11 de octubre de 2011

Una redacción salvó un museo de Arte, nos salvó a todos hace más de cien años.



A mediodía del dieciocho de julio del año 1891 se llegaría a producir en Madrid algo por lo que muchos españoles temblaron de pánico por entonces. Un pequeño incendio se declararía en el Museo del Prado madrileño. Afortunadamente pudo controlarse pronto y las joyas del mundo del Arte no sufrieron ni siquiera su calor. Pero sólo tres días después -¡horror, sólo tres!- un incendio se produciría en el Museo del Prado de nuevo. También, afortunadamente, sólo fue un intento fortuito y lamentable, algo que no llegaría a más. Se había propagado el fuego por una de las estancias más importantes del Museo entonces, la llamada Gran Sala de la reina Isabel II. En los años del triunfo racionalista, académico, científico e ilustrador del siglo XVIII el gran rey español Carlos III promovió, gracias a unos ministros eficaces, la construcción de un grandioso edificio para albergar instituciones académicas y científicas que, por entonces, proliferaban por las cortes europeas ilustradas. El edificio, diseñado por el arquitecto español Juan de Villanueva, tenía el estilo propio de su momento artístico, un neoclasicismo racional embellecido además por sus grandiosas columnas toscanas, un estilo requerido por las nuevas formas y maneras con las que se identificaba la época. Para cuando la gran obra finalizaba el rey Carlos III no pudo ya verla. Pero el monarca español no sería el único que no pudiese verla terminada para lo que originalmente fue diseñada. Nunca se pudo inaugurar para lo que aquellos hombres ilustrados quisieron hacerlo. La pronta guerra de la Independencia frente a Napoleón durante los años 1808 al 1813 la convertiría en un cuartel improvisado para los franceses. Además, las planchas de plomo de sus tejados neoclásicos dejarían de ser una protección a lo que pudieran albergar entonces. Todas esas planchas de plomo se acabarían convirtiendo en balas de armamento.

Años después de finalizar la guerra el nuevo rey Fernando VII -motivado por su esposa Isabel de Braganza- impulsaría la remodelación de aquel grandioso edificio de Villanueva en otra cosa. En el año 1818 desearon el matrimonio regio utilizar ese magnífico lugar para custodiar todas las maravillosas obras maestras de la pintura universal acaparadas durante siglos por la corona española. Con los años se ampliaron varios recintos anejos al edificio principal, hasta que se terminara un área central absidial en el año 1853 durante el reinado de Isabel II. Entonces se decidiría dedicar ese espacio para una nueva sala que concentrase todas las grandes obras maestras. Este extraordinario lugar situado en una planta principal -lo que permitiría observar además las estatuas grecorromanas de la planta inferior-, concentraría por entonces una maravillosa muestra de Arte, muy variada y mezclada, de la más alta generación artística nunca resguardada en parecido espacio museístico jamás. Un crítico español de entonces llegaría a decir de ese lugar: Rafael y Velázquez juntos; Rubens y beato Angélico; Tiziano y Ribera, etc..., todos en nefando contubernio, se perjudican de modo deplorable y sería menester tener la retina de bronce para no sacarla herida de la contemplación de tales contrastes. Lo lógico, lo natural, lo indispensable es arreglar los cuadros en orden cronológico, exponiendo juntos los de un mismo autor y después los de sus discípulos, que es el modo de hacerlos lucir más. El barullo actual es bochornoso.

Cuando se celebraron los homenajes por el tercer centenario del nacimiento del gran Velázquez durante el año 1899, el Museo del Prado sustituyó aquellas pinturas inconexas por una selección de obras maestras de este genio sevillano del Arte barroco. De ese modo pasarían gran parte de sus obras a la Sala de Isabel II. Entonces nadie protestó, tan merecido respeto traería a todos el encumbramiento del Arte español de la mano de uno de sus más grandes, creativos, originales y geniales pintores. El Liberal fue un periódico español que se editaría por primera vez en Madrid en mayo del año 1871. De marcado progresismo para el momento conservador de entonces en España, defendía una nunca vista libertad de prensa con rigor, imparcialidad y amenidad periodística. En ese diario se publicaría en noviembre del año 1891 un artículo que llevaría a muchos lectores a alarmarse, corriendo incluso, en aquella fría mañana madrileña hacia el Museo del Prado. Escrito por uno de los mejores redactores tenidos entonces en España, no se le ocurrió otra cosa mejor al periodista madrileño que, desde la más fina ironía, llegar a las conciencias de todos los españoles para evitar lo que, según él creía, algún posible y fatídico día pudiese llegar a ocasionar la más trágica emoción universal que pudiera producirse...  Escribió por entonces, entre otras cosas, esto:

A las 2 de la madrugada, cuando ya no nos faltaban para cerrar la presente edición más que las noticias de última hora que suelen recogerse en las oficinas del Gobierno civil, nos telefoneaban desde este centro oficial las siguientes palabras, siniestras y aterradoras:

- El Museo del Prado está ardiendo.

La premura del tiempo y lo angustioso de las circunstancias nos impiden entrar ahora en pormenores acerca de la fundación del Museo de Pinturas, ni en la descripción de sus espléndidas salas, ni en las reseñas de sus riquísimos tesoros.

Tiempo nos quedará -si la jettatura del señor Cánovas no acaba con todos los españoles de una vez- para recordar a la patria lo que a estas horas está perdiendo, como lo pierden también la Humanidad y el Arte, por culpa de la imprevisión oficial.

Sí; la maldita y sempiterna imprevisión de nuestros gobiernos ha sido el origen de esta tristísima catástrofe. Parece ser que el fuego se inició en uno de los desvanes del edificio, ocupados, como es sabido, a ciencia y paciencia de quien debía evitarlo, por un enjambre de empleados y dependientes de la casa.

Un brasero mal apagado, un fogón mal extinguido, un caldo que hubo que hacer a media noche, una colilla indiscreta... y ¡adiós Pasmo de Sicilia!, ¡adiós cuadro de las Lanzas, ¡adiós Sacra Familia del Pajarito!, ¡adiós Testamento de Isabel la Católica!, ¡adiós, Vírgenes y Cristos, Apolos y Venus, héroes y borrachos, reyes bufones, diosas de Tiziano y anacoretas de Ribera, visiones de Fra-Angelico y desahogos de Teniers!

El incendio está en todo su horrible apogeo, y el Museo del Prado, gloria de España y envidia de Europa, puede darse por perdido. Con lágrimas en los ojos, cerramos apresuradamente esta edición, reproduciendo la siguiente carta que nos envían desde el sitio del siniestro:
"Amigo y Director: Creo que, para ser esta la primera vez que ejerzo de reporter, no lo hago del todo mal. Ahí va, en brevísimo extracto, la reseña de los tristes sucesos...que pueden ocurrir aquí el día menos pensado.

Tuyo,"
Mariano de Cavia.

(Extracto del artículo La catástrofe de anoche, del periodista Mariano de Cavia, publicado en el periódico El Liberal de Madrid el 25 de noviembre del año 1891).


(Fotografía del Museo del Prado, con la estatua de Velázquez; Óleo del pintor flamenco David Teniers, El archiduque Leopoldo en su Galería de Pinturas en Bruselas, 1650; Óleo El Pasmo de Sicilia, del pintor del renacimiento italiano Rafael Sanzio, 1516; Cuadro Un Anacoreta, siglo XVII, del pintor español José de Ribera; Cuadro del pintor sevillano Murillo, Sacra Familia del Pajarito, 1650; todas estas pinturas ubicadas en el Museo del Prado, Madrid, España.)

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