15 de febrero de 2011

La última escena en el Arte o la fuerza nuclear más auténtica del perfil del personaje.



A las afueras del cementerio nacional estadounidense de Arlington, en el estado norteamericano de Virginia y situado entre los antiguos terrenos del que había sido histórico general confederado Robert E. Lee (1807-1870), se encuentra un monumento homenaje a los soldados sureños caídos entonces. Es decir, a los hombres que perdieron aquella guerra civil norteamericana de Secesión (1861-1865). En la base de esa escultura memorial hay labrada una frase latina, inspirada de un famoso poema de Lucano: La causa de los vencedores place a los dioses, la de los perdedores a Catón. El romano Catón el joven (95 a.C- 46 a.C.) fue un político y senador que le tocaría vivir en la difícil época de las luchas civiles y de poder que se desataron en Roma en los años de Julio César. Era Catón todo lo contrario a un político convencional, ya que su firmeza y probidad como senador, gobernador o pretor rayaban entonces en la obstinación más extrema. Siendo contrario a las ambiciones de César, se enfrentaría a éste respaldando a los optimates (los aristócratas senatoriales) en la Batalla de Tapso (en la antigua Túnez). Catón se encontraba en la población norteafricana de Útica cuando le comunican la derrota. Y allí, decidido y obstinado por no vivir en el mundo que César representaba, intentaría acabar con su vida para siempre. En un alarde de terquedad, cuando sus sirvientes le atienden al verlo herido en un primer intento, esperaría entonces a estar otra vez solo y poder culminar su muerte definitiva. Se quitaría entonces las vendas y, con sus propias manos, se desgarraría y extraería sus propias entrañas.

La finalización de la vida de algunos personajes de la historia ha sido representada por el Arte con mayor o menor acierto. Siempre se trataba de recrear la última escena de aquellos, un momento fijado en el Arte donde los especiales rasgos de esa circunstancia trágica recordaran la esencia biográfica del homenajeado. Pero también algunos creadores obtuvieron otra genialidad especial cuando, además, subrayaron en sus obras algo especial del carácter primordial del personaje. En el caso de la obra de Arte del suicidio obligado del filósofo Séneca (4 a.C.-65 d.C.), pintura de la escuela de Rubens, se traslada ahora al observador la resignación del personaje, la cualidad filosófica que más expresaría el pensador romano a lo largo de su vida. Y es de ese modo grandioso como acepta ahora Séneca sin complacencia pero decidido su trágico final. Con su obra Cleopatra -famosa faraona egipcia, 69 a.C - 30 a.C.)- el pintor italiano del Barroco Massimo Stanzione (1586-1656) consigue reflejar una emoción fundamental de la personalidad de la ambiciosa reina egipcia. Ahora es la desazón, esa actitud humana y vertiginosa que lleva a Cleopatra con la útil sierpe a acabar con su fatalidad para siempre. En la genial obra de Stanzione se vislumbra su pudor, pero también su intranquilidad o su desánimo, algo para lo que, finalmente, viene así a ayudarle el áspid.

El gran escritor español Cervantes (1547-1616) nunca acabaría de estar satisfecho del todo con sus creaciones literarias, nunca terminaría por escribir lo que él querría plasmar elogiable en un libro. Hasta el final de su vida, serenamente, determinaría también escribir y escribir como un resorte vital ineludible e inevitable. Es ahora, por tanto, otra vez aquí la obsesión, la sosegada, discreta y maravillosa obsesión por crear, en este caso con su pluma, lo que reflejaría ahora el Arte en su recuerdo más estético. Dos días antes de morir, se afanaba Cervantes en escribir dedicatorias o en corregir una de sus últimas obras, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Finalmente, al conde de Lemos, uno de sus mentores, le dedicaría una creación en verso presintiendo pronto su final: Puesto ya el pie en el estribo, con ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo.

Por último una extraordinaria e impactante obra del pintor historicista español Eugenio Álvarez Dumont (1864-1927), Muerte de Churruca. En ella, el eximio marino y brigadier -comandante de navío- español Cosme Damián Churruca (1761-1805) aparece ahora herido mortalmente al frente de su buque, el San Juan Nepomuceno, en la famosa Batalla de Trafalgar del año 1805. En este lienzo decimonónico y épico se nos muestra a Churruca románticamente, con la gallardía más valerosa y responsable de los grandes héroes guerreros de entonces. A sabiendas de las fatídicas decisiones que se tomaron por el mando -no por él- de la escuadra conjunta franco-española -a la que su barco español pertenecía-, no evitaría el marino español estar nunca, sin embargo, a la altura de ese deber militar tan incomprensible como inevitable. Deber en el cual y para el cual fue educado desde su infancia para con su patria. En una carta dirigida a su hermano, poco antes de salir a la mar, el ilustre marino español finalmente le escribiría, muy seguro y decidido: Y si llegas a saber que mi navío ha sido abatido, si llegas a saber que ha sido hecho prisionero, di, entonces, que yo ya he muerto.

(Cuadro de Pedro Pablo Rubens, Muerte de Séneca, 1636, Museo del Prado, Madrid; Óleo de Massimo Stanzione, Cleopatra, 1630, Hermitage; Óleo del pintor francés Guillaume Guillon-Lethière, 1760-1832, Catón de Útica, 1795, Hermitage; Cuadro del pintor español Víctor Manzano y Mejorada, 1831-1865, Últimos momentos de Cervantes, 1858, Prado; Cuadro del pintor español Eugenio Álvarez Dumont, Muerte de Churruca, 1892, Museo del Prado.)

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