19 de mayo de 2011

El Eros sagrado, el arrebatamiento, la sutil impudicia, la fuerza pasional y el Arte.



Tú no sabes, imprudente, de quién huyes, y por eso huyes. A mí me obedecen el país de Delfos, Claros, Ténedos y la regia Patara. Yo tengo por padre a Júpiter, yo soy quien revela el porvenir, el pasado y el presente; por mí los cantos se ajustan al son de las cuerdas. Mi flecha es segura, pero hay una flecha más segura que la mía, la cual ha hecho en mi corazón, antes vacío, esta herida.  Así escribiría el poeta latino Ovidio estos versos -pronunciados por el dios Apolo a la hermosa Dafne- para su relato mitológico de amor divino. Es de los pocos relatos míticos cuyos protagonistas sufren involuntarios el deseo pasional al que son dirigidos. Porque es ahora el dolor el motor que los motiva a ambos, el que desarrolla o mitiga esa pasión desaforada en los dos personajes. El dios griego Eros había llegado a sentir un profundo desprecio por el extraordinario dios Apolo. Este último dios, a diferencia de aquél, era un ser hábil en casi todo: virtuoso de la caza, de la música, de la poesía, de las artes y hasta de la curación. Dios de la Luz y del Sol. A cambio, Eros sólo era el dios de la atracción, el de la unión desaforada a veces fértil y a veces misteriosa. Una vez, Eros idearía vengarse de Apolo. Así que utilizando dos de sus flechas, una de oro y otra de plomo, enfrentaría despiadadamente a la hermosa Dafne con el orgulloso Apolo.

La herida dorada (amorosa) penetraría en Apolo y causaría en él la irresistible y necesitada -algo nuevo para el dios- sensación más enamorada. La otra flecha, la incisiva con punta de plomo, conseguiría en Dafne -probablemente propicia a sentir lo mismo que él-, sin embargo, ahora justo lo contrario (rechazo). Cuando el escultor italiano del Barroco Lorenzo Bernini (1598-1680) se plantea su obra Apolo y Dafne en el año 1622, imagina a la ninfa sobrecogida a su pesar, llevada ahora por un extraño dolor inevitable y desdeñoso. Pero a Apolo, el dios sereno y virtuoso, lo muestra el escultor italiano ahora sorprendido y asombrado por su ardoroso y nuevo deseo rutilante tan pasional. Desde el Renacimiento los creadores del Arte habrían tenido especial pulsión por mostrar, aunque fuese veladamente, los símbolos eróticos más humanos. Al parecer fue lo sagrado, curiosamente, lo que les permitiría llevar a ese olimpo erótico aquello más deseado. El cristianismo medieval no sólo cercenaría su natural sentido erótico, sino que contribuyó a hacer de las partes sexuales del cuerpo humano un objeto de voluptuoso e inconfesable delito. Los antiguos griegos y romanos no veneraban tanto -quizá por su natural consentimiento- los elementos más erotizados del cuerpo humano. Tal vez por eso los artistas comenzaron a transgredir con su incontestable Arte el poderoso influjo pudoroso que abominaba de los senos femeninos, de los torsos masculinos y de los desgarrados momentos de pasión o éxtasis, fuesen éstos sagrados, mitológicos o profanos.

Cuando Bernini fue llamado en el año 1647 a crear una escultura sobre Teresa de Jesús (Éxtasis de Santa Teresa) para una capilla de la iglesia carmelita de Santa María de la Victoria en Roma, su mecenas le sugirió, ya que existía un éxtasis de San Pablo, crear una misma sensación arrebatadora pero, en este caso, de una santa. El escultor llevaría su prodigioso Arte a tal punto que algunos críticos no dudaron en afirmar que el arrobamiento místico conseguido en la santa, tendría más de sugerente sensación física y sexual que de compungida querencia sobrenatural. Pero no se equivocaban, ni aquellos ni los otros. El Arte consigue precisamente eso: alcanzar aquella línea liminar o frontera mágica donde ambos y opuestos conceptos se hacen intercambiables. Aunque, sin percibirlo apenas, sin llegar a menospreciar, en ningún sentido, ninguno de los dos conceptos contrapuestos. Uno de los aristócratas napolitanos más extravagantes y curiosos lo fue Raimundo de Sangro, más conocido como Príncipe de San Severo (1710-1771). A parte de ser un ilustrado y masón -de conocer los avances científicos de su época- fue un gran mecenas del Arte. Para la capilla de su palacio napolitano decidió en el año 1744 encargar unas esculturas diferentes, unas obras de una creación exageradamente compleja, pero de resultados brillantes, sobrecogedores y bellísimos. Llegaría a patrocinar la composición escultórica titulada La Castidad Velada. Su autor fue el italiano Antonio Corradini (1668-1752), que llegaría a confeccionar genialmente una arrebatadora estatua femenina desnuda sólo cubierta por un fino y transparente velo... cincelado en la misma y maravillosa piedra. 

Hacia el temprano año 1450 el pintor francés Jean Fouquet (1420-1481) lograría mostrar, por primera vez y de modo explícito -sin justificación alguna para entonces-, el pecho descubierto de una Virgen sagrada para su Díptico de Melum. Fue con toda probabilidad el comienzo de un cambio cultural y artístico entonces -siglo XV- para representar sólo porque sí, aunque bellamente, un símbolo erótico en una figura tan sagrada como la Virgen. Símbolo erótico que había sido desde siglos antes anatemizado y ocultado por la rígida y antinatural doctrina eclesial. Tiziano y Miguel Ángel, Rubens algo más tarde, consiguieron excusar sus desnudas imágenes humanas con la por entonces sutil y genial justificación artística. La Belleza se impuso así y la genialidad artística mantuvo en las paredes de los palacios o de las grandes casas la más insinuante erótica sagrada representada en un lienzo. Esa misma erótica representada que, en ocasiones velada y otras menos pudorosamente, aquel dios griego Eros impusiera una vez, con su dardo aniquilador y fascinante, al presuntuoso Apolo y a la pudorosa Dafne.

(Escultura La Castidad Velada, de Antonio Corradini, 1744, Capilla de San Severo, Nápoles; Cuadro de Guido Reni, Martirio de San Sebastián, siglo XVII, Pinacoteca de Génova; Detalle de la obra Apolo y Dafne, de Lorenzo Bernini, 1622, Galería Borghese, Roma; Detalle rostro de la escultura de Bernini, Éxtasis de Santa Teresa, 1647, Capilla Cornaro, Roma; Fotografía de escultura, El beso de la muerte, Cementerio de Poble Nou, Barcelona; Detalle del fresco de Miguel Ángel, Creación de Adán, Capilla Sixtina; Detalle de la obra escultórica de Bernini, Beata Ludovica Albertoni, 1671, Iglesia San Francesco a Ripa, Roma; Imagen de la escultura Eros y Psique, 1793, del artista italiano Antonio Canova, 1757-1822; Óleo del pintor italiano del renacimiento Correggio, 1489-1534, No me toques, 1525, Museo del Prado, Madrid; Cuadro de Rubens, La Virgen con el niño, Santa Isabel y San Juan, siglo XVII; Detalle del díptico de Melum, 1450, del pintor Jean Fouquet; Óleo Magdalena, del pintor Tiziano; Cuadro La Madonna del cuello blanco, 1535, del pintor italiano Parmigianino; Cuadro del pintor colombiano Carlos Correa, La anunciación, 1940.)

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