13 de marzo de 2011

La decadencia del espíritu, de sus héroes y de su historia, o el paso romántico del auge a la caída.



En el año 1838 el velero británico Temeraire sería remolcado por una embarcación de vapor hacia su total y definitivo ocaso naútico: el dique seco donde se llevaría a cabo su definitivo desguace. Este velero británico fue un navío de guerra de tres palos que llegaría a intervenir en el año 1805 en la famosa batalla de Trafalgar. Por entonces, junto a su escuadra de navíos de guerra, fue la máquina perfecta y ágil para surcar los mares y conseguir la hegemonía y la victoria. Su arboladura de velas cuadras configuraba en su época toda una estética marinera de grandiosidad, éxito, gloria, triunfo y romanticismo. Pero, todo acabará sumido en su propia e inevitable decadencia histórica. Y de ese modo retrata al buque británico el pintor romántico William Turner en el año 1838. Él mismo lo presenciaría además en su último derrotero desde la desembocadura del Támesis hasta su definitivo lugar de finitud. Fue todo un símbolo que el creador romántico inglés supo representar genialmente en su obra. Fue el final de una época y de un momento histórico, pero, también el de una tecnología náutica superada por completo. Suponía todo un cambio técnico el mundo de la antigua propulsión por el viento y sus velas al nuevo invento del vapor y su aplicación en los barcos modernos. Naves que ayudarían a descubrir, dominar y conquistar aún más los mares y territorios del mundo.

El historiador británico Arnold Toynbee idearía a principios del siglo XX una teoría para explicar la inevitable caída de las civilizaciones y sus imperios. La Némesis de la Creatividad de Toynbee planteaba que cuando se alcanzan, en un momento determinado de su auge, los retos anhelados de civilización perseguidos por los hombres que la lideran, esos mismos retos conseguidos provocarán luego una negativa autosatisfacción en esa civilización o pueblo. Porque los siguientes retos que surjan más tarde no serán ya resueltos por los mismos hombres de antes, sino por los hombres que habrían de sucumbir ahora a su propia autosuficiencia e ineficacia. Y esto es así porque el movimiento de flujo y reflujo, propio de esas minorías de líderes virtuosos, crearía una fuerza espiritual que no estaría ya disponible luego para sus sucesores, careciendo ahora éstos de toda aquella ingente creatividad impulsadora de antes.

Cuando el rey español Fernando V necesitó ejercer su influencia en la Italia renacentista de principios del siglo XVI, enviaría a su célebre general Gonzalo Fernández de Córdoba a luchar contra una Francia que deseaba también imponerse en el suelo estratégico de Nápoles. En la decisiva Batalla de Cerignola de abril del año 1503 se enfrentarían los dos poderosos ejércitos europeos. El ejército español además bastante inferior en número de soldados, caballería y artillería. Pero, sin embargo, el genio militar de Gonzalo Fernández de Córdoba sería determinante para conseguir la victoria en esa batalla decisiva. Gracias a esa victoria el gran reino que pocos años antes se acababa de configurar en la península Ibérica, Castilla y Aragón -España-, pudo establecer las bases de un inmenso y poderoso imperio universal que llegaría a durar por más de trescientos años incluso.

Pero, no es más que el crepúsculo de las grandes cosas creadas por el hombre lo que la historia nos recuerda siempre, algo que en la historiografía ha sido motivo de teorías defensoras de ciclos determinantes o, simplemente -como el historiador Toynbee decía-, de elementos demasiado humanos... Los grandes imperios, como los grandes discursos, religiones, teorías o tendencias de la humanidad, han sido superados siempre por sus propias contradicciones. Es la curiosa tendencia humana a la evolución desintegradora de las cosas consecuencia de aquellos grandiosos motivos inspirados por sus creadores. Pero, sin embargo, esta es la única forma de desarrollo que la historia nos enseña que existe en el mundo de lo humano, la única que hace que las cosas parezcan luego que tienen algún sentido. Y del mismo modo explicar así que las vidas entregadas de esos seres sacrificados y destinados a sostenerla en su auge sólo fueron luego una mera excusa en la ingrata, desalentadora o fascinante historia que ellos crearon sin saberlo. Todo un necesario y sentido homenaje a sus decisivas, heroicas o entregadas vidas tan temerarias.

(Cuadro del pintor inglés Joseph William Turner, El Temeraire remolcado a dique seco, 1838, National Gallery de Londres; Óleo del pintor español Federico de Madrazo, El Gran Capitán en el campo de batalla de Ceriñola, 1835; Grabado de una ilustración del artista norteamericano Gilbert Gaul, 1855-1919, Batalla en Santiago de Cuba, 1898, donde el ya simbólico imperio español acabaría definitivamente para la historia; Cuadro de la pintora actual argentina Cyntiamilli Santillan, Crepuscular.)

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