20 de febrero de 2011

La pasión inevitable, a veces como una profecía autocumplida, estéril o subyugante.



El sociólogo estadounidense Robert K. Merton (1910-2003) llegaría a crear el concepto de Profecía autocumplida. La definiría entonces como una predicción que, una vez hecha, es en sí misma la causa de que se haga realidad. Basado este concepto a su vez en el teorema de Thomas, que dice así: Si una situación es definida como real, esta situación tiene efectos reales. Según la leyenda recogida por el escritor romano Ovidio, Pigmalión fue un escultor griego de la antigüedad que no conseguiría encontrar belleza en mujer alguna que le arrebatara lo bastante para componerla en una obra. Así que decidió esculpir sin parar hasta llegar a crear ese modelo perfecto, ese modelo de belleza que él entendiera, sin embargo, como del todo imposible de poder existir. En una ocasión mientras trabajaba en su obra sintió algo diferente, como que la materia inerte tuviese ahora un brillo o una textura desacostumbradas para ser tan solo piedra.  Así que entonces la toca y palpa y le parece sentir su superficie caliente. Vuelve a tocarla y comprueba que lo que toca ahora no es más que un cuerpo sensible, no una piedra. Luego, para favorecer su obra aún más, la propia diosa Afrodita, conmovida por ese anhelo, le diría a Pigmalión convencida: Mereces la dicha que tú mismo has creado con tus manos.

En Psicología se entiende como efecto pigmalión el suceso por el cual una persona consigue lo que se propone a causa de la creencia de que puede conseguirlo. Es como el arrebato emocional hacia otro ser distinto a uno, ese sentimiento que surge cuando un ser, seducido irremediablemente, acabará persuadido de que lo que siente ahora le llevará rendido a la pasión. Y ésta sólo tiene ya un único objetivo: lo amado. Algo que además retroalimenta aún más esa misma sensación de meta necesitada. Así se producirá el deseo pasional, algo que desborda, subyuga y desorienta al ser que lo padece. Más tarde ese mismo deseo desaparecerá, sin embargo, produciendo una completa transformación del ser amante, ocasionando finalmente un resultado productivo o estéril. La fotógrafa y artista francesa Dora Maar (1907-1997) conocería una tarde parisina del año 1936 al genial Picasso. Al parecer, la vería sola una vez en un café de París sentada a una mesa, distraída jugando peligrosamente entre sus dedos con una pérfida navaja ensangrentada. Al no acertar siempre fuera de sus dedos y rozar la navaja su mano atrevida, quedaría ahora su guante manchado de sangre apasionada. El pintor, arrebatadamente enamorado, seducido de pronto le pide a Dora aquel guante ensangrentado. Ambos vivirían luego una atormentada, dolorosa y enloquecida pasión desencarnada, absolutamente ya del todo imposible o estéril.

Para que el fiero toro blanco mitológico fuese enternecido en su pasión, la joven y bella Europa tuvo que predecir -que decirse a sí misma antes- que lo que ahora veía no era un monstruo realmente.  De ese modo se subiría a lomos de la bestia -un toro sobre la apariencia escondida del dios Zeus- y, queriéndola sólo para él, se la lleva muy lejos de su patria. Así se cuenta el relato legendario y mitológico de El rapto de Europa. Y así la seducción pasional obedece a dos engaños autocumplidos: uno el del ser impulsivo y arrogante que cree que lo que necesita inevitablemente es lo que ahora seduce; y otro el del ser seducido y curioso que cree, sin embargo, que lo que ahora siente es lo único que existe en el mundo, lo único que existirá por siempre para él o ella. Es decir, lo único que el sujeto pasional enamorado creerá, ingenuamente, que seguirá ahí estando para siempre después del satisfecho deseo.

(Cuadro del pintor francés Jean-Léon Gèrôme, Pigmalión y Galatea, 1890; Óleo de Edward Burne Jones, La seducción de Merlín, 1874; Cuadro del pintor actual mexicano Eduardo Urbano Merino, 1975, La Pasión; Óleo de Dalí, Personaje subiendo una escalera, 1967; Cuadro de Tiziano, El Rapto de Europa, 1560, Museo Stewart Gardner, Boston, EEUU; Fotografía de Dora Maar, Autorretrato, 1936; Cuadro de Picasso, Dora y el Minotauro, 1936;

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