13 de enero de 2011

La intemporalidad de la belleza del Arte, su certeza, su pasión, su infinita sorpresa y su conjuro.




Cuando en el año 1776 el capitán James Cook decidiera realizar su tercer viaje a los Mares del Sur -donde acabaría trágicamente su vida tres años después- en la corbeta HSM Resolution, elegiría al pintor inglés John Webber (1751-1793) como artista oficial de la exploración marítima al Pacífico. En las islas Tahití llegan a desertar dos marineros de la Resolution y el capitán Cook ordena a cambio secuestrar a la princesa nativa Poedua, su hermano y su padre hasta que le entreguen a los desertores. El pintor Webber plasmaría entonces en un lienzo la serena, exuberante, majestuosa y salvaje belleza de la princesa polinesia. Justo trescientos años antes, el siciliano Antonello da Messina (1430-1479) conseguiría retratar, por fin, a su querido amor frustrado de juventud, la joven Esmeralda Calafato. Pero para plasmar su belleza sólo pudo por entonces utilizarla como modelo para un impresionante óleo sagrado, el nada sospechoso retrato de la Virgen de la Anunciación. En el temprano año de 1476 consigue realizar algo -inédito para la época- verdaderamente prodigioso: dibujar una figura sagrada con una naturalidad y sencillez asombrosa, con asepsia divina casi, para ser ahora una representación tan sagrada.

Pintaría a la Virgen María con un sencillo velo desplegado y una mirada demasiado humana, nada sobrenatural ni sagrada. Con unas manos ahora diferentes a las de una santa, unas manos más cercanas o más reales o más auténticas o más terrenales, o más humanas... Y todo eso enmarcado además en un fondo nada virginal ni celestial ni floral, tan sólo absolutamente negro, pero, ahora, elegantemente negro. Algo tan sagrado pero inexistente antes ni -desde luego- después en toda la historia del Arte. Sin embargo, genial, abrumadoramente genial e intemporal. Un pintor de origen suizo radicado en Inglaterra, John Henri Fusseli (1741-1825), fue uno de los más extraordinarios pintores poco conocidos y, además, de los más difícilmente clasificables. Adscrito al Romanticismo inicial, sin embargo desarrollaría tendencias neoclásicas propias de su época. Pero, sobre todo, fue un creador misterioso y simbólico, incluso para su generación tan poco convencional. Conseguiría una vez realizar un lienzo extraño para aquel temprano año 1800: El Silencio. Porque ahora el misterio y el equilibrio expresados en este cuadro hacen de una imagen tan simple, tenue y monocolor una alegoría de la desesperación más universal, propia de todas las épocas, de todas las culturas y de todas las emociones en busca de certezas.

El día 28 de diciembre del año 1789 se incendiaría en Venecia un gran depósito de aceite para lámparas. Este suceso conseguiría entonces traer el infierno al barrio veneciano de San Marcuola. El pintor veneciano Francesco Guardi (1712-1793) consigue, sin embargo, detener el momento dramático en una obra sorprendente y expresiva. Donde ahora las llamas, consumiendo ávidas su oxígeno alimento, bailarán delante de los venecianos como si de un espectáculo carnavalesco se tratase. Ahí se observa la magnitud de aquel terrible hecho: cómo las amarillas llamas desean ahora asolar toda la ciudad como si de un infierno dantesco se tratara. Nunca antes había sido un incendio causado por un hecho fortuito retratado así en un lienzo artístico. Y como si de una conjura diabólica determinada fuese su sentido, el Arte quiere fijarnos ahora la memoria de lo inevitable, de lo contencioso o de lo bellamente espectacular al mismo tiempo. En el siglo donde la razón acabaría controlando la vida y la sociedad, algunos pintores descubrieron la seductora forma de impresionar en un lienzo la misma emoción que ellos sintiesen al verla. Y en el siglo del clasicismo renovado reflejan ahora sus alardes pictóricos sin más detalles añadidos, sin tantos perfilamientos clásicos ni tantas perfectas formas. En la obra Venecia con su iglesia de San Giorgio creeremos estar viendo ahora una obra del año 1790 como una creación de un siglo después incluso. Porque el pintor veneciano Guardi se adelanta a su tiempo y nos demuestra ahora que la belleza puede ser también esbozos de otras cosas, de elementos artísticos imprecisos que acabaran ofreciendo la majestuosidad, sin embargo, de todo un conjunto pictórico ahora más clarificado. Pero también con los colores sin aristas, o con los colores tan sólo insinuados ahora, algo que, tiempo después, terminaría llegando a inspirar el maravilloso Impresionismo.

El sacrificio que Abraham quiso realizar con su hijo Isaac había sido retratado en infinidad de obras a lo largo de la historia. Pero aquí el pintor austríaco Franz Anton Maulberstch (1724-1796) consigue llevar a cabo en su obra del año 1790 una escena bíblica desentonada para entonces, es decir, muy diferente a las de antes, ahora menos levítica o menos sagrada o más terrenal. La pasión de la acción está detenida ahora aquí -como cuenta la leyenda bíblica- al final del pretendido sacrificio. Con ello nos demuestra la fuerza del impacto visual anticipando un incipiente expresionismo colorido. Por tanto una composición artística más creíble por parecer más moderna o menos legendaria, o por parecer ahora un expresivo dramatismo mucho más humano que divino. El edificio del Museo del Louvre era parte del Palacio Real de la corona de Francia cuando, en el año 1789, la Revolución francesa decidiera que pasase a formar parte de un museo para el pueblo. La grandiosidad del edificio regio era tal que el pintor exagera la perspectiva de su nave central, ahora vista casi sin un final en el impresionante lienzo romántico. Consigue Hubert Robert demostrarnos así la infinitud del Arte, la imposible manera de poder delimitar fronteras a la creación artística. El pintor francés Hubert Robert (1773-1808) se libraría de ser ajusticiado en la guillotina por los pelos, luego sería perdonado incluso, y hasta conseguiría dirigir el recién inaugurado museo del Louvre.

El volcán Vesubio había tenido muchas espantosas pero maravillosas erupciones de su dormida montaña. El pintor Pierre Jacques Volaire (1729-1802) plasmaría una de ellas en un escenario además extraordinario. En su lienzo vemos una noche con luna y su resplandeciente reflejo nocturno; también unos personajes que disfrutan del escenario, un espacio del que forman ahora parte y se sienten además integrados a pesar de su fascinante sorpresa telúrica. El creador francés Volaire se enamoraría tanto de Nápoles y su montaña de fuego que la retrataría varias veces en su vida, especializándose en el retrato violento de las bellas llamaradas rojas expresivas. Su pasión y obsesión por esa belleza de fuego le llevarían incluso a morir luego en la maravillosa y antigua ciudad napolitana. Un lugar que, providencialmente, sería salvado casi siempre de sus trágicos conjuros volcánicos aterradores. El belga Joseph-Benoît Suvee (1743-1807) fue un pintor muy aplicado en la tendencia neoclásica propia del momento que le tocó vivir. Aquí demuestra cómo se puede dibujar el perfil de los modelos en un lienzo, utilizando ahora una fuente de luz y su útil sombra proyectada. Tan aplicado fue el pintor en su estilo, tan genial fue en su tendencia clásica, que llegaría a enojar a su propio maestro en Arte, el grandioso, famoso y celoso pintor David, el neoclásico más consagrado de Francia. Éste no pudo más que sentir la peor de las maldiciones para un creador artístico: la envidia. Así que Suvee no tuvo más remedio que abandonar París y marcharse para siempre al país de las acogidas, de la belleza ilimitada o de la luz más desbordante: Italia. En Roma fallecería el creador belga del todo olvidado por sus compatriotas. Aunque ahora recordado aquí gracias al Arte sutil que imaginase el pintor entonces homenajeando la pintura y su alarde semejante.

(Cuadro del pintor Antonello da Messina, Anunciación de la Virgen, 1476; Lienzo El Silencio, del pintor John Henri Fusseli, 1800; Óleo Incendio del depósito de aceite de San Macuola del 28 de diciembre de 1789, 1790, del pintor Francesco Guardi; Del mismo pintor veneciano, San Giorgio Maggiore, 1790; Óleo de Franz Anton Maulbertsch, El sacrificio de Isaac, 1790; Cuadro La Gran Galeria, del pintor francés Hubert Robert, 1795; Cuadro del pintor Pierre Jacques Volaire, Vista de la Erupción del Vesubio, 1770; Óleo del pintor inglés John Webber, Retrato de la princesa tahitiana Poedua, 1779; Cuadro del pintor Joseph-Benoît Suvee, La invención del Arte del Dibujo, 1790.)

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