16 de septiembre de 2011

La resistencia y la fuerza de un pueblo: cuatro semblanzas llenas de valor, arrojo y carácter.



Cuando la antigua Roma había culminado todas sus instituciones políticas y militares, hacía ya doscientos cincuenta años que la República romana había comenzado su andadura imparable. Fue este sistema político romano, apoyado en un Senado poderoso, el que propiciara el auge imperial que llegaría luego a conquistar todo el mundo conocido. Durante el decisivo siglo III a.C., dos estados mediterráneos estarían condenados a enfrentarse para detentar la hegemonía mundial de aquel Occidente. Uno era Roma y Cartago el otro. Pero antes de eso debemos ir hacia atrás para conocer parte de esa historia conflictiva. Los fenicios fueron uno de los pueblos civilizados más antiguos del mundo, en su expansión hacia el occidente mediterráneo, consiguieron asentarse en un maravilloso enclave geográfico de la costa norteafricana. Y en ese lugar -la actual Túnez- fundaron la ciudad de Cartago. Pronto acabarían estableciendo formas políticas cuasi democráticas en ese enclave mediterráneo, pero, sin embargo, formas muy militarizadas con estrategias de conquistas que les obligaron a ir mucho más allá de sus fronteras . Y la mejor perla geográfica entonces por conquistar fue la cercana península Ibérica. Situada en el poniente mediterráneo y llena de riquezas naturales, fue la primera gran conquista que hiciera Cartago. La Ispania cartaginesa terminaría siendo el campo de batalla donde los dos titanes de la antigüedad, Roma y Cartago, acabarían luchando hasta la muerte. Pero, donde los romanos terminarían, luego de algunas batallas humillantes, ganando finalmente toda la guerra.

Los celtas eran un pueblo de origen indoeuropeo, es decir, que procedían del fecundo valle del Indo en Asia. Realmente ese gran tronco étnico -el indoeuropeo- fue el origen de todos los pueblos europeos más importantes. Todos estos pueblos europeos procedían de la misma caterva emigrante de aquel oriente madre indoeuropeo, aquel que se expandió hacia el lejano occidente virginal. Estos pueblos fueron celtas pero también griegos, y germánicos, romanos y hasta vikingos, pueblos que descendieron de aquel fluir indoeuropeo que se produjo entre el año 4000 hasta el año 1000 antes de Cristo. Pero el comienzo de ese famoso siglo III a.C. llevaría a los celtas a distribuirse marginalmente por el noroeste de la península Ibérica. Se acabaron mezclando con otros pueblos, los Iberos, y llegaron a medrar en el interior de las mesetas de la España de finales de la edad del Hierro, cuando por entonces dos civilizaciones mediterráneas, la cartaginesa y la romana, comenzaban a competir por el imperio global sin miramientos bélicos. Los romanos tomaron la iniciativa y consolidaron la conquista de la península Ibérica en el año 197 a.C. Y entonces crearon dos provincias para su imperio romano, las más antiguas de la historia de España, la Hispania Citerior y la Hispania Ulterior. Como consecuencia de su victoria sobre Cartago en el año 146 a.C., los romanos, cuatro años más tarde, acabaron adentrándose aún más en el interior salvaje de toda aquella península ambicionada.

Los pueblos autóctonos de Iberia, los celtíberos, no se dejaron fácilmente sojuzgar, así que se enviaron muchos ejércitos romanos para acabar con ellos como fuese. La fuerza de Roma aplastaba, poco a poco, cada asentamiento enemigo. Sin embargo, uno de ellos se resistió. Varios generales romanos frustraron sus ambiciones en ese maldito lugar hispano. No hubo manera, ya que el asentamiento celtíbero rebelde estaba sólidamente amurallado desde hacía tiempo, y la fiereza y resistencia de sus gentes les llevarían a pasar a la historia con un famoso desastre. Numancia -en la actual provincia de Soria- no pudo ser dominada, sin embargo, por el más grande ejército que haya existido jamás. Allí fracasaron durante casi veinte años ocho cónsules romanos al frente de sus ejércitos. Así que sólo pudieron los romanos enviar en el año 133 a.C. al gran general Publio Cornelio Escipión Emiliano, nieto de otro famoso general romano, Escipión el Africano, el que venciera casi setenta años antes al gran Aníbal en suelo cartaginés. Este general romano, Escipión Emiliano, sitió dura, cruel, despiadada y eficazmente la ciudad de Numancia. Quince meses después entraría por fin Escipión Emiliano a caballo dentro del abatido recinto amurallado. Entonces lo que vieron sus ojos nunca lo olvidaría: sus habitantes se habían suicidado antes de rendirse.

Cuando los norteamericanos consiguieron derrotar la escuadra española en las Islas Filipinas a finales de la primavera del año 1898, el gobierno de Madrid se rindió ya inevitablemente. Las órdenes desde España fueron claras para sus soldados: abandonar el archipiélago filipino. Este archipiélago del Pacífico había sido por más de trescientos años colonizado y administrado por España desde su lejana metrópoli. Así que, ahora, todos los militares y efectivos españoles debían embarcar hacia España y abandonar las islas Filipinas -su mejor dominio en el Pacífico- definitivamente. Todos cumplieron, cansados, resignados y deseosos, las órdenes de retirada. Todos salvo un aislado destacamento militar. En la isla de Luzón -la más grande e importante isla del archipiélago filipino-, a sólo unos doscientos kilómetros al norte de la capital filipina, se encontraba la pequeña localidad de Baler. Allí en el verano del año 1898 un grupo de militares españoles seguían sin rendirse, desinformados, ignorados, ajenos y firmes, refugiados en un recinto militar y en la cercana iglesia del pueblo. Este heroico suceso pasaría a ser conocido en la historiografía de la resistencia y la heroicidad más excelsa con el nombre de El sitio del Baler.

A principios del verano del  año 1898  España tuvo que renunciar al dominio de las Islas Filipinas como consecuencia de la Batalla naval de Cavite, producida en mayo de ese mismo año. Entonces toda la escuadra española en el Pacífico fue hundida intencionada y vilmente por los norteamericanos. Sin embargo, los cincuenta militares españoles destacados en Baler nunca creyeron las noticias -insidiosas para ellos- de esa incomprensible rendición incondicional. Las comunicaciones eran muy precarias y, sobre todo, las estrategias del enemigo -pensaban ellos- hacían del todo inseguro que la rendición fuese verdad. Sin recursos del exterior, extenuados, heridos, hambrientos y aislados, sin nada más que su carácter y valor, esos héroes españoles consiguieron mantener su bandera alzada en ese lugar durante todo un año después de la ignorada rendición. En los difíciles momentos de la República española, durante los años 1931 a 1936, se produjeron unos tristes, desalentadores y crueles acontecimientos muy violentos. Pero, quizá, ninguno como el sucedido en la aldea de Casas Viejas a principios del año 1933. En la provincia de Cádiz, en la serrana comarca de Medina Sidonia, unos campesinos anarquistas se solidarizaron con las revueltas revolucionarias más radicales de entonces, unos hechos que habían empezado a desarrollarse en toda España como consecuencia del triunfo democrático de la derecha en una República por entonces claramente muy radical.

El gobierno republicano pasaría así unos de los momentos más peligrosos de su pequeña historia. La revolución tan salvaje podría acabar con el incipiente régimen. Así que la reacción gubernamental fue tajante: había que terminar a toda costa con esos exaltados. Las fuerzas policiales republicanas no dudaron en actuar con firmeza y los anarquistas de aquella pequeña población gaditana se refugiaron en una destartalada, raída y rústica vivienda. Allí, sin miramientos ni negociación, fueron acribillados y ajusticiados todos los anarquistas rebeldes. Incluso fue incendiada la vieja casa rural donde se protegían ellos. Todos fallecieron allí. No consintieron salir ni rendirse. Luego de aquello, después de todas las historias de enfrentamientos larvados en esa República improvisada, una guerra civil fue el único modo, al parecer, de dar fin a tamaña locura política. Los que se sublevaron ahora fueron los militares, que decidieron resolver así lo que ellos pensaban era un caos catastrófico. La rebelión militar comenzó por el norte y el suroeste de España. Sin embargo, quedaron reductos militares rebelados dentro de zonas republicanas. Uno de esos reductos fue el cuartel de Simancas, situado en la asturiana y bella ciudad de Gijón. Era un recinto que no había sido construido como cuartel militar propiamente sino todo lo contrario, había sido antes un inocente colegio religioso. El Ejército de la República consideró que allí bien podría instalarse ahora un regimiento castrense.

En los primeros días del alzamiento en julio del año 1936 pudo su coronel engañar a los milicianos para que se alejaran ahora de Gijón marchando hacia Madrid, ya que en la capital española se necesitaban más fuerzas milicianas para poder defenderla. De ese modo dejarían al cuartel y a Gijón a salvo -pensaban ellos- de las belicosas tropas milicianas. Pero, sin embargo, también quedaron solos y rodeados luego de fuerzas republicanas enemigas. El coronel aprovecharía ese fatídico momento para parapetarse entre sus muros y defender así lo que ellos creían era su deber. Cuando los milicianos volvieron después comprendieron el engaño. Fueron entonces asediados los rebeldes de Simancas durante casi todo un mes sin piedad. No hubo tregua. No hubo rendición, tampoco. Todos murieron allí. Aquí, como en Numancia, en Casas Viejas o en el Baler, la incomprensible -por demasiado poco humana- fuerza interior de algunos seres, imbuidos ahora de una extrema y poderosa resistencia, volvería a representar así su dramático destino más fatal o irracional incluso. Eso mismo que un pueblo, una forma de entender la vida y un carácter no pudieron eludir ni siquiera entregando lo más valioso que ellos tuvieran entonces: sus propias vidas.

(Cuadro del pintor español Alejo Vera, 1834-1923, El último día de Numancia, 1880; Fotografía de los héroes del Baler de Filipinas, Madrid, 1899; Imagen fotográfica de los cadáveres de Casas Viejas, 1933; Fotografía del sitio del Cuartel de Simancas, Gijón, 1936; Imagen de la aldea de Casas Viejas, Medina Sidonia, Cádiz, España.)

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