1 de marzo de 2011

Entre el naturalismo y los puntos liminares..., o la diferencia entre el realismo y la metáfora.



En el año 1867 el gran escritor francés Emile Zola publicaría su novela realista Thérèse Ranquin. Describía en ella la sórdida vida de su protagonista, una joven campesina que es obligada a casarse con un desagradable personaje. Luego de un matrimonio infeliz, decide abandonarlo por un amante, personaje que, sin embargo, la llevaría a cometer un terrible crimen, uno del que acaba luego arrepintiéndose. El autor de la novela fue criticado entonces por usar un lenguaje áspero, excesivamente claro y visceral, sin ninguna belleza en el relato. Y es así como dio el escritor francés a conocer el Naturalismo literario, una tendencia con la que, esencialmente, se trataba de explicar la realidad como es, de comprenderla claramente, de dar una razón al porqué las vidas y las personas que las sustentan son como son. En el prólogo a su novela, Zola dejaría claro: En Therese Ranquin pretendí estudiar temperamentos, no caracteres. Escogí personajes sometidos por completo a la soberanía de los nervios y la sangre, privados de libre arbitrio, a quienes las fatalidades de la carne conducen a rastras cada uno de los trances de su existencia.
 
William Blake ha sido uno de los artistas británicos del siglo XVIII más completos, curiosos e interesantes que hayan existido. Tanto la pintura como la poesía tuvieron en él a un creador original y premonitorio. Realizaría grabados llenos de simbolismo místico para sus publicaciones líricas. Fue un precursor -junto a los prerrafaelitas- de los creadores simbolistas de un siglo después, pintores que lo tomarían como ejemplo y modelo. Su actitud mística afianzaría su interés por todo lo visionario. Una teoría fundamental para Blake fue la desconfianza absoluta en el testimonio de los sentidos. Para Blake éstos suponen barreras que se interponen entre el alma, la verdadera sabiduría y el goce de la eternidad... Un verso literario de William Blake, Eternidad, nos demuestra bellamente su especial y particular visión de la vida:

Quien a sí encadenare una alegría
malogrará la vida alada.
Pero quien la alegría besare en su aleteo
vive en el alba de la eternidad.

Cuenta una leyenda medieval del siglo XI que en Coventry, una por entonces pequeña localidad medieval inglesa, la esposa del fiero y duro conde Leofric de Chester, Lady Godgyfu -Lady Godiva-, llegaría a sufrir tanto por los atropellos e injusticias cometidos a sus vasallos, que se enfrentaría decidida incluso a su cruel marido. El conde ahora, con la peregrina idea de que algo tan sórdido acabaría disuadiéndola, aceptaría las condiciones de ella... a cambio de que pasease desnuda a caballo por las calles de la ciudad. Decidida entonces a hacerlo, se enfrentaría Godiva a su propio pudor con la conmiseración generosa de sus vasallos: éstos accedieron a encerrarse en sus hogares al paso de su señora. Fue esta actitud, en tan temprana época feudal, un extraordinario gesto de conciencia humanitaria muy respetuosa y generosa para entonces. Y aquí, en la primera obra de la entrada,  el pintor prerrafaelita John Collier compuso, en recuerdo de aquella ingenua e inverosímil hazaña medieval, todo un bello cuadro emotivo e inspirador, pero, sin embargo, compuesto del todo entonces de un modo muy realista... El objetivo de algunos filósofos, místicos o humanistas que reflejaron en sus obras escritas el deseo de mejorar a sus semejantes, fue establecer entonces, con sus diversas y suaves tendencias o ideas, la mejor forma, creían ellos, para cambiar las conciencias de sus congéneres tratando de hacer un mundo mejor, de ayudar así a los más oprimidos o a los más débiles...  De esta misma forma lo entendieron también los naturalistas, creadores artísticos que denunciaron con su rudeza estilística una sociedad injusta, desolada, malograda o desesperanzada. Pero los otros creadores artísticos -los no naturalistas-, los que rechazaban la obtusa, sin belleza, estentórea, fiel y meridiana realidad, también perseguirían lo mismo, sólo que de otro modo.

La diosa helena Hécate, aunque no originaria de Grecia, fue considerada en la mitología grecorromana representante de la magia y de la hechicería. Era la diosa suprema de los puntos liminares, de esa frontera entre el mundo real de los vivos y el ideal de los espíritus, la diosa que simbolizaba la puerta o abertura que daría paso a otra forma de entrever o entender la vida trascendente. De hecho, se situaba su efigie esculpida a las puertas de las ciudades o en las entradas de las casas para protegerlas de los malos espíritus... También fue la diosa de los partos, la que ayudaba al recién nacido a su llegada a la puerta de la vida, tratando de impedir que su existencia se descarriara o se malograra. Pero el determinismo de los naturalistas se enfrentaría, claramente, con el libre, místico y entusiasta modo de comprender la vida y sus misterios de los simbolistas, parnasianistas o prerrafaelitas... ¿Hay siempre otra forma de describir la crueldad, la desesperación, la orfandad, la miseria o el desamparo de la vida de los seres? Siempre la hay, y así es como se matizará a veces una realidad de por sí ya despiadada. Así es como el Arte nos ayuda a comprenderlo, aun con todas las formas y tendencias diferentes habidas para expresarlo. También en la prosa más dura y demoledora existirá belleza... Al finalizar su prólogo, Emile Zola -el más desgarrador escritor naturalista- escribiría por entonces, sin embargo: Es precisa toda la voluntaria ceguera de cierta crítica para que un novelista se sienta obligado a escribir un prólogo. Ya que por amor a la transparencia me he decidido a hacerlo, solicito la indulgencia de las personas inteligentes que no necesitan, para ver las cosas con claridad, que nadie les encienda un farol en pleno día...

(Cuadro Lady Godiva, 1898, del pintor prerrafaelita -por su temática-, aunque totalmente naturalista en su composición y acabado, John Collier; Cuadro del pintor místico William Blake, Hécate, 1795, precursor del simbolismo posterior; Óleo del pintor realista -por su temática- francés Honoré Daumier, La Lavandera, 1863, donde ahora se observa a una mujer y su hijo subiendo ruda y dificilmente, sin embargo, por el poético muelle parisino del río Sena; Cuadro del pintor simbolista -místico y nada realista aquí tanto en composición como en temática- Alexandre Séon, La Desesperación de la Quimera, 1890.)

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