinte años después, me sedujo la misma historia: ganar, tener, perder... La interesante vida de este escritor comienza muy joven, cuando incluso entonces decide cambiar de religión. Luego se casaría con una joven convertida también al catolicismo. Una mujer a la que enamoraría a través de una apasionada y romántica relación epistolar. Hombre muy complejo, Greene tuvo precoces intentos suicidas consecuencia de una personalidad difícil y esquizofrénica. Intentos que al parecer sólo pudo soslayar con una decidida, enfrentada y desesperada religiosidad. Conocido más por sus elaboradas creaciones de espionaje y suspense, fue sin embargo un escritor que trataría de plasmar un profundo trasfondo espiritual en sus novelas, trasfondo que, sin embargo, no acabaría por ayudarle a encontrar sus necesitadas respuestas.

Graham Greene conoció a finales del año 1946 a una mujer de la que quedaría enamorado para siempre. Catherine Walston (1916-1978) era la hermosa y joven esposa norteamericana de un político británico, Harry Walston. Aunque había tenido ya cinco hijos, a sus treinta años Catherine era aún una atractiva mujer, mundana, extrovertida, frívola y seductora. El autor inglés no pudo resistirse y acabaron siendo amantes. La furtiva y desconocida relación fue descubierta hace tres años gracias a unos poemas de Graham dedicados a ella. La relación duraría trece años, hasta finales de 1959, cuando ella lo abandonaría por otro amor también furtivo. Cuando Catherine falleció en  el año 1978 alcoholizada, su marido decidió escribirle al afamado novelista: no debes tener ningún remordimiento, le diste a Catherine algo que nadie más podía haberle dado, se transformó en un ser humano mucho más sensible. La reseña posterior del pequeño volumen descubierto en las estanterías de libros antiguos destacaba estas palabras: La fortuna no regala favores, los vende. Más adelante continuaba: Nunca el hombre es menos desgraciado que cuando se considera desprovisto de todo. El argumento de la obra describe una pareja humilde y sencilla que deciden casarse. Él trabaja para una empresa donde el jefe -Dios- junto a sus socios -los diablos- luchan por mantener su poder y fortuna -la influencia espiritual- en el mundo. En un momento de la narración acuden al protagonista -empleado como contable- para que les haga un trabajo. El jefe acabará admirando su labor y descubriendo la boda del aplicado empleado. Sintiéndose obligado, éste les invita -les regala- una estancia en un encantador, famoso y caro hotel de la costa francesa, lugar donde con su yate les iría a recoger y abonar luego la estancia.

Accidentalmente el jefe -Dios metafóricamente- no puede acudir a la cita. De ese modo comprende la pareja que se han endeudado con el hotel. Que por culpa de no aparecer el jefe -Dios- se encuentran en una situación embarazosa: no pueden pagar todo lo consumido. Decide entonces él probar suerte en el casino. Y consigue, sorprendentemente, ganar. Para ese momento había cambiado su carácter y la forma de ver la vida. Pero ella ahora no lo quiere a él así, tan presuntuoso, materialista y autosuficiente. Lo detesta a partir de entonces. Así que él, ofuscado, maldice a su jefe -a Dios- por haber provocado todo ese caos personal y conyugal en su vida. Ahora, seducido por su fortuita nueva suerte -y su ambición desconocida-, decide enfrentarse a su jefe y acabar así con aquel odioso Dios... Su esposa lo abandona por un amante más romántico. Un amante al que ella valora por despreciar lo material, a pesar de vagabundear también perdiendo por el casino. Cuando el yate termina atracado en el puerto por fin, se acaban entrevistando el protagonista y su jefe -Dios- en una sosegada, inteligente y esclarecedora confesión...  Entonces terminaría entendiendo el contable que no puede ir nunca contra su jefe.  Ahora su jefe le ayudará también a recuperar su esposa. Para lo cual debe él dejarse perder todo lo ganado frente al odioso amante, ahora transformado, sin embargo, en todo un taimado, arribista y ambicioso personaje.

El pintor del barroco español Antonio de Pereda (1611-1678) descendía de un humilde pintor vallisoletano. Este artista había dejado escrito en su testamento que su hijo fuese llevado a Madrid para aprender a pintar con los grandes pintores de entonces. En la capital del reino acabaría ingresando en el taller del maestro madrileño Pedro de las Cuevas. Según cuenta la historia, el pintor Antonio de Pereda nunca aprendería a leer ni a escribir, por lo que eran sus discípulos los que escribían su firma para que terminara por pintarla en el lienzo. Pereda sentía unos anhelos enfermizos por pertenecer a la nobleza. Trataría de utilizar siempre el don, un título que sólo podía ser usado por los grandes señores. Algo que él siempre defendió, ya que decía ser nieto por línea materna de todo un maestre de campo. En el año 1670 pintaría El sueño del caballero, un lienzo donde vuelve a tratar un tema del Barroco español: la vanidad, los deseos materiales que nada tienen que ver con lo verdaderamente importante. Y qué mejor representación para ese tipo de cuadro que un sueño, es decir, que un deseo humano irreal, inconsistente, veleidoso, traicionero y evanescente. En el siglo XIX los poetas se dejaron llevar por el mayor rechazo hacia lo material, uno de ellos, Charles Baudelaire (1821-1867), el más enardecido defensor de lo auténtico y lo efímero de la vida, escribiría: Estos tesoros, estos muebles, este lujo, este orden, estos perfumes, estas flores milagrosas son tú. Tú también estos grandes ríos, estos canales tranquilos. Los enormes navíos que arrastran, cargados todos de riqueza, de los que salen los cantos monótonos de la maniobra, son mis pensamientos, que duermen o ruedan sobre tu seno. Tú los guías dulcemente hacia el mar, que es lo infinito, mientras reflejas las profundidades del cielo en la limpidez de tu alma hermosa; y cuando, rendidos por la marejada y hastiados de los productos del Oriente, vuelven al puerto natal, son también mis pensamientos, que tornan, enriquecidos de lo infinito, hacia ti.

(Óleo de Antonio de Pereda, El sueño del caballero, 1670, Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Portada inglesa del libro El que pierde gana, de Graham Greene; Cuadro El naufragio, del pintor Goya, 1793, Particular, Madrid; Retrato de Graham Greene, obra del pintor francés actual Jean-Luc Bellini, 1948; Fotografía de Catherine Walston, 1945.)

Vídeo de la película El fin del Romance, 1999, basado en una novela de Graham Greene:

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