25 de abril de 2011

La avidez, el desánimo, la inspiración sublime, la vileza o el oportunismo en la creación artística.



En octubre del año 1998 la sala londinense de subastas Christie's ofreció en su catálogo de antigüedades una novedad arqueológica muy curiosa del siglo XII. Ese objeto a subastar contenía unas hojas de papiro escritas en griego que translucían -gracias a los rayos X- los caracteres y dibujos de un famoso matemático griego nacido en el siglo III a.C, el reconocido Arquímedes. No fue por entonces sin dificultades la venta del preciado objeto, ya que el Patriarcado de Jerusalén, una iglesia ortodoxa autónoma de Palestina -la más antigua organización eclesial cristiana-, litigaba por ese tesoro arqueológico argumentando la propiedad de dicho papiro. Y es que, efectivamente, así era. Porque un monje escribano de la antigua Constantinopla, la sede principal de dicha iglesia, utilizaría esos papiros en el siglo XII reescribiendo encima de los que, dos siglos antes, un colega suyo -otro monje escribano- hubiese creado ya para transcribir antiguos escritos del inventor griego Arquímedes y de otros autores helenos menos conocidos.

La Corte Federal norteamericana falló a favor de la casa de subastas, con la peregrina explicación de que la ejecución de los derechos del Patriarcado habrían prescrito. Es decir, que la propiedad de los tesoros que alguna vez se hubiesen perdido deberían, de modo constante y claro, tenerse bien publicitadas y reivindicadas siempre para evitar perder los derechos. Así, el Palimpsesto de Arquímedes fue finalmente subastado por dos millones de euros en el año 1998. Es por tanto aquí ahora la vileza, la maldad de aquel escribano medieval que, a sabiendas del daño que hizo, destruyó una obra cultural negligentemente para aposentar otra. Y no ya un daño para sí, sino para toda la humanidad. Un tesoro cultural como fuera la herencia de sabiduría que el genio griego creara para explicar las oscuras sinuosidades de la Naturaleza. Y no sólo se conformaría el monje con borrar u ocultar los caracteres, sino que descosería las hojas, las doblaría y luego las cortaría para, de ese modo, poder así utilizar más páginas en el nuevo útil bibliográfico que confeccionara.

Cuando el dolor le sobreviniese en su difícil estadía durante el año 1889 en la localidad francesa de Saint-Remy-de-Provence, Vincent van Gogh pintaría entonces en una de sus obras un lugar agreste y desolado, un paisaje situado muy cerca de su sanatorio. Fue ingresado en ese sanatorio, entre otras cosas, por querer ingerir sus propias pinturas. Con el tiempo mejoraría, y al verse sin sus pinceles y pinturas le dejarían recorrer a pie al menos los alrededores del sanatorio. Pronto dibujaría y se recuperaría con tal fuerza que encontraría, en el paisaje de Provenza, un revulsivo extraordinario para su espíritu terriblemente atormentado. Pintaría entonces una naturaleza florida, llena de plantas y de una vegetación poderosa. Casi diez dibujos de vegetación salvaje, llenos de hojas, ramas y vida, llegaría a plasmar en los diez lienzos en blanco que su hermano Theo le proveyese para ello. Sin embargo, de pronto su estado de ánimo cambiaría bruscamente. Entonces quiso van Gogh pintar un desfiladero abrupto, rocoso, hendido, solitario y casi desierto muy cercano a Saint-Remy. Pero no le quedaría ya lienzo en blanco alguno que utilizar. Su deseo inspirador y alegre habría consumido los diez disponibles que tendría. Así que no lo pensaría mucho y reutilizaría uno de ellos, uno de los lienzos donde tenía pintado ya un paisaje vegetal exuberante, un paisaje florecido que antes sintiese él la necesidad de componer. Y crearía van Gogh, después de sobrepintar el lienzo con pigmentos blanquecinos, su nueva obra de Arte desolada, una creación a la que titularía El Barranco. Todo un alarde de creación encima de otra creación, aunque en este caso causada, compulsivamente, por el mismo creador que antes crease otra obra diferente.

Mucho antes de que el gran Miguel Ángel (1475-1564) fuese designado por la ciudad de Florencia para realizar la escultura del héroe bíblico David, otros escultores fueron elegidos para llevar a cabo tamaña obra renacentista. Fue el caso del artista -también florentino- Antonio Rossellino (1428-1479), un escultor de conjuntos sagrados de otras iglesias de Florencia y de algún que otro David que hiciera en mármol años antes. La historia comienza en el año 1464, once años antes de que naciera incluso Miguel Ángel, cuando entonces se encargaron esculturas para la catedral de Florencia, unas estatuas que tuviesen que ver con personajes del antiguo testamento. Un bloque de mármol había sido llevado a la ciudad para su utilización en esas obras. Pero un artista lo malograría..., estropearía la piedra dejando menos espacio para la idea inicial de su tamaño. Años más tarde, Rossellino trataría de reutilizar el bloque malogrado, pero, después de fracturarlo aún más, desistió enojado por no poder aprovecharlo. Quedaría el bloque muchos años abandonado e inservible en los talleres de Florencia. Así hasta que le encargasen a un talentoso joven escultor que hiciese lo que pudiese con aquel trozo de mármol desahuciado... En el año 1504, con una inspiración sublime, entregaría Miguel Angel a su ciudad un David acoplado ahora en su belleza a los nuevos contornos de la piedra, reutilizados y delimitados por los intentos de otros escultores antes que los suyos.

La impulsiva y deseosa necesidad de pintar llevaría, en el año 1923, al adolescente Dalí (1904-1989) a crear en un cartón como lienzo un óleo que plasmara la belleza mitológica y elegante de unas jóvenes ninfas. Fueron sus primeros años y entonces fue la avidez, la ineludible avidez que llevaría, en esos momentos del comienzo creativo de Dalí, a la improvisación y utilización más sagaz de los medios que fuesen para expresar así una inspiración creativa. Dos años después vuelve a utilizar el mismo cartón, aunque esta vez por el otro lado, para pintar a su hermana Ana María de espaldas. De ese modo el cuadro, visible por ambas caras, dispondría ya, como un conjuro mágico y surrealista, de un anverso y un reverso creativo cuya genialidad y necesidad llevarían al autor catalán a compaginar magistralmente.

No sólo los palimpsestos han sido objetos creados sobre papel, papiros o telas, también en piedra... Cuando el faraón egipcio Seti I (XIX dinastía, del año 1294 al 1279 a.C.) consiguiese ampliar su reino, consecuencia de ganar las batallas que sus antecesores no hubiesen ganado, mandaría construir un templo en la antigua ciudad y necrópolis de Abidos en el Alto Nilo. En ese templo sus constructores inscribieron en la piedra los cinco nombres del faraón (los faraones llegaban a tener hasta cinco nombres distintos) y de sus hazañas. También ordenaría grabar el faraón en piedra los nombres de todos los reyes que le precedieron, salvo el del infiel Akenatón o el del indeseable Hatshepsut. Pero, cuando su hijo Ramses II le sucediera en el trono quiso construir su propio templo, aunque no pudo competir con la grandeza extraordinaria del de su padre. Así que, para inmortalizar su influencia y fortaleza, consintió entonces Ramses II que las inscripciones de Seti I -su propio padre- fuesen ocultadas en argamasa y grabadas encima las suyas propias. Esta curiosa actuación, que no era infrecuente en el antiguo Egipto, fue la causa de que algunos aficionados al enigma o al misterio confundieran algunos símbolos e ideogramas egipcios con aviones, naves espaciales o submarinos. La explicación era más simple. Esa superposición en la argamasa configuraría esas divergentes y extrañas figuras, unas inscripciones que, al paso de los años, fueron creando otras curiosas formas accidentales al desprenderse algunas incisiones anteriores de la propia argamasa. En este caso fue el oportunismo, tanto del faraón inescrupuloso al crear el palimpsesto pétreo, como el de los investigadores del misterio populista al interpretar el efecto por la causa.

(Óleo de Dalí, Figura de espaldas, 1925; Óleo de Dalí, mismo cuadro, reverso, Ninfas y señoritas en la fuente del jardín, 1923, Fundación Gala-Salvador Dalí, Figueras, España; Cuadro de Vincent van Gogh, El Barranco, 1889, Museo de Bellas Artes de Boston, EEUU; Cuadro de van Gogh, Vegetación salvaje, 1889, Museo van Gogh de Amsterdam, otro mismo dibujo que éste está pintado debajo de El Barranco; Fotografía del rostro del David de Miguel Ángel, 1504, Florencia; Fotografía del rostro de la escultura El joven San Juan Bautista, del escultor Antonio Rossellino, 1470; Imagen del Palimpsesto de Arquímedes, donde se aprecian los dibujos y el texto transcrito del matemático griego; Fotografía de una estela grabada en una pared del templo de Abidos donde se observan las figuras de Seti I -la mayor- y su hijo Ramses II realizando ofrendas ante la lista de los setenta y seis reyes ya fallecidos, templo de Abidos, Egipto; Fotografía de unos relieves del templo de Abidos, donde se observan los ideogramas con parecidos curiosos a formas de objetos y aparatos modernos.)

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