11 de marzo de 2011

La decisión inconsciente, infantil y temeraria, o cuando los dioses solo hacen lo que deben.



El orgullo de vivir es algo que ignoramos tener pero que existe, que está latente en nosotros desde siempre, aunque sobre todo brille poderoso en nuestra inconsciente y lejana juventud. Es una sensación que resiste la prudencia y sostiene la osadía hasta no ver ya más que sus efectos seductores en una vida temeraria. Es el orgullo de ser hijos de los mismos dioses a los que deseamos imitar...  Así que entonces, como jóvenes autocomplacientes y vanidosos, creemos disponer de la misma fuerza, habilidad, reflejos, poder o capacidad que aquellos grandes seres poderosos. Pero, no es así. A veces unas circunstancias favorables, una influencia positiva o un consejo providencial en nuestra vida, nos salvarán. Pero otras, las más, nos enfrentaremos solos a las encrucijadas difíciles de nuestra existencia. Y es que las fuerzas que controlan el universo, en permanente compensación de equilibrios inestables, detienen de pronto, ciegas y desalmadas, las incorrectas, desproporcionadas, estúpidas o heroicas maneras cargadas de exagerada voluntad egoísta. De ese modo los dioses, ahora sin piedad ni miramientos, destruirán cualquier bienintencionada forma de querer ser los humanos algo más de lo que somos.

Cuenta una antigua leyenda griega que, en una fatídica ocasión, Faetón -el hijo del dios Helios, el Sol y de una mortal- sentiría la necesidad de ser él reconocido como quien era realmente -el hijo de todo un dios- frente a los que dudaban ahora -y le insultaban por ello- de su procedencia divina. Un día, acongojado, se dirigió Faetón a la casa de su padre y le pediría decidido que le ofreciese un signo demostrable de su origen divino. Para convencerlo de forma tajante, para afirmarle que sí era su hijo, Helios le prometió ofrecerle lo que más deseara entonces, jurándole además que así lo cumpliría fuese lo que fuese. En su arrogante sensación de querer demostrar quién era, Faetón le pediría a su padre viajar con el Carro Celestial del Sol y poder conducirlo durante todo el recorrido solar que durara su trayecto. Helios lo había jurado, no pudo desdecirse, aunque sabía que dominar su auriga era totalmente imposible para un mortal. Los caballos del Carro solar eran incapaces de ser dirigidos por nadie que no fuese el dios mismo. Quiso disuadirlo, pero fue en vano. La osadía crece a medida que se imagina poseer y persiste ofuscada en un lugar de nosotros donde nadie puede penetrar jamás. No tuvo más remedio el Sol que satisfacer el deseo de Faetón y someterse, por tanto, al designio inescrutable y azaroso de la fortuna.

Cuando Faetón, sintiéndose diferente -más engrandecido y soberbio-, decidiera ya desembridar a los poderosos caballos del Carro, éstos se lanzaron entonces raudos hacia el galope más desaforado y enérgico que pudieran realizar en un intento parecido. Poco después de verse Faetón encumbrado en su deseo, comprendería pronto que los corceles no respondían a sus riendas ni a gobierno. Éstos llevaban al Carro Solar por donde querían, fuera de la ruta cósmica comprendida en su lugar. A veces lo subían demasiado alto con el riesgo de golpear las constelaciones; pero otras lo bajaban muy cerca de la Tierra y las montañas se incendiaban o los seres que habitaban en ellas sufrían su poderoso ardor. Todo era un desastre. Todo además podría ser alterado gravemente, deteriorando y sufriendo todo el Universo. Porque algo estaba obrando diferente a como, en justicia universal, el cosmos mantenía su orden y equilibrio poderoso.

Pero, ya estaba hecho, no había margen ahora para el si acaso... El peligro universal y su zozobra terrible obligaban ya a corregir el error. Así que entonces el dios de los dioses, el árbitro celestial y terrenal más poderoso, Zeus, no tuvo más remedio, sin entender ahora otra cosa ni compensar con otra, que acabar decidido y para siempre con Faetón y su Carro. Cualquier otra decisión hubiera supuesto la destrucción del Universo. Por eso Zeus, con su rayo fulminante, acabaría precipitando al auriga solar de Helios y, con él, a un Faetón confiado, temerario y ya destruido para siempre. Faetón caería al río Eridano y allí las ninfas de sus aguas se compadecieron del frustrado héroe. Sus hermanas, las también ninfas del sol -las helíades-, llorarían tanto su maldita suerte que fueron transformadas luego en árboles, convertidas sus lágrimas en la ambarina resina de sus troncos. Luego las náyades, aquellas ninfas de las aguas que lo habían compadecido al caer, dejarían inscrito en una roca de la orilla del río un epitafio en recuerdo del malogrado héroe: Aquí yace Faetón, auriga del carro de su padre, que si no fue capaz de gobernarlo al menos cayó víctima de su grandiosa audacia.

(Cuadro del pintor flamenco Jan Carel van Eyck, 1610-1668, La Caída de Faetón, siglo XVII, Museo del Prado; Óleo del pintor barroco alemán Johann Liss, 1590-1631, La Caida de Faetón, 1610; Cuadro del pintor italiano Sebastiano Ricci, 1659-1734, La caída de Faetón, siglo XVII; Cuadro del pintor español Rafael Tejeo, 1798-1856, La caída de Faetón, siglo XIX; Óleo del gran pintor Rubens, La Caída de Faetón, 1605, Galería de Arte, Washington D.C.)

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