11 de enero de 2011

Bajo ningún cielo protector..., si acaso bello, enigmático y esplendoroso.



En los primeros días del mes de septiembre del año 1859 los sistemas telegráficos, que sólo dieciséis años antes comenzaron a ser implantados en Europa y América, empezaron a fallar de modo incomprensible. Se produjeron cortocircuitos en las estaciones que causaron multitud de incendios con el papel telegráfico. Un fenómeno curioso alarmaría también cuando los telegrafistas desconectaron las baterías que alimentaban de energía a las líneas: los mensajes seguían transmitiéndose, sin embargo. El día 1 de septiembre de ese mismo año, Richard Carrintong (1826-1875) se encontraba en su pequeño observatorio de aficionado en Inglaterra, cuando su telescopio proyectaría una imagen del Sol sobre la pantalla inmisericorde del mismo. De pronto observaría que entre las manchas solares que había capturado el telescopio aparecieron dos brillantes y cegadoras gotas blancas. Quiso que alguien más comprobase lo que veía, pero, para cuando volvieron otros, las gotas blancas se habían contraído hasta desaparecer.

Al amanecer del día siguiente -el día 2 de septiembre de 1859-, sobre los cielos de toda la Tierra, fueron vistas auroras de color rojo, verde y púrpura. Eran tan fuertes y brillantes las auroras que parecía ser pleno día incluso. Lo que Carrintong llegaría a ver con su telescopio y los telégrafos sufrieron no fue otra cosa que una poderosa y nada frecuente erupción solar. El Sol ese día emitió una inmensa llamarada -eyección de la corona solar- que permitió a multitud de partículas solares -cargadas magnéticamente- entrar peligrosamente en la atmósfera terrestre. Hasta entonces no se había comprobado este fenómeno, o nadie se había percatado de ello, pero la realidad es que cada quinientos años, aproximadamente, se pueden volver a reproducir... De llevarse a cabo hoy una erupción solar de las características del año 1859, los dispositivos electrónicos sufrirían unos daños tales que paralizarían toda la actividad económica mundial.

Somos como niños jugando en el jardín trasero de un hogar que creemos protector y seguro, con la misma falsa certeza que dará la inconsciencia de la inocente infancia. Pensaremos que nada nos puede suceder y caminaremos, incluso satisfechos y valientes, hasta la segura cerca limítrofe del jardín. Y casi saldremos al exterior, también ahora confiados y complacientes. Pero afuera, esperando agazapado, no hay nada más que abismo, sorpresa, desatino, contingencia, desamparo o daño. También, a veces, dentro... Esto, quizá, sea a veces lo peor. Pero, lo que nunca sabremos, sin embargo, es ni dónde, ni cómo, ni cuándo. El escritor norteamericano Paul Bowles (1910-1999) escribió en el año 1949 su magnífica novela El Cielo Protector. La obra nos cuenta el relato de unos viajeros norteamericanos que se adentran confiados en el desierto marroquí de la posguerra mundial de 1945. Su narrativa logra exponer, con maestría efectista, dos sensaciones humanas entrelazadas en su desarrollo: el desierto exterior -maravilloso y alarmante- del Sahara africano, y el desierto interior -espantoso y sobrecogedor- de las vidas desoladas y desamparadas de los propios personajes. Fue llevada al cine en el año 1990 por el genial director Bernardo Bertolucci.

Y, así, Bowles en su maravilloso relato existencial desgarra la naturaleza humana de un modo genial. Casi al final de la novela, el narrador nos cuenta: Renunció a seguir luchando. La hicieron sentarse y se quedó así, con la cabeza echada hacia atrás. El súbito rugido del motor derrumbó las paredes del cuarto donde ella estaba acostada. Tenía delante de los ojos el cielo azul violento, nada más. Durante un tiempo interminable lo miró. Como un ruido todopoderoso, lo destruía todo en su cerebro, la paralizaba. Alguien le había dicho alguna vez que el cielo esconde detrás la noche; que protege al que está debajo del horror de lo que hay arriba. Miraba sin pestañear el sólido vacío y empezó la angustia. En cualquier momento podía producirse el desgarrón, separarse los bordes, abrirse las entrañas de un abismo insondable.

(Cuadro del pintor inglés Joseph Mallord William Turner, Una ciudad a orillas de un río con crepúsculo, 1833, Tate Gallery, Londres; Óleo Puesta de sol en Pays de Caux, 1828, del pintor inglés Richard Parkes Bonintong, 1802-1828; Óleo del pintor francés Delacroix, Estudio del cielo en una puesta de Sol, 1848; Fotografía de la NASA, cielo de Flagstaff, Arizona, EEUU, donde se aprecia una nube lenticular sobre un pico montañoso y varias constelaciones en el cielo -Casiopea, Cefeo, Cygnus-, sobre el extremo inferior izquierdo de la imagen, a la derecha, la estrella fulgurante Deneb; Cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Neubrandenburg, 1817, Alemania; Cuadro del pintor Turner, Declive de Cartago, 1817; Fotograma de la película El Cielo Protector, 1990.)

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