25 de noviembre de 2011

Entre los genios, los otros creadores y la verdadera autoría lo único que realmente existe es el Arte.



En el Arte se entiende el concepto de forma como algo físico con un valor estético propio, es decir, sin otras consideraciones ajenas a lo estético como puedan ser las cuestiones sociales, morales o filosóficas. La forma, por tanto, son los elementos visuales que dan consistencia estética a lo representado, como lo son la composición, los colores o la estructura de la obra. El escultor alemán Adolf von Hildebrand (1847-1921) expuso en su libro El problema de la forma en la pintura y la escultura la teoría, sin embargo, de que en el Arte la forma tiene siempre dos maneras de ser representada. Una espacial, física o arquitectónica y otra funcional, espiritual o más expresiva. Así establecía que la forma espacial sería aquella donde dominaría la geometría, la racionalidad y el equilibrio. La otra forma, la funcional, acentuaría más que nada la significación expresiva de la creación, la emoción que produce y sus sentimientos. Por supuesto, cualquier obra de Arte requeriría disponer de las dos formas, donde ahora habrá una que resalte más que la otra en cada caso. En general en el Arte la tendencia más espacial acabaría por denominarse clasicismo y la más emocional barroquismo. En una visión global del Arte según el crítico español Eugenio Dors (1882-1954) podemos situar a la Pintura en el centro de una imaginaria gráfica horizontal, una línea imaginaria que nos serviría como virtual escala cronológica del Arte. 

A su izquierda (más antigüedad) situaríamos el extremo artístico más clasicista, es decir, el más espacial o más físico, como son la Arquitectura o la Escultura; a su derecha (más moderno) el extremo más expresivo, los más emocionales de las Artes, como lo son la Música o la Poesía. En el término medio de esa escala artística virtual, entre los dos extremos de esa gráfica imaginaria, situaríamos a la Pintura-Pintura, donde se encontraría además un creador insigne en ella: el genial pintor Velázquez y su genial obra barroca. La proximidad de la Pintura al extremo espacial de la Escultura o de la Arquitectura nos darían, por ejemplo, obras que van desde el pintor clasicista francés Nicolás Poussin (1594-1665) hasta los grandes creadores del Renacimiento, alcanzando incluso al cuatrocentista (siglo XV) pintor Andrea Mantegna (1431-1506). En el otro extremo, el que tendería hacia lo Musical y lo Poético, nos darían creaciones artísticas de, por ejemplo, dos genios del Arte, el Greco (1541-1614) y Goya (1746-1828). Es decir -según Eugenio Dors-, que de Velázquez a Goya se iría ascendiendo en la escala de la expresividad, algo que después continuaría a través de múltiples artistas, tendencias o escuelas. De Velázquez a Mantegna, hacia el lado opuesto, se dirige ahora esa escala artística hacia los elementos de la construcción o del espacio. De ese modo, cuando la Pintura tendía hacia sus inicios en el siglo XV más se acentuaría el dibujo, la forma definida, geométrica, precisa, lineal o equilibrada. Hacia el otro lado nos dirigimos, sin embargo, hacia una mayor emotividad, hacia el triunfo cada vez mayor del color y sus trazos atrevidos, hacia una expresión más poderosa en el Arte, algo que alcanzaría a llegar en el siglo XIX, por ejemplo, al maravilloso Impresionismo. 

Hay dos momentos en la historia del Arte donde la Pintura resaltaría más claramente esas dos posiciones opuestas: el Renacimiento y el Barroco. Ambas materializan así la mayor contradicción artística de la creatividad del ser humano. Las dos tendencias se solaparon en el tiempo, es decir, que no se separaron mucho la una de la otra. Es esta una curiosidad histórica y cultural extraordinaria. ¿Cómo se pudo cambiar tan radicalmente de pintar o de crear -las diferencias entre el Barroco y el Renacimiento son inmensas- en tan poco tiempo, teniendo en cuenta además unos medios tan limitados de comunicación en aquellos siglos XVI y XVII? Las autorías de las obras de Arte -quién haya sido realmente el pintor de una obra- se han confundido muchas veces por los críticos. No todos los creadores firmaban sus obras, y, a veces, si lo hicieron, no lo hicieron de forma muy legible. Es por eso que sólo se podían identificar ciertas creaciones por los rasgos que individualizaban la obra, es decir, por su propia personalidad iconográfica, como son los detalles, colores, pliegues, trazos, etc. Así se pudieron clasificar obras de Arte, pero, al mismo tiempo, se lograron también equivocar identidades. En el Renacimiento ha habido muchos casos de errores en la autoría de obras de Arte. Uno de ellos lo fue el de un pintor desconocido, inidentificado casi, Giovanni Agostino da Lodi (1467-1525), nacido al parecer en el norte de Italia, en Lombardía, muy cerca de la ciudad de Milán. 

Otro pintor italiano de autoría confusa y nacido el mismo año, o un año antes, en Emilia-Romaña, también cerca de la Lombardía milanesa, lo fue el renacentista Boccaccio Boccaccino (1466-1525). Las pinturas de ambos creadores italianos fueron confundidas durante mucho tiempo, incluso murieron los dos, curiosamente, en el mismo año. De hecho, hoy por hoy, no existe una autoría oficial de algunas de sus obras (¿serán la misma persona?). Por ejemplo, el cuadro renacentista Muchacha Gitana, fechado entre los años 1505 y 1518, tiene dos autores diferentes según se dirija uno en internet a Web Gallery de Art o a Ciudad de la Pintura. Sin embargo, en el museo donde radica actualmente el cuadro, la Galería de los Uffizi de Florencia, indica a Boccaccio Boccaccino como el autor de dicha obra del Renacimiento. Además, de Giovanni Agostino da Lodi -también conocido como el Pseudo-Boccaccino- existe una referencia en el Museo Thyssen donde se encuentran dos obras de este autor italiano. La genialidad es algo existente en los seres humanos, pero sólo algunos, muy pocos, la poseen. En el Arte esto está muy claro. La multitud de creadores que han existido y existen nada les quita la pertenencia al mundo del Arte. Pero, sin embargo, la genialidad para que lo sea es una característica que se debe dar en la mayor parte de las obras de algunos pintores, si no en casi todas. Sólo si consiguen que todas sus obras tengan el rasgo propio de los genios, sus creadores lo son. Los ejemplos están ahí: Velázquez, El Greco, Goya, Caravaggio, etc... Otros pintores sólo crearon, alguna vez, alguna obra que destacara especialmente. Es el caso, por ejemplo, del desconocido pintor italiano Jacopo Amigoni (1682-1752), del cual y como ejemplo de esto muestro dos obras suyas. Una donde no consigue el pintor destacar nada especialmente y otra, sin embargo, donde alcanzará el pintor la genialidad en la mirada del Niño Jesús en brazos de la Madonna, ahora una muy convincente, emotiva y sincera mirada. ¿Por qué sólo ahí? ¿Por qué sólo en esa? Por lo mismo que las obras de autorías confundidas o por las obras de esos otros autores desconocidos que las inspiraron: porque el Arte les utilizarían a ellos...  Porque han sido creadas tan sólo por el Arte, nada más que por el Arte, lo único que, verdaderamente, existe. Porque es el Arte lo que, haciendo uso de seres inspirados, no se sabe muy bien por qué, conseguirá con éstos crear obras artísticas.  Los utilizará -a los creadores- como si éstos fueran unos simples polichinelas, unas marionetas ahora en manos de la misteriosa creación universal desconocida. El Arte es la única realidad existente, identificada en sí misma, lo único que nunca confunde, lo único que realizará extraordinarias obras de creación sublime. Así ha sido y así es. Lo único, el Arte mismo, que se atribuirá toda la auténtica creación. Excepto, quizás, entre los genios misteriosos...

(Óleo Muchacha Gitana, 1505-1518, ¿de Giovanni Agostino da Lodi ó de Boccaccio Boccaccino?, Galería de los Uffizi, Florencia; Cuadro Lavatorio, 1500, del pintor Giovanni Agostino da Lodi, Galería de la Academia, Venecia; Óleo Ladón y Siringe, 1510, Giovanni Agostino da Lodi, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Sagrada Familia, 1500, Giovanni Agostino da Lodi, Louvre, París; Cuadro Cristo cargando la cruz y la Virgen desmayada, fragmento, 1501, Boccaccio Boccaccino, National Gallery, Londres; Óleo Virgen con santos, fragmento, 1505, Boccaccio Boccaccino, Galería de la Academia, Venecia; Óleo Joven con frutas, 1594, del genial Caravaggio, Galería Borghese, Roma; Extraordinaria obra La vocación de San Mateo, 1601, Caravaggio, Iglesia de los Franceses, Roma; Óleo Sagrada Familia con San Juan, aprox. 1740, Jacopo Amigoni, Alemania; Lienzo Madonna con su Hijo, 1740, Jacopo Amigoni, Museo de Leipzig, Alemania; Cuadro Shakespeare al anochecer, 1935, del pintor americano Edward Hopper, colección privada.)

22 de noviembre de 2011

La historia como una ceremonia de matices, que oscilan entre la claudicación y la esperanza.



En mayo del año 1499 Colón escribiría al rey Fernando el Católico que el fracaso de la colonia La Española era consecuencia de la codicia de los que habían ido a las Indias a enriquecerse. No pensaba entonces el Almirante que, apenas un año después, un enviado real -Francisco de Bobadilla- acabaría encadenándolo y embarcándolo, como a un vulgar condenado, con destino a España. Sin embargo, este nuevo gobernador enviado para arreglarlo todo, no conseguiría más que dividir y agravar aún más, a causa de su excesiva firmeza e intransigencia, los ánimos de los afines a Colón. Había que encontrar otro nuevo gobernador que fuese capaz de poner orden en los territorios descubiertos. En febrero del año 1502 un nuevo gobernador real, Nicolás de Ovando, partiría hacia La Española -actual Santo Domingo- desde la andaluza Sanlúcar de Barrameda. Con una flota de veintisiete naves, sería la primera gran expedición marítima enviada desde Europa jamás botada antes para surcar el temible Atlántico. Con 2.500 hombres y mujeres, entre colonos, frailes y artesanos, llevaría entre otras cosas frutos de morera para fabricar seda o algunos trozos de caña de azúcar para tratar de conseguir producirlos en las nuevas tierras.

Uno de los colonos que acompañaron a Nicolás de Ovando en aquel año de 1502 fue Diego Caballero de la Rosa (1484?-1560). Había entrado al servicio de un mercader genovés que comerciaba desde Sevilla con las Indias. Diego Caballero pertenecía a una familia de antiguos conversos -judíos convertidos al cristianismo- sevillanos. Su padre -Juan Caballero- sería perdonado en un auto de fe -representación de exculpación y retorno al seno de la Iglesia- celebrado en Sevilla en el año 1488. Cuando la población indígena de La Española disminuyera alarmantemente en el año 1514, los nuevos colonos se aventuraron a buscar mano de obra indígena -cuasi esclava- allá donde fuese. Así que Diego Caballero participaría entonces en una expedición que organizara su patrón, Jerónimo Grimaldi, para capturar indígenas en las islas de Curazao, unas islas cercanas a la costa venezolana del continente. Pocos años después conseguiría Diego hasta prosperar en las Indias occidentales. Incluso llegaría a ser secretario y contador -contable- de la Real Audiencia de Santo Domingo. Más tarde poseer un ingenio -hacienda- de azúcar, alcanzando luego hasta el cargo de regidor -alcalde- de la ciudad de Santo Domingo. Por fin, en el año 1547, obtendría el ansiado empleo de mariscal -alto funcionario militar- de la isla caribeña. Toda una extraordinaria y ventajosa carrera llevada en las Indias.

Pero, cuando años más tarde regresa a Sevilla no aspira Diego sino a ser liberado ya de sus cargas espirituales, unas cargas que su alma tuviera que soportar por las desesperadas acciones tan infames o inconfesables de su juventud. En el año 1553 entregaría a la catedral sevillana unos 26.000 maravedíes, una extraordinaria suma de dinero para disponer de capellanía propia -acuerdo con la Iglesia para hacer misas para la salvación del alma- y poseer su propio retablo catedralicio. Dos años más tarde, Diego Caballero contrataría a un pintor flamenco afincado en Sevilla, Pedro de Campaña (1503-1580), para que hiciera diez pinturas para su retablo sevillano. Por entonces, mediados del siglo XVI, el mejor retratista de obras sagradas en Sevilla lo era el flamenco Pieter Kempeneer -Pedro de Campaña-. Este pintor llevaba desde el año 1537 trabajando en la ciudad andaluza, ya que era el mejor destino económico para los pintores de la época. La ciudad disponía de dos razones de importancia: el creciente comercio americano y un gran mercado eclesial necesitado de imágenes. Pedro de Campaña fue un pintor renacentista que tuvo la suerte de disponer de dos influencias artísticas importantes: la flamenca y la italiana.

Después de residir en Venecia y Roma, marcharía a Sevilla donde desarrollaría las nuevas técnicas aprendidas de los maestros italianos. Pero además mantuvo el tono decidido, fuerte, áspero y ordenado de la extraordinaria pintura de Flandes. Fue el primer pintor en España que crearía retablos dominados por el estilo Manierista triunfante. Los retablos religiosos eran obras de Arte encargadas para los altares de las iglesias, unas composiciones que incluían a veces grandes obras maestras del Arte. Las obras maestras de aquellos retablos acabarían siendo muy maltratadas por los años y la desidia clerical. Eran extraordinarias pinturas manieristas que se situaban por encima de los ojos de los fieles, demasiado elevadas para verlas bien. En el año 1557 el pintor Pedro de Campaña fue requerido para otro retablo en Sevilla. Esta vez en una iglesia allende el río Guadalquivir: la iglesia de Santa Ana. En ella conseguiría Pedro de Campaña una de las mejores composiciones manieristas para un altar eclesiástico. Las pinturas que crease para ese Retablo de Santa Ana fueron, sin embargo, muy criticadas por sus colegas sevillanos. Tan dura fue la oposición -la envidia en definitiva- a su obra, que Pedro de Campaña no soportaría vivir donde había sido tan feliz. En Sevilla se había casado y había tenido sus dos hijos. Así que, ahora, decepcionado y cansado, luego de veinticinco años de estancia en la ciudad andaluza, decidiría el pintor regresar a su natal Flandes. En el año 1563 se alejaría definitivamente de su obra y de su vida sevillanas. En su tierra flamenca esperaría ya acoger los últimos momentos que elevarían, por fin, su alma mucho más alta que sus retablos artísticos andaluces. Desarrollaría el resto de su Arte manierista en Flandes, entonces parte importante de la corona española en el norte de Europa. Así que ahora, a diferencia de aquel que para salvar su alma le contratase años antes en Sevilla, no tendría él ya para eso mismo más que solo morirse... Porque ya habría logrado, tan solo con su Arte, realizar todo aquello que un alma necesitara para poder despegar, satisfecha y ágil -sin alas ni retablos ni misas-, hacia lo más alto de las cornisas divinas de la eternidad...

(Pintura central Retablo de Santa Ana, 1557, Pedro de Campaña, Iglesia de Santa Ana, Sevilla; Pintura lateral inferior izquierdo del Retablo de la Purificación, 1556, retratos de don Diego Caballero, su hermano Alonso y su hijo, Pedro de Campaña, Catedral de Sevilla; Imagen fotográfica del Retablo de la Purificación en la Catedral de Sevilla, España; Pintura central de este retablo, Purificación de la Virgen, 1555, Pedro de Campaña, Catedral de Sevilla; Fotografía del Retablo de la iglesia de Santa Ana, 1557, Pedro de Campaña, Iglesia de Santa Ana, Sevilla, España; Cuadro Jesús Descendido, 1556, Pedro de Campaña, Museo de Cádiz, España; Óleo de Pedro de Campaña, Retrato de una Dama, 1565, Alemania; Fotografía de la casa, del siglo XVI, de don Diego Caballero en Santo Domingo, República Dominicana; Imagen con la placa conmemorativa de esta casa, Santo Domingo.)

Vídeos de homenaje al pintor Pedro de Campaña:

17 de noviembre de 2011

Todo y nada, o dos cosas que creemos, a veces, necesitar por igual.



Escribir es algo más que expresar ideas o contar algo, es descubrir, sorprendentemente, cómo las palabras surgen de las manos provocadas ahora por la irresistible y misteriosa, sobre todo misteriosa, fuerza mental inspiradora...  Sencillamente, como casi todo, se siente la gana de hacerlo, no se sabe muy bien por qué. Vivir es semejante a escribir. Hacemos las cosas sin explicación aparente. Probablemente no haga falta saberlo, pero desconcierta a veces el poco o ningún sentido que tienen. La conducta humana es muy curiosa y provoca a menudo o la carcajada más airosa o el silencio más atronador. Sin embargo, como casi siempre, nunca nos veremos a nosotros mismos, y ésto nos hará pensar, ¿por qué nos suceden las cosas sin la claridad con que otros las ven?


Nada es único, ni inmejorable;
sólo, a veces, parece que una rosa florece perfecta,
con pétalos irrepetibles.
La vida se repite siempre,
vulnerable,
lánguida y desmedida;
vaporosa y seductora.
La pérdida es ganancia con el tiempo,
con la inevitable cadencia de las vueltas.
La inspiración es creación azarosa,
describe partes de un completo epigrama inacabado.
La belleza se recrea en el momento,
el valor, en la impostura desagraviada;
el deseo, en la emoción involuntaria.
Pero, nada permanece indescriptible,
eximio ni doliente.
Todo se vuelve repetible, renacedor;
adolescente de nuevo.
Nada es único ni inmejorable.


Tras de cada uno se va creando todo;
orden y medida posibilitan la creación,
y ésta se perfecciona sola, sin reparos;
surge sin otra cosa que a través de sí misma.
Así todo se construye, se enlaza y se sostiene;
deambulando partes de un todo revelado.
Persistiendo por cada acoplamiento
decidido;
perviviendo por la necesidad de ser creado.
Resulta, a veces, bendecido o maldito,
dependiendo de los frutos
recogidos en su intento;
siempre es así todo, así vive,
así se representa la maravillosa
estela de la creación.
Así se da cita, a un tiempo,
el devenir de todo.


(Fotografía del Desierto del Sahara (Nada); Fotografía de una multitud en El Cairo (Todo), Egipto, 2011.)

9 de noviembre de 2011

La crisis última de todas, o una cierta deriva hacia la amoralidad del mundo.



Cuando un soleado día de verano del año 410 d.C. Roma se encontraba segura y confiada de su milenario mundo indestructible, el autoproclamado rey godo Alarico decidiría entonces asediarla, invadirla y asolarla como no se había hecho hacía siglos. Estos pueblos godos, que algunos años antes sólo eran bárbaras hordas desplazadas desde el noreste europeo, ahora, después de mezclarse y proclamarse incluso aliados de sus enemigos -de Roma-, acabarían desatando la oculta intención que les llevaba desde hacía tiempo: destruir la hegemonía romana saqueando el centro nuclear del imperio. Muchos siglos antes, en el año 451 a.C., cuando Roma empezaba a desarrollar el gran pueblo que anhelara ser, el Senado romano decidió enviar un grupo de magistrados a Grecia para conocer la maravillosa legislación avanzada de los atenienses. Estos consideraban ya el principio de igualdad ante las leyes, algo que el sabio griego Solón había llegado a compilar mucho tiempo antes incluso. Los romanos crearon así su famosa Ley de las XII Tablas, un código que establecía como normas lo que hasta entonces sólo eran costumbres milenarias. Pero, además se hicieron públicas para que  todos las vieran en Roma, por tanto, libre de malas interpretaciones interesadas u ocultas. Serían aplicadas a todos los ciudadanos sin distinción de ninguna clase. Llegaron a ser las bases del famoso Derecho romano. El gran político Cicerón llegaría a decir que los niños romanos aprendían su contenido de memoria casi. Durante el saqueo de Roma por el rey godo Alarico en  el año 410 d.C., las Tablas de las XII leyes romanas desaparecieron para siempre. 

Entonces el período oscuro de la Edad Media sobrevendría en Europa. Así que ahora cada desmembrado reino florecido por el declive romano establecería sus interesadas normas, y los valores grecorromanos, su mitología y sus virtudes clásicas, caerían poco a poco desde sus altos e inútiles altares. Aunque hacía casi ochenta años que el cristianismo había ocupado un lugar destacado en el imperio, todavía no alcanzaría a comprender la nueva religión el inevitable destino que, años después, asumirían sus líderes -los obispos- para preservar la herencia cultural y civilizadora romana, un bagaje moral que, casi sin querer -¿o no?-, los obispos llevaron también a su trágico fin. Los obispos ocuparon el lugar de los senadores romanos -unos más acertados que otros- y lograron transmitir algunos de los valores clásicos, fusionados, eso sí, con los bíblicos y teológicos de su fe. Desde siempre la moral había tratado de regular la conducta del ser humano consigo mismo y con los demás. Los griegos fueron los primeros que dieron nombre al concepto, se referían con él a la costumbre. Indicaba aquellas costumbres que fueran buenas o malas. Los filósofos griegos y romanos acabaron por darles forma, por tratar de interpretarlas y definirlas, cada uno según su pensamiento.

Y con las costumbres y las diferentes teorías filosóficas se condicionó el concepto moral, ya que dependía de las costumbres de cada pueblo, de cada región, de cada lugar o cada etnia. Acabaría siendo, por tanto, algo relativo. Hasta el Racionalismo del siglo XVIII la moral había sido tenida como una teoría de la conducta referida a las acciones, es decir, de aquello que se hace no de lo que se piensa: lo que se hace puede ser bueno o malo y, por consiguiente, moral o inmoral. Sin embargo, en ese periodo de la Edad Media surgiría un pensador curioso y valiente que se atreviera, mucho antes que lo hiciera Kant, a cuestionar el verdadero sentido moral. Pedro Abelardo (1079-1142) fue un escolástico francés que amaría tanto su filosofía como a su discípula Eloísa. Antes de que lo hiciera Tomás de Aquino, Abelardo simpatizaría más con las ideas de Aristóteles que con las de Platón. Estableció algo fundamental para entender la moral y la ética, teniendo en cuenta que en aquellos años -siglo XII- el pensamiento era teología moral y no reflexiones filosóficas. La ética trataba de las virtudes personales para tener una vida correcta y dichosa. Esta palabra -también de origen griego- hace referencia al carácter, frente a la costumbre del concepto moral.

Es más significativa la ética para entender la causa frente al hecho moral -el efecto- en sí mismo. Pedro Abelardo desarrollaría un pensamiento ético casi seiscientos años antes de que lo estableciera Kant con su concepto de imperativo categórico, ese imperativo de lo que debe ser entendido como fundamental, universal o incuestionable en la conducta humana. Para Abelardo la acción no es lo importante, la acción no tiene valor moral para el pensador medieval. Para éste -como después para Kant- el verdadero valor está en la buena o mala voluntad, en la intención, generalmente oculta y secreta del individuo. Lo que quiere decir que no hay acciones buenas o malas en sí mismas, sino acciones que proceden de la buena o de la mala voluntad. Había un ejemplo que el filósofo escolástico expuso en una ocasión: Una madre enferma y pobre no tiene siquiera ropas ni cuna en donde albergar a su bebé. Entonces, decidida a protegerlo, lo abrigaría entre su ropa y su propio cuerpo. Pero, exhausta y vencida por la enfermedad, cae sobre el cuerpo de su bebé asfixiándolo. La moral eclesial de entonces, para que sirva de ejemplo más que por la culpa personal, hace recaer en ella una penitencia. Abelardo se preguntaba: ¿No es sorprendente que los humanos den más valor a la realización de la acción, cosa que Dios no hace? Dios, que ve lo oculto dentro del corazón de cada uno, juzga sólo la intención, pero el hombre, que sólo ve la obra realizada -la acción-, juzga, sin embargo, la intención por la obra. Esto lleva al ser humano muchas veces a error.

Abelardo defiende que el valor moral reside únicamente en la intención, de ningún modo en la realización del acto. En el siglo XVIII se establecieron dos tipos de ética: la ética material y la ética formal, según tenga a lo moral como algo referido a las acciones o a las intenciones del sujeto, respectivamente. De hecho, salvo el discurso medieval de Abelardo, la moral referida a las acciones -la material- ha sido la moral que ha prevalecido desde la Antigüedad hasta el siglo XVIII, llamada también ética de acciones, de hechos, de obras o de bienes. Fue el filósofo alemán Kant (1724-1804) el que iniciaría la ética formal. El pensador Kant nos dice: Sólo es buena -es ética- la buena voluntad. La buena voluntad no es buena por lo que ésta haga o realice, tampoco es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto, es buena sólo por querer serlo, es buena en sí misma. Cuando se trata del valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven.

Cuando uno de los coleccionistas de la corte del rey Felipe IV, don Pedro de Arce, decidiera encargar al pintor Velázquez una obra sobre tapices y mitología (Las Hilanderas), poco le faltaría a su majestad católica para desear también el cuadro. Así fue como el misterioso lienzo, también llamado La fábula de Aracné, sería fechado en las colecciones reales el mismo año en que se finalizó: 1657. ¿Qué quiso representar en este curioso cuadro el maestro Diego Velázquez? El pintor fue fiel a su tendencia pictórica, el Barroco. Esta tendencia primaba más lo vulgar o popular para mostrar algún tipo de concepto elevado. También anteponía el deseo de señalar lo importante en un segundo plano, tanto como utilizar la mitología para ensalzar alguna virtud. Por todo ello Velázquez consiguió alcanzar una genialidad nunca antes obtenida por otro creador en la historia del Arte.

Minerva era el nombre romano de la diosa Atenea griega. Fue una diosa fundamental del orbe clásico. Se asociaba con la sabiduría, la justicia, la destreza y las artes. Era hija de Zeus, el Júpiter romano. Cuenta una leyenda que Zeus, asustado por la profecía que anunciaba que el hijo de Metis estaría destinado a gobernar el mundo, acabaría devorando a esta ninfa para tratar de evitar que pudiera dar a luz a tamaño usurpador. Sin embargo, Zeus subestimaría los poderes de Metis, ésta no hizo sino provocarle fuertes dolores de cabeza. Zeus le pide a Hefesto que le golpee la cabeza hasta extraer de ella el doloroso engendro que portaba. Así nacería la inteligente Minerva, una diosa favorecedora en los conflictos bélicos siempre a favor de los griegos -en el caso de Atenea- o de los romanos. De ahí que se la represente, por su carácter protector, con un casco guerrero en su iconografía. Cuando los Argonautas, por ejemplodecidieron recorrer los mares esta diosa les guiaría el rumbo, les avisaría de los peligros y de las formas de salvarlos. Fue también diosa de la Belleza, pero entendida ésta como todo lo bueno y equilibrado del mundo, es decir, como todas las cosas buenas conocidas y creadas por el ser humano, no por la belleza como atracción física.

Según una leyenda romana existió una joven de Lidia, llamada Aracné, que afirmaba saber tejer tan bien que retaría a la mismísima Minerva -que había inventado la rueca de tejer-, para confeccionar el más bello y grande tapiz jamás creado. La diosa aceptó y ambas se pusieron manos a la obra. Hasta aquí el hecho era simple y justo,  y el resultado final despejaría claramente cuál sería el tapiz más hermoso. Pero los destinos inescrutables del universo no dejan que las cosas sean tan simples. Algo sucedería además: el conflicto. ¿Será esto, el conflicto, algo inevitable? La realidad es que Aracné guardaba otra maléfica intención oculta..., aparte de desafiar a los dioses, lo cual puede ser temerario o pueril, quiso ofender a la diosa. El tapiz que la joven lidia había confeccionado tenía escenas de los engaños que el padre de Minerva, el dios Zeus, había llevado a cabo para conseguir los favores sexuales de mujeres y diosas. La acción aquí estaba clara: un maravilloso tapiz bellamente tejido, aséptico en sí mismo, pero que, sin embargo, su intención con ello era ahora vil, ofensiva y ultrajante.

El genial Velázquez alcanzó a conseguir una de sus obras más misteriosas y elaboradas. Compuso en el lienzo dos escenas: una principal, cercana al espectador; otra secundaria, al fondo del cuadro. Sin embargo, están descolocadas ambas: la secundaria es realmente la principal y a la inversa. En primer plano se representa a la izquierda a una hilandera vieja, sabia de experiencia en su arte de hilar. Ésta es, disfrazada, la diosa Minerva. Se aprecia la diosa porque es una mujer joven no vieja; su pierna tersa y hermosa deja verla el gran artista español. A la derecha se sitúa una joven que no se le ve el rostro; ésta teje rápida y decidida, ensoberbecida casi, es Aracné. Pero, al fondo, en una enmarcación más reducida y lejana, casi desfigurada, se observa a la diosa -como ella es- y a la orgullosa joven lidia discutiendo. Detrás de ambas se sitúa el tapiz intencionado, el que Aracné había terminado de tejer antes. Éste es parecido a El rapto de Europa (Zeus convertido en toro rapta a la hermosa Europa), una obra del pintor manierista Tiziano, con lo cual el maestro español homenajea al gran artista renacentista. La diosa Minerva, ofendida por completo, acabaría convirtiendo a la joven tejedora en una araña para siempre.

En nuestra sociedad, a pesar de que la historia nos enseña cómo algunos clásicos valores deben ser protegidos siempre, sobre todo cada vez que un declive -una crisis tan general- se precipite por encima de sus murallas, sólo el código de justicia convencional establece, si acaso, la norma de conducta a seguir por todos. En estos momentos tan convulsos es, sin embargo, cuando más necesitamos desempolvar los oscuros desvanes de nuestro legado clásico más virtuoso. Hoy, cuando la sociedad sólo cuestiona la conducta -más allá de lo que sabemos que pueda perjudicarnos si cometemos un delito- al culpable exclusivamente por lo establecido en ese código -ya sea penal o civil, algo además que nadie conoce muy bien-, deberíamos recuperar aquel carácter de conducta virtuoso, aquel sistema de valores que pensaron otros antes -los que estuvieron aquí antes que nosotros-  y que por entonces sería la única, la más justa, la más inteligente, la más correcta, o la mejor forma de vivir en este mundo.

(Óleo del pintor español, sevillano, Diego de Silva y Velázquez, Las Hilanderas o la fábula de Aracné, 1657, Museo del Prado, Madrid; Cuadro de Sandro Botticelli, Minerva y el Centauro, 1482, Galería de los Uffizi, Florencia; Cuadro El saqueo de Roma, 1890, del pintor francés Joseph Noël Sylvestre; Óleo Los favoritos del emperador Honorio, 1883, emperador romano indolente de Occidente que fue responsable del saqueo de Roma en el año 410 por el rey bárbaro godo Alarico, a partir de aquí el imperio romano declinó, del pintor inglés John William Waterhouse.)